viernes, 14 de diciembre de 2012

¿Por qué no pueden decirte por qué? - James Purdy

Traducción: Juan Godo Costa
Cónicas de Norteamérica, Editorial Jorge Álvarez
1ª edición, 1967

Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, hablaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, contemplaba a su padre en las diferentes fases de su vida: primero, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmente, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.

Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy distinto del que se había imaginado.

Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había venido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworm por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.

-Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías -dijo Ethel a Edith Gainesworm-. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.

Edith Gainesworm, que estudiaba psicología en un centro superior en la parte baja de la ciudad, a menudo daba consejos a Ethel con relación a Paul; pero aquella noche no dijo nada acerca de las fotografías.

-Todas las madres deberían tener una pensión -prosiguió Ethel-¿No es terrible tener que estar todo el día de pie, atendiendo al público, y luego tener que cuidar por la noche a un niño enfermo? Mis noches son aún peores que mis días.

Estas conversaciones telefónicas siempre excitaban a Paul, porque eran las únicas ocasiones en que oía hablar de sí mismo y de las fotografías. Cuando sonaba el timbre del teléfono solía correr a la escalera de servicio y empezaba a mirar las fotografías, y luego, a medida de que la conversación se desarrollaba, con frecuencia iba corriendo al cuarto de enfrente, donde Ethel estaba hablando, a veces llevando consigo una de las fotografías e imitando con la boca el ruido de un pájaro o un avión.

Dos meses habían transcurrido de este modo, sin que el niño fuera a la escuela, como si toda la vida se le pasara escuchando las charlas telefónicas de Ethel con Edith Gainesworm y mirando las fotos de las cajas de bombones.

Una vez, a medianoche, Ethel echó de menos al niño. Se levantó de la cama sintiendo como una opresión en la cabeza y el cuello; se dirigió a la cama de Paul y advirtió que no estaba la manta india. Llamó al niño y fue hasta la ventana, y miró hacia afuera. Sin cesar de llamarlo, se dirigió a la escalera.

-¡Dios mío! ¡Siempre me haz de causar alguna preocupación! -dijo-. ¿Dónde estás, Paul? -repitió con voz somnolienta. Bajó hasta la cocina, aunque no creía posible que estuviera allí, porque el chico nunca comía nada.

Luego se dijo: "Naturalmente", al recordar cuántas veces iba a la escalera de servicio con aquellas fotografías.

-¿Qué estás haciendo aquí, Paul? -le preguntó, y su voz tenía un tono dulce pero amenazador que despertó al chico, que se había quedado dormido encima de las cajas y las fotografías, como protegiéndolas, con la manta echada sobre la espalda y los hombros.

Paul se aferró a las cajas casi con vehemencia cuando vio a aquella mujer pálida y fea que se arrebujaba en su bata de hombre y lo estaba mirando. Hubo un ligero olor a cisterna destapada cuando ella terminó de ponerse la bata.

-Pues aquí, Ethel -contestó el niño al cabo de un rato. 

-¿Qué quieres decir con eso de "pues aquí", Paul? -preguntó ella acercándose.

Lo tomó por el pelo y le dio unos suaves tirones, esa era la forma en que solía acariciar al niño. Estos leves tirones hicieron que temblase con cortas y sucesivas sacudidas bajo la mano de Ethel, hasta que al fin lo soltó.

Paul observó cómo su madre se quedaba contemplando las cajas de fotografías que él custodiaba.

-¿Duermes aquí para estar cerca de ellas? -le preguntó.

-No lo sé, Ethel -respondió Paul, emitiendo soplidos como si quisiera hacer desaparecer algo que tenía delante.

-No lo sabes, Paul -dijo ella con su voz dulzona y desagradable, acercándose más al niño, con ese olor rancio de su bata. 

-¡No, eso no! -exclamó Paul.

-¿Eso no, qué? -dijo Ethel, agarrándolo por las solapas del pijama.

-¡No me hagas nada, Ethel! ¡Me duelen los ojos!

-Te duelen los ojos -dijo ella con tono de incredulidad.

-También me duele el estómago.

Inclinándose de pronto, Ethel recogió del suelo las dos cajas con fotografías y las retuvo entre sus brazos, enfundados en las amplias mangas de la bata.

-¡Ethel! -gritó el niño con la voz más fuerte y clara que ella le hubiese escuchado-. ¡Ethel! ¡Esas son mis cajas de bombones!

Ethel lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, advirtiendo con sorpresa que estaba muy delgado y huesudo y que tenía un lunar muy feo en su demacrada garganta. No podía comprender que ese fuera su hijo.

-Son estas cajas de fotografías las que te ponen enfermo.

-¡No, no, mamá Ethel! -gritó Paul.

-¿No te acuerdas de que te dije que no me llamaras mamá? -dijo la mujer avanzando hacia él y poniéndole la mano en la frente.

-Te he llamado mamá Ethel, no mamá -respondió el niño.

-Supongo que creerás que tengo mil años de edad -repuso Ethel, levantando la mano como si no supiera qué hacer con ella.

-Creo que ya sé qué hacer con esto -prosiguió, con calma fingida.

-¡No, Ethel! -dijo Paul- ¡Devuélvemelas! ¡Son mis cajas!

-Dime por qué has venido a dormir aquí, sabiendo que en este sitio te podrías empeorar. Quiero que me lo digas.

-¡No puedo, Ethel! ¡No puedo! -respondió Paul.

-Entonces voy a quemar las fotografías -contestó Ethell.

El niño se arrojó a los pies de ella y le abrazó las piernas.

-iEthel! ¡Por favor! ¡No te las lleves! ¡Por favor, Ethel!

-¡No me toques! -dijo la mujer.

Sus nervios estaban alterados, creía que si el niño volvía a tocarla, se sobresaltaría como si un ratón se hubiera metido debajo de sus ropas.

-Ponte de pie y cuéntame como un hombrecito, por qué estás aquí -dijo ella; pero mantuvo los ojos medio cerrados y la vista apartada del niño.

Él movió los labios como para hablar, pero en realidad no comprendió lo que ella quería decir con la palabra hombrecito. Esta palabra le molestaba cada vez que la oía.

-¿Qué estás haciendo con las fotografías todo el tiempo, durante el día cuando estoy fuera de casa, y ahora, por la noche? Nunca había oído hablar de una cosa así.

Entonces se apartó de él, de modo que las manos del niño soltaron las piernas de ella, que había tenido abrazadas; pero permaneció unos instantes cerca de las manos de Paul, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación.

-Sólo las miro, Ethel -dijo al fin el niño.

-No digas mentiras -dijo ella, mirándolo a la cara y luego:

-¡Quiero la verdad! -gritó.

Paul se echó a llorar y gimió, pensando qué podía querer su madre que le dijera; ahora había empezado a perder la noción de todo, y ni siquiera comprendía qué se esperaba de él. Era insoportable.

-¿Me oyes, Paul? -dijo ella entre dientes, muy cerca de él ahora, y mirándolo con tanta furia que Paul tuvo que cerrar los ojos-. ¿Sabes lo que voy a hacer si no me contestas?

-¿Me castigarás? -preguntó Paul con un hilito de voz.

-No, esta vez no voy a castigarte -dijo Ethel.

-¡No vas a castigarme! -exclamó el niño, y un nuevo temor y una nueva sorpresa asomaban ahora en sus ojos cansados. Luego, mirándola fijamente a los ojos se echó a llorar con terror; porque le pareció que en todo el mundo sólo existían ellos dos, él y Ethel.

-Recuerdas adónde enviaron a tía Grace ¿verdad? -dijo Ethel con una voz terrible.

Él lloró con más furia, salpicando con saliva la pared. Se quedó mirando el final de la escalera como buscando un lugar a dónde escapar.

-Recuerdas adónde la enviaron, ¿no? -insistió Ethel con voz tranquila y paciente, como la de una mujer que ha recibido un trato irrespetuoso de parte de un hijo al que, a pesar de todo, aún sigue queriendo.

-¡Sí, sí, Ethel! -gritó Paul histéricamente.

-Dile a Ethel adónde enviaron a tía Grace -dijo ella en el mismo tono paciente y cariñoso.

-Yo no sabía que también enviaban niños allá -dijo Paul.

-Tú ahora eres algo más que un niño -respondió Ethel-, ya tienes edad suficiente para que... Y si no le dices a Ethel por qué estás mirando todo el tiempo las fotografías, tendremos que enviarte al manicomio, con las rejas.

-No sé por qué las miro, querida Ethel -dijo ahora el niño con voz débil, pero con extrema tensión, y se puso a acariciar el forro de piel de las zapatillas de ella.

-Creo que sí lo sabes, Paul -dijo ella con voz tranquila; pero el niño pudo percibir cómo iba desapareciendo su tono amable y paciente, y levantó a medias las manos como para protegerse de algo que aquella mujer pudiera hacerle.

-Pero no sé por qué las miro -repitió, gimoteando y de pronto volvió a abrazarle las piernas.

Ethel dio un paso atrás, pero conservando aún su sonrisa paciente y comprensiva, de perdón.

-Muy bien, Paul.

Cada vez que decía "Muy bien, Paul", era para dar a entender con ello que daba por terminada una discusión.

-¿Adónde vamos? -gritó Paul, mientras ella lo llevaba hacia la cocina. 

-Al sótano, por supuesto -respondió Ethel.

Nunca antes habían ido juntos al sótano, y el terror de lo que podía sucederle allá le dio una especie de apaciguamiento que le permitió bajar con paso firme los irregulares peldaños.

-Lleva tú las cajas con las fotografías, Paul -le dijo ella-, ya que te gustan tanto.

-¡No, no! -gritó Paul.

-¡Llévalas! -ordenó ella, dándole las cajas.

Él las sujetó contra su cuerpo, y cuando llegaron al sótano, la mujer abrió la puerta del horno y, apretándose el cinturón de la bata, le dijo fríamente, su cara blanca iluminada por las llamas:

-Tira las fotografías ahí dentro, Paul.

Él se la quedó mirando, como si ahora resultaran ciertas todas las pesadillas, como si al fin el terror completo y definitivo de lo que puede sucederle a uno en la vida se hubiera desplegado ante su vista.

-¡Son de papá! -exclamó con una voz que ninguno de los dos reconoció.

-Tú lo has querido -dijo ella fríamente-. Prefieres un hombre muerto a tu propia madre. O echas las fotografías al fuego, puesto que son ellas las que te ponen enfermo, o tendrás que ir al lugar al que enviaron a tía Grace.

Él ahora empezó a correr por el cuarto como un pajarito que se ha escapado de la tienda en donde lo vendían y ha ido a parar en medio de la confusión de una calle de la ciudad, y con la boca emitía extraños sonidos que Ethel, no podía creer que salieran de sus pulmones.

-No creas que voy a tener paciencia para tus payasadas -gritó; pero sus palabras se perdieron como si lo hiciera en un cuarto vacío.

Mientras corría alrededor del pequeño cuarto, con las cajas de fotografías apretadas contra su pecho, algunas de las fotos cayeron al suelo. Él se detuvo para recogerlas, mientras seguía apretando convulsivamente las cajas y emitía pequeños gritos de impotencia y dolor agudo.

Ethel lo miraba sin dar crédito a sus ojos. Ahora no sólo no le parecía hijo suyo, sino que ni siquiera parecía ya un niño; al contrario, con su pijama roto y sin zurcir, parecía un animal lisiado y moribundo que corriera desesperadamente tratando de huir de su propio dolor.

-¡Dame esas fotografías! -gritó ella. Le arrebató algunas que él tenía en las manos, y las arrojó rápidamente al fuego.

Después se dio vuelta y fue a tomar las cajas que él sostenía.

Pero la escena que vio hizo que se detuviera. Él se había encogido, agachado en el suelo, y apretando las cajas contra su estómago, emitió una especie de silbido hacia la mujer, de modo que ella no tuvo la posibilidad de acercarse ni de llevárselo de allí, mientras de la boca del niño salía una sustancia espesa, fibrosa y de color negruzco, como si estuviera vomitando su corazón cargado de amargura.

 

 

 

 

El cautivo - Jorge Luis Borges

En Junín o en Tapalquén refieren la historia.  Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios.  Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo.  Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo.  El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa.  Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron.  Miró la puerta, como sin entenderla.  De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina.  Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico.  Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.

Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podia vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto.  Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vertigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Misteriosa Buenos Aires - Manuel Mujica Lainez


Image001


Misteriosa Buenos Aires (texto completo)


Circunstancias históricas y una historia de ficción:
1  El hambre
26 El ilustre amor
42 El salón dorado

lunes, 5 de noviembre de 2012

El fantasma y la oscuridad - Leonardo Oyola


Héctor Collante sacudió el fósforo para apagarlo. Después clavó una rodilla en la
banquina y se santiguó. Por la luz de la linterna noté que sus uñas todavía tenían tierra y sangre.
-Ya le prendí una vela a la mamá para que ella nos cuide esta noche –me aseguró
mientras besaba una foto y la volvía a dejar ahí, al pie de la estatua de la Virgen María con el
niñito Jesús en brazos; en ese altar improvisado al costado de la ruta. El lugar exacto en donde
habían muerto atropellados sus padres hacía pocos meses.
Héctor desenvolvió el repasador con el estampado del gauchito del mundial. Ese
paquete que había desenterrado debajo de la imagen de la sagrada familia. Adentro tenía un
puñal cuyo filo y lustre no había sido opacado por la tierra.
-Esto es para usted, don Lucho.
-¿Y usted? ¿No lo va a necesitar?
-El Fantasma no se lleva ni mujeres ni chicos. Tampoco animales. El Fantasma solo
busca hombres buenos. Tenga.
Dudé y negué con la cabeza.
-Cirujita… no sé…
-¡Tenga! ¡Agárrelo! –se puso firme el changuito- Yo se lo prometí al papá. Úselo.
Después, si nos volvemos a ver, me lo devuelve.
Cabeceé para agradecerle y me calcé el puñal atrás, justo por donde iba el pasacinto del
medio de la cintura del vaquero que estaba usando.
-Acuérdese que no se lo puede matar. Que no se le puede vencer. Que solo retrocede
ante la cruz del puñal. Que cuando cante el gallo recién va a estar a salvo. Don Lucho: no
intente hincarlo. Y no lo toque.
Pobre Héctor. Pobre, pobre Cirujita. Y pobre gente. Tener que vivir así…
Todo el pueblo estaba impregnado del olor a bagazo. Toneladas de bagazo se acumulaban en montañas para pudrirse al aire libre. El calor y el olor a bagazo es lo que más recuerdo del ingenio Santa Ana. El calor, el olor a bagazo, el “Cirujita” Héctor Collante y esa madrugada.
Distribuían la cosecha a las cinco de la mañana. Y a las cuatro de la tarde recién terminaba la jornada laboral. Solo parábamos media hora al mediodía para almorzar ahí mismo en los cañaverales.
El sánguche me quedó atragantado cuando el Yuyín empezó a advertirnos que nos cuidáramos de salir a la noche porque iba a haber luna nueva en lunes. Y que esa era la noche en la que salía el Fantasma, el familiar de los dueños del ingenio. Que el Fantasma iba a matar a un trabajador y que se lo iba a llevar y enterrar en la oscuridad.
Porque había que sacrificar un zafrero a la tierra para que la cosecha fuera buena. Que así había sido ayer, que así tenía que ser hoy, que así iba a ser mañana y siempre.
Todos entendimos de qué estaba hablando el Yuyín. Conocíamos muy bien esa historia. De Tucumán a Jujuy no existía ningún ingenio que no tuviera su familiar. Ese era el pacto de más de doscientos años por el que los patrones amasaban riqueza y los peones no prosperaban. El familiar era un perro enorme, negro; un perro que venía del centro de la Tierra y que el Diablo le entregaba en persona a los dueños del ingenio a cambio de sus almas. Ese era el precio de una buena fortuna asegurada en esta vida. El alma de esos hijos de puta y la sangre derramada de muchos inocentes.
Al familiar de Santa Ana se lo conocía como el Fantasma. Cuentan que solo se había dejado ver cuando se echó a dormir en las vías del tren que unía Río Chico con la red nacional, impidiendo el paso de un convoy. El maquinista hizo silbar la bocina de la locomotora, el familiar despertó y se desvaneció en el aire delante de la mirada de todos.
-Como si fuera un fantasma -empezaron a comentar y de ahí le quedó el nombre.
De chico me fascinaban estas historias. De grande, las empecé a ver con otros ojos. Un par de años atrás, cuando vivía en la ciudad, había ido al cine. Daban La Profecía. Me acuerdo que después de esa noche siempre pensé que si el familiar existía era más o menos como el perro de La Profecía. Pero ya para ese entonces no le tenía miedo ni al tremendo rotweiller de la película ni al changuito ese, el Damián, por más que fuera el mismísimo hijo de Satanás.
Yo le tenía miedo a tomar un micro y no saber si te iba a parar una pinza en la ruta, si te iban a pedir los documentos y cuando dijeras que no los tenías te iban a bajar. Yo le tenía miedo a no saber que era lo que iba a pasar cuando volviera alguna vez a mi casa, si me iban a estar esperando. Yo le tenía mucho miedo a seguir perdiendo seres queridos. Yo le tenía mucho miedo a que me pasara lo mismo que a mi hermano, que se lo habían llevado a fines del 76.
Con el Yuyín nos calamos de entrada nomás. Él siempre me decía que mis manos eran demasiado sanitas como para haber trabajado toda la vida en el campo. Yo le recomendaba que se las lavara de vez en cuando, que así no las iba a tener tan ásperas. No faltaba el compañero que también le sugería a los gritos que se bañara. También al Yuyín le llamaba la atención que mi dentadura estuviera completa. Que no me faltara ni un diente. Tanto me la elogiaba que yo le terminaba preguntando si le gustaba y todos los demás nos alentaban para que nos besáramos. Otras veces el Yuyín me había curioseado en qué ingenios había estado. Y si conocía al Incancho Maidana, al Estebita Carabajal o a un tocayo mío de apellido Pinilla.
 Todos peones golondrinas.
-¡¿Qué raro, primo, que no se lo haya cruzado en alguna cosecha al Luisito Pinilla?! Ese sí que trabajó en todos los ingenios tucumanos, viera. Aguilares, Nuñorco, La Fronterita, Marapa, Lule... ¡Hasta en La Invernada estuvo! Antes de que la cerraran los Garmendia.
Sí, el Yuyín sabía muy bien que yo no era un zafrero más. Y yo supe a tiempo ese mediodía que el Yuyín me había delatado. Y que esa noche me venían a buscar. Lo supe y lo comprobé mucho antes de sentir la bocina de la F-100 de don Pablo, uno de nuestros capataces; que se me estacionó al lado mientras volvíamos caminando a los ranchos. Don Pablo me hizo una seña indicándome que me acercara para charlar. Sin bajarse de la camioneta me dijo:
-A usted lo andan buscando, Lucho. Lo está buscando la policía. Corre peligro. Me mostraron una foto suya y me preguntaron si estaba trabajando o había trabajado en el ingenio.
Les dije que no lo conocía. Que son muchos los zafreros que no conozco. Solo eso. Hasta acá llego. Por lo de la Chavela, hasta acá llego. No lo puedo ayudar más. Y no quiero tener problemas con los Hileret. Ahora depende de usted. Cuídese. Cuídese mucho. Váyase de Santa Ana. Váyase cuanto antes.
La Chavela era su nieta. Se había agarrado una diarrea estival. Algo común en los hijos
de los que trabajaban en el cañaveral. El ingenio tenía pocos elementos sanitarios. Era durísimo ver cómo sufrían esas criaturas. No podía quedarme de brazos cruzados. Improvisé con lo que tenía a mano, con lo poco que había aprendido en la universidad. Y se la corté.
Entre las mujeres de los demás peones se empezó a correr la voz de que yo curaba la diarrea. Y unas cuantas me trajeron a sus hijos. La mamá de Héctor Collante fue una de esas mujeres.
El Yuyín quiso saber si eso de lo que se hablaba era verdad.
-¿Y cómo va a ser verdad eso? –le retruqué.
-Es lo que dice la gente, primo. Tiene que ser verdad.
-La gente dice que usted es el único zafrero que cobra en dinero y no en bonos. ¿Eso
es verdad... PRIMO?
El Yuyín me mostró la rabia y quién era cuando me contestó, no sin antes asegurarse
de que yo era el único que lo iba a escuchar:
-El sobresueldo… las propinitas… eso es lo que me pagan en dinero. Porque lo que yo doy se compra. Cuando empezó todo esto era mucho más embromado, sepa. Si había diez sospechosos, a los diez se lo llevaban y le daban una cagada que no se la iban a olvidar en lo que les quedara de vida. Se llevaban de a diez porque sí o sí aunque sea uno iban a encontrar.
El Yuyín se prendió un cigarrillo.
-El que era, el que es, termina hablando. Siempre. No puede soportar ver el castigo a los que no tienen nada que ver. Confiesa. Se entrega. Se comprueba que esté diciendo la verdad. Y se lo llevan. Y no se vuelve a saber nada de él. A los otros nueve se les pide disculpa y se los suelta. Y al otro día, a primerísima hora, de vuelta a la zafra.
Después de darle dos pitadas al 43/70 concluyó:
-Desde que yo cobro ese dinero no se llevan diez. Vienen por quien tienen que venir. Y hay nueve familias inocentes que, sin saberlo, me agradecen en sus rezos.
-Buchón hijo de puta.
-No, primo. No. Mire: yo soy un apóstol de la paz y la no violencia.
Desde que tuvimos esa charla con el Yuyín solo hice dos cosas: no perderle el rastro en ningún momento y prepararme para ir a cualquier lugar en Catamarca lo antes posible. Santa Ana y sus alrededores ya no eran seguros para mí.
La arrogancia del Yuyín me había salvado. Primero porque él mismo se descubrió. Y segundo porque, cuando habló del Fantasma, las otras historias que se me vinieron a la cabeza fueron las de La Providencia y Ledesma en Jujuy. La de ingenios facilitándole al ejército los medios para capturarnos. Historias de camionetas de las empresas manejadas de noche por gendarmes. Noches que coincidían con desapariciones de obreros que después decían que habían sido muertos por los familiares de sus respectivos ingenios.
En la Villa Hileret había catorce colonias de trabajadores. El rancho donde yo paraba estaba en la octava. En la puerta de entrada me lo encontré a Héctor Collante.
-Cirujita: hágame un favor, m’hijo.
-Mande, don Lucho.
-Traigamé en un canasto bastante chala que me quiero hacer un colchón nuevo.
Del despunte de la caña de azúcar se aprovechaba todo. Las chalas también servían para darle de comer a las vacas y a los caballos o para el techo de los galpones y los ranchos.
Héctor cumplió con mi pedido y me ayudó a hacer el cambio. Mientras lo hacíamos le conté que esa noche me iba y que necesitaba su ayuda. El Cirujita abrió los ojos bien grandes.
Dos veces. La primera cuando le dije esto. Quiso hacerme entender que esa noche no iba a poder ser porque salía el familiar y que con el Fantasma no se podía negociar. La segunda vez que abrió bien los ojos fue cuando vio el verdadero motivo por el que estaba desarmando mi colchón viejo: sacar el fusil que tenía escondido adentro.
-Con esto el Fantasma no se me va a acercar.
-Las balas no le hacen nada, don Lucho.
-Ya vamos a ver.
-¡No, don Lucho! No se lo ocurra dispararle. ¡El Fantasma se lo va a comer!
-Cirujita, calmese. Yo soy grande y me sé cuidar. Pero para lo que lo necesito es para poder irme del ingenio. No puedo pasar por Río Chico. Si bajo por la 38 a Villa Alberdi o Yánima me van a encontrar fácil. Yo quiero ir a Catamarca. ¿Usted sabe cómo tengo que hacer para llegar sin pisar la ruta?
Héctor se rascó la cabeza. Lo pensó bien. Y me dijo:
-Tiene que ir por Escaba. Por la Silleta de Escaba. Pasa por Escaba Arriba y llega a los cerros. Cuando los cruce va a estar en Catamarca.
-¿Y por dónde tengo que ir?
-Va a tener que atravesar el ingenio, don Lucho. Ir por el cañaveral.
-¡Pero la puta madre! Ahí me voy a perder.
-Guíese por las chimeneas. Cuando las tenga delante, usted tiene que ir para el otro lado. Se tiene que alejar de ellas.
Sonreí. Le acaricié los rulitos de la cabeza. Y le dí las gracias.
Armé el bolso y esperé a que oscureciera para que nadie me viera salir; mucho menos armado. Dejando atrás la Colonia Octava, como si fuera un perrito, me di cuenta que me venía siguiendo Héctor.
-¡Cirujita! Vuelva ya mismo a su casa antes de que me enoje o lo que es peor: antes de que se dé cuenta su tío que usted anda faltando.
-Don Lucho, escucheme: si va a ir por el cañaveral tiene que llevarse algo con usted.
-¡Ciruj...
-Don Lucho: el papá con su último aliento me hizo prometerle en el hospital que si pasaba algo como lo de esta noche yo le tenía que entregar a usted, que siempre fue buena gente con los demás zafreros, su puñal.
La mamá de Héctor había muerto en el acto. El papá había aguantado para ver una vez más a su hijo antes de dejarlo solo.
-El papá me contó que su puñal había sido del abuelo y que antes del abuelo había sido de un gran hombre al que el abuelo ayudó una vez: el Mate Cosido. El papá cuenta que con ese puñal el Mate Cosido se salvó del familiar de Montero. Que con ese puñal el abuelo pudo enfrentarse al familiar de Corona. Y que con ese puñal, antes de que yo naciera, antes de que el papá conociera a la mamá, cuando el trabajaba en Concepción, una noche que andaba machado se encontró con el familiar de ese ingenio y que el puñal y la señal de la cruz lo salvaron. Que después de esa noche se vino para acá, para Santa Ana. El papá me dijo que lo cuidara mucho y que lo sacara cuando sea grande, cuando empezara a trabajar y a cobrar por mi trabajo en la zafra. Pero que si alguna vez usted, don Lucho, yo creía que lo necesitaba, que se lo diera. Porque usted siempre nos ayudó.
La forma en que me lo dijo terminó de convencerme. El altar donde Héctor había escondido el puñal para que no se lo robaran nos quedaba de paso. Cuando me terminó de explicar cómo tenía que usarlo, vi las luces altas de tres camionetas entrando a la Villa Hileret.
Entraron derechito a la Colonia Octava.
-Yuyín hijo de puta –pronuncié entre dientes, dándome cuenta de la existencia de una
cuarta camioneta que venía para dónde estábamos nosotros.
Empezamos a correr y nos metimos en el cañaveral. Detrás escuchamos la frenada y
varias voces dando órdenes. Le sacamos bastante ventaja. Pensé, incluso, que los habíamos
perdido.
En voz baja, Héctor me dijo:
-Es acá.
Levantando la pera me indicó que mirara para adelante y hacia arriba, por encima de las
cañas. Debajo de las nubes de lluvia vi las dos chimeneas del ingenio.
No quise dejar al chico solo. Jamás se me pasó por la cabeza. Lo estaba por agarrar del
brazo, para darle a entender que se viniera conmigo, cuando luces de linternas aun muy tenues
nos indicaron que venían para nuestro lado.
El changuito no me dio tiempo a nada.
-Cuídese mucho –fue su adiós susurrado.
Y entonces Héctor empezó a correr haciendo crujir las cañas mientras se abría camino
dejándome atrás. Las luces apuntaron para donde venían los ruidos y se fueron siguiendo al
Cirujita mientras yo me golpeaba impotente con los puños mis piernas antes de volver a
reanudar la fuga.
No corría, caminaba rápido; cuando lejos, bien lejos de donde había llegado, escuché el
tableteo. Giré y también pude alcanzar a ver el refucilo de ametralladoras. La ráfaga de luz,
minúscula, no duró un segundo. El eco de los disparos, por el contrario, se perpetuó.
Levantaron vuelo abruptamente una bandada de pájaros. Seguramente habrán sido unos
machilos. Santa Ana estaba llena de machilos.
Se me paralizó el corazón. El primer reflejo que tuve fue el de volver para ese lado.
Después me putié por lo que pensaba hacer. Una acción totalmente inútil. Me putié y mucho al
darme cuenta de lo que había pasado. Me putié y empecé a pedirle perdón entre dientes y
llantos a Héctor y a sus padres; cuando sentí como se abrían paso a través del cañaveral hacia
donde me encontraba yo.
Entré en pánico. Y pensé: estoy muerto. El momento que más temía había llegado. Y
sin embargo mi sensación fue de alivio. Porque el terror que a uno lo perseguía veinticuatro
horas al día era no saber qué te iba a pasar en el trabajo o cuando tomabas un micro o cuando
llegabas a tu casa, si te iban a estar esperando… Todo eso se había acabado.
Me sequé con el dorso de la mano la transpiración en el bigote. Y ahí estaba, como
decía nuestra canción sobre la música de la marcha, ahí estaba en el medio de la oscuridad con el
fusil en la mano y Evita en el corazón. Montoneros: ¡Patria o muerte! Damos la vida por Perón.
Apunté al frente. Contuve la respiración. Contuve el índice en el gatillo. Contuve el
grito de furia en la garganta. Y entonces se me apareció un perro negro alto como yo. Los ojos
rojos. Más bien anaranjados. Como brasas.
El perro de La Profecía.
El familiar del Ingenio Santa Ana.
El Fantasma.
Me respiró azufre en el rostro y después estiró un gruñido que se confundió con un
trueno. Temblando, muy despacito, hinqué una rodilla en la tierra donde dejé acostada mi arma. También muy lentamente llevé la mano derecha hacia atrás, al medio de la cintura. El Fantasma ladró una vez antes de apoyarme una pata en el pecho y tumbarme boca arriba.
Entre sus uñas grandes y afiladas y sus fauces de las que colgaba baba negra alcancé a hacer en el aire la primer cruz con el puñal del papá de Héctor, mientras murmuraba:
Padre… Hijo … Espíritu Santo…
El Fantasma volvió a gruñirme mientras yo repetía en movimiento y en palabra:
Padre… Hijo … Espíritu Santo…
Ladró dos veces y casi me deja sordo. Cerré los ojos pero seguí con lo que me había
dicho el Cirujita:
Padre… Hijo … Espíritu Santo…
El animal o lo que fuera empezó a hacer fuerza con la pata. Sentí cómo me clavaba las
uñas en el pecho mientras me lo aplastaba. Empecé a ahogarme y a desesperarme.
Padre… Hijo … Espíritu Santo… Padre… Hijo … Espíritu Santo… Padre… Hijo …
Espíritu Santo… Padre… Hijo … Espíritu Santo…
Me acordé de mi mamá. De Walter. Y no sé por qué de ese cura hijo de puta, del padre
Joaquín; de lo que le había dicho a mi mamá cuando fue a contarle lo que le había pasado a mi
hermano.
-La culpa de donde está su hijo ahora la tiene usted y su marido. Ustedes son una
familia pobre... a nivel espiritual. Estropearon a sus hijos cuando los mandaron a la
universidad.
Padre. Hijo. Espíritu Santo. Padre. Hijo. Espíritu Santo. Padre. Hijo. Espíritu Santo. Padre.
Hijo. Espíritu Santo. Padre. Hijo. Espíritu Santo.
Ayudeme, Don Collante. Ayudeme, doña. Ayudeme, Cirujita... Walter, ¡ayudame!
Mamá... mamita...
¡Padrehijoespíritusantopadrehijoespíritusantopadrehijoespíritusanto!
Dejé de sentir el peso en el pecho pero no me animé a abrir los ojos. Sonó otro trueno y después escuché y sentí la lluvia. Me levanté y me volví a quedar duro cuando vi al Fantasma
que se movía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda delante de mí. Se escuchaban más truenos, lluvia y la respiración y las pisadas del familiar haciendo barro. Un rayo iluminó todo
el ingenio. Noté que enroscado al cuello y sobre el lomo llevaba una cadena. Tronó mientras caía un segundo rayo que se reflejó en el filo del puñal. El Fantasma bramó y de los agujeros de
la nariz salieron dos llamaradas de fuego.
Alcé el puñal bien alto, apuntando al cielo, y pronuncié una vez más:
Padre.
Después lo bajé horizontal hasta señalar el suelo.
Hijo.
Lo levanté a la altura de los hombros. Lo moví de izquierda a derecha. De donde
estaban Los Sarmientos al lado de Donato Álvarez. De donde estaba el río de Las Cañas
adonde corría el río Marapa.
Espíritu Santo... Amén.
Recién entonces el Fantasma me dio la espalda y se fue corriendo para el lado de las
chimeneas del ingenio perdiéndose de vista en el cañaveral.
Se me aflojaron las piernas y caí sentado de culo en un charco. No sé cuánto habré
estado ahí. Las manos me temblaban y yo no dejaba de verlas. A ellas y al puñal. Estiraba los
dedos para verlo completo y los cerraba de golpe para agarrar más fuerte el mango.
La lluvia no paró pero sí empezó a clarear. Y en lugar de seguir camino para la Silleta
de Escaba volví para el lado del ingenio. Volví para buscar al Cirujita.
Cuando lo encontré tuve que contener la arcada. El cuerpo de Héctor estaba
empapado. La camiseta de San Martín agujereada por el tableteo que escuché. Los rastros de la
sangre los había lavado la lluvia. Contuve la arcada pero no las lágrimas. Más viendo lo largo
que tenía el pelo: esos rulos desechos y estirados por el agua.
Lo enterré como pude. Pero no en tierras de los Hileret. Cargué con el cuerpo del
changuito varios kilómetros a campo traviesa. Por eso los restos mortales de Héctor Collante
descansan a orillas del arroyo Matazambi.
Siguió lloviendo esa semana. Después hizo mucho frío. Una madrugada cayó una
helada muy importante. Los cañaverales se llenaron de escarcha y peligraron las cosechas de
todos los ingenios del sur de Tucumán.
Se salvaron todas. Menos la del Santa Ana.
Me alegró conocer esa noticia.

Me alegró mucho.



Leonardo Oyola
Nació en Buenos Aires, en 1973. Publicó los libros Siete & el Tigre Harapiento, Hacé que la noche venga, Santería, Chamamé y Gólgota (los dos últimos en España). Cuentos suyos han sido antologados en distintas ocasiones.

La fiesta del monstruo - H. Bustos Domecq

La fiesta del monstruo

H. Bustos Domecq

Aquí empieza su aflición

Hilario Ascasubi

La Refalosa-

.


Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui. Mientras formábamos en la cola, pugnamos por decirnos al vesre que una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a Berazategui aunque a cada uno lo portara el otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al producido de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para Tolosa! Pero fue como si habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo tampoco, y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete, que casi me perforan el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo para anotar la dirección del ruso. Felizmente, el señor Marforio, que es más flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un amigo de ésos que mientras usted lo confunde con un montículo de caspa, está pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es gracia que nos frenara en seco la manganeta, postergando la distribución para el día mismo del acto, con pretexto de una demora del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora y media de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene, recibimos de propios labios del señor Pizzurno, orden de despejar al trote, que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces de portero en el Comité.A una distancia prudencial, la barra se rehizo. Loiácono e puso a hablar que ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezones con labia es que a uno le calientan el mate y después el tipo ?vulgo el abajo firmante- no sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo mejor te amargás con la ilusión que anduve de farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último votacén, si el consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.

(Tranquila Nelly, que el guardaguja se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira, como un bacán en la zorra. Dejale a tu pato Donald que te dé otro pellizco en el cogotito).
Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo y al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es. Te prometo que vine tan excitado que al rato me estorbaba la cubija para respirar como un ballenato. Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan cansador como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi madre me llevó a una quinta. Creeme, Nelly, que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño comprendí que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un agua con hojas reflejadas y un perro muy blanco y muy manso, que yo le acariciaba el Lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había dormido cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la combinación mameluco-, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que me regalaste el Día del Colectivero y salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico, salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo juvenil entonaba la marcha que es nuestra bandera, pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban con todo los magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión, que se había adelantado a la hora y cuando los compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de verme, que ni me había desayunado con el pan del loro de la señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que viajaban en un camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché como acoplado y me dijeron que si les prometía no dar a luz antes de llegar a Espeleta, me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron convencer y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión de la juventud y antes de media cuadra paró en seco frente del Comité. Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba y, antes que nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya estábamos traspirando en un brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución alfabética; compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba uno de nosotros. Sin el mínimo margen prudencial para hacer cola frente al Caballeros, o tan siquiera para someter a la subasta un arma en buen uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de recomendación para el camionero.
A la voz de ¡aura y se fue! Nos tuvieron hora y media al rayo del sol, a la vista por suerte, de nuestra querida Tolosa, que en cuanto el botón salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo limpio, como si en cada uno de nosotros apreciaran menos el compatriota desinteresado que el pajarito para la polenta. Al promediar la primera hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la base de toda reunión social pero después la merza me puso de buen humor con la pregunta si me había anotado para el concurso de la Reina Victoria, una indirecta vos sabés, a esta panza bombo, que siempre dicen que tendría que ser de vidrio para que yo me divisara aunque sea un poquito, los basamentos horma 44. Yo estaba tan afónico que parecía adornado con el bozal, pero a la hora y minutos de tragar tierra, medio recuperé esta lengüita de Campana y, hombro a hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo, y ensayé hasta medio berrido que más bien salió francamente un hipo, que si no abro el paragüita que dejé en casa, ando en canoa con cada salivazo que usted me confunde con Vito Dumas, el Navegante Solitario. Por fin arrancamos y entonces sí que corrió el aire, que era como tomarse el baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba un sangüiche de chorizo, otro su arrolladito de salame, otro su panetún, otro su media botella de Vascolet y el de más allá la milanesa fría, pero más bien todo eso vino a suceder ora vuelta, cuando fuimos a la Ensenada, pero como yo no concurrí, más gano si no hablo. No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba en todo como yo, porque hasta el más abúlico oye las emisiones en cadena, quieras que no. Todos éramos argentinos, todos de corta edad, todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de nuestros hermanos gemelos que, en camiones idénticos procedían de Fiorito y Villa Domínico, de Ciudadela, de Villa Luro, de La Paternal, aunque por Villa Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la pena acusar su domicilio legal en Tolosa Norte.
¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería colar una verdadera avalancha que la tenía emberretinada el más puro idealismo, pero el capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese fabarutaje sin abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone patentado bien se podía emboscar un quintacolumna como luz, de esos que antes que usted dea la vuelta del mundo en ochenta días me lo convencen que es un crosta y el Monstruo un instrumento de la Compañía de Teléfono. No te digo niente de más de un cagastume que se acogía a esas purgas para darse de baja en el confusionismo y repatriarse a casita lo más liviano; pero embromate y confesá que de dos chichipíos el uno nace descalzo y el otro con patín de munición, porque vuelta que yo creía descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al seno de los valientes. En las primeras etapas los locales nos recibían con entusiasmo francamente contagioso, pero el señor Garfunkel, que no es de los que portan la piojosa puro adorno, le tenía prohibido al camionero sujetar la velocidad, no fuera algún avivato a ensayar la fuga relámpago. Otro gallo nos cantó en Quilmes, donde el crostaje tuvo permiso para desentumecer los callos plantales, pero ¿quién, tan lejos del pago iba a apartarse del grupo? Hasta ese momentazo, dijera el propio Zoppi o su mamá, todo marchó como un dibujo, pero el nerviosismo cundió entre la merza cuando el trompa, vulgo Garfunkel, nos puso blandos al tacto con la imposición de deponer en cada paredón el nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el vehículo, a velocidad de purgante, no fuera algún cabreira a cabrearse y a venir calveira pegándonos. Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el bufoso y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a venderlo por menos de tres pessolanos. Pero ni un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto de garabatear en la tapia unas letras frangollo, que si invierto un minuto más, el camión me da el esquinazo y se lo traga el horizonte rumbo al civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la fiesta del Monstruo. Como para aglomeración estaba el camión cuando volví hecho un queso con camiseta, con la lengua de afuera. Se había sentado en la retranca y estaba tan quieto que sólo le faltaba el marco artístico para ser una foto. A Dios gracias formaba entre los nuestros el gangoso Tabacman, más conocido como Tornillo sin Fin, que es el empedernido de la mecánica, y a la media hora de buscarle el motor y de tomarse toda la Bilz de mi segundo estómago de camello, que así yo pugno que le digan siempre a mi cantimplora, se mandó con toda franqueza su ?a mí que me registren?, porque el Fargo a las claras le resultaba una firme ilegible.

Bien me parece tener leído en uno de esos quioscos fetentes que no hay mal que por bien no venga, y así Tata Dios nos facilitó una bicicleta olvidada en contra de una quinta de verdura, que a mi ver el bicicletista estaba en proceso de recauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuando el propio Garfunkel le calentó el asiento con la culata. De ahí arrancó como si hubiera olido todo un cuadrito de escarola, que más bien parecía que el propio Zoppi o su mamá le hubiera munido el upite de un petardo Fu-Man-Chú. No faltó quien se aflojara la faja para reírse al verlo pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cuadras de pisarles los talones lo perdieron de vista, causa que el peatón, aunque se habilite las manos con el calzado Pecus, no suele mantener su laurel de invicto frente a Don Bicicleta. El entusiasmo de la conciencia en marcha hizo que en menos tiempo del que vos, gordeta, invertís en dejar el mostrador sin factura, el hombre se despistara en el horizonte, para mí que rumbo a la cucha, a Tolosa.Tu chanchito te va a ser confidencial, Nelly: quien más, quien menos ya pedaleaba con la comezón del gran Spiantujen, pero como yo no dejo siempre de recalcar en las horas que el luchador viene enervado y se aglomeran los más negros pronósticos, despunta el delantero fenómeno que marca goal; para la patria, para el Monstruo; para nuestra merza en franca descomposición, el camionero. Ese patriota que le sacó el sombrero se corrió como patinada y paró en seco al más avivato del grupo en fuga. Le aplicó súbito un mensaje que al día siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano. De mientras, el camionero nos puso en fila india a los patriotas, que si alguno quería desapartarse, el de atrás tenía carta blanca para atribuirle cada patada en el culantro que todavía me duele sentarme. Calculate, Nelly, qué tarro el último de la fila ¡nadie le shoteaba la retaguardia! Era, cuándo no, el camionero, que nos arrió como a concentración de pie planos hasta la zona, que no trepido en caracterizar como de la órbita de Don Bosco, vale, de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino nos pusiera al alcance de un ónibus rumbo al descanso de hacienda de La Negra, que ni llovido por Baigorri. El camionero, que se lo tenía bien remanyado al guarda-conductor, causa de haber sido los dos ?en los tiempos heroicos del Zoológico popular de Villa Domínico- mitades de un mismo camello, le suplicó a ese catalán de que nos portara. Antes que se pudiera mandar su Suba Zubizarreta de práctica, ya todos engrosamos el contingente de los que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta enseñar las vegetaciones, del puntaje senza potencia, que, por razón de quedar cola, no alcanzó a incrustarse en el vehículo, quedando como quien dice ?vía libre? para volver, sin tanta mala sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly, que íbamos como en onibus, que sudábamos propio como sardinas, que si vos te mandás el vistazo, el señoras de Berazategui te viene chico. ¡Las historietas de regular interés que se dieron curso! No te digo niente de la olorosa que cantó por lo bajo el tano Potasman, a la misma vista de Sarandí y de aquí lo aplaudo como un cuadrumano a Tornillo sin Fin que en buena ley vino a ganar su medallón de Vero Desopilante, obligándome bajo amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la boca y cerrar los ojos: broma que aprovechó sin un desmayo para enllenarme las entremuelas con la pelusa y los demás producidos de los fundillos. Pero hasta las perdices cansan y cuando ya no sabíamos lo que hacer, un veterano me pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a uno para más bien dejar como colador el cuero de los asientos. Para despistar, todos nos reíamos de mí; en después no faltó uno de esos vivancos que saltan como pulgas y vienen incrustados en el asfáltico, cosa de evacuarse del carromato antes que el guarda-conductor sorprendiera los desperfectos. El primero que aterrizó fue Simón Tabacman que quedó propio ñato con el culazo; muy luego Fideo Zoppi o su mamá; de último, aunque reviente de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spatola; doppo, el vasco Speciale. En el itnerinato, Monpurgo se prestó por lo bajo al gran rejunte de papeles y bolsas de papel, idea fija de acopiar elemento para una fogarata en forma que hiciera pasto de las llamas al Broackway, propósito de escamotear a un severo examen la marca que dejó el cortaplumita. Pirosanto, que es un gangoso sin abuela, de esos que en el bolsillo portan menos pelusa que fósforos, se dispersó en el primer viraje, para evitar el préstamo de Rancherita, no sin comprometer la fuga, eso sí, con un cigarrillo Volcán que me sonsacó de la boca. Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un poco de corte, estaba ya frunciendo la jeta para debatir la primera pitada cuando el Pirosanto, de un saque, capturó el cigarrillo, y Morpurgo, como quien me dora la píldora, acogió el fósforo que ya me doraba los sabañones y metió fuego al papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el funyi o la galera, Morpurgo se largó a la calle, pero yo panza y todo, lo madrugué y me tiré un rato antes y así pude brindarle un colchón, que amortiguó el impacto y cuasi me desfonda la busarda con los noventa kilos que acusa. Sandié, cuando me descalcé de esta boca los tamanguses hasta la rodilla de Manolo Morpurgo, l´ónibus ardía en el horizonte, mismo como el spiedo de Perosio, y el guarda-conductor-propietario, lloraba dele que dele ese capital que se le volvía humo negro. La barra, siendo más, se reía, pronta, lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga si se irritaba el ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño mole, se le ocurrió un chiste que al escucharlo vos con la boca abierta vendrás de gelatina con la risa. Atenti, Nelly. Desemporcate las orejas, que ahí va. Uno, dos, tres y PUM. Dijo ?pero no te me vuelvas a distraer con el spiantaja que le guiñás el ojo- que el ónibus ardía mismo como el spiedo de Perosio. Ja, ja, ja.

Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro. Vos, que cada parola que se me cae de los molares, la grabás en los sesos con el formón, tal vez hagas memoria del camionero, que fue medio camello con el del ónibus. Si me entendés, la fija que ese cachascán se mandaría cada alianza con el lacrimógeno para punir nuestra fea conducta estaba en la cabeza de los más linces. Pero no temás por tu conejito querido: el camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó que el otro, sin ónibus, ya no era un oligarca que vale la pena romperse todo. Se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para mantener la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se lo compré después para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado, marrr!¡Lo que es la adhesión! La gallarda columna se infiltraba en las lagunas anegadizas, cuando no en las montañas de basura, que acusan el acceso a la Capital, sin más defección que una tercera parte, grosso modo, del aglutinado inicial que zarpó de Tolosa. Algún inveterado se había propasado a medio encender su cigarrillo Salutaris, claro está, Nelly, que con el visto bueno del camionero. Qué cuadro para ponerlo en colores: portaba el estandarte, Spátola, con la camiseta de toda confianza sobre la demás ropa de lana; lo seguían de cuatro en fondo, Tornillo, etc.
Serían recién las diecinueve de la tarde cuando al fin llegamos a la Avenida Mitre. Morpurgo se rió todo de pensar que ya estábamos en Avellaneda. También se reían los bacanes, que a riesgo de caer de los balcones, vehículos y demás bañaderas, se reían de vernos de a pie, sin el menor rodado. Felizmente Babuglia en todo piensa y en la otra banda del Riachuelo se estaban herrumbrando unos camiones e nacionalidad canadiense, que el Instituto, siempre attenti, adquirió en calidad de rompecabezas de la Sección Demoliciones del ejército americano. Trepamos con el mono a uno caki y entonando el ?Adiós, que me voy llorando? esperamos que un loco del Ente Autónomo, fiscalizado por Tornillo Sin Fin, activara la instalación del motor. Suerte que Rabasco, a pesar de esa cara de fundillo, tenía cuña con un guardia del Monopolio y, previo pago de boletos, completamos un bondi eléctrico, que metía más ruido que un solo gaita. El bondi ?talán, talán- agarró p?al Centro; iba superbo como una madre joven que, soto la mirada del babo, porta en la panza las modernas generaciones que mañana reclamarán su lugar en las grandes meriendas de la vida... En su seno, con un tobillo en el estribo y otro sin domicilio legal, iba tu payaso querido, iba yo. Dijera un observador que el bondi cantaba; hendía el aire impulsado por el canto; los cantores éramos nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velocidad paró en seco desde unos veinticuatro minutos; yo traspiraba para comprender, y anche la gran turba como hormiga de más y más automotores, que no dejaba que nuestro medio de locomoción diera materialmente un paso.
El camionero rechinó con la consigna ¡Abajo chichipíos! y ya nos bajamos en el cruce de Tacuarí y Belgrano. A las dos o tres cuadras de caminarla, se planteó sobre tablas la interrogante: el garguero estaba reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de Bebidas Puga y Gallach ofrecía un principio de solución. Pero te quiero ver, escopeta: ¿cómo abonábamos? En ese vericueto, el camionero se nos vino a manifestar como todo un expeditivo. A la vista y paciencia de un perro dogo, que terminó por verlo al revés, me tiró cada zancadilla delante de la merza hilarante, que me encasqueté una rejilla como sombrero hasta el masute, y del chaleco se rodó la chirola que yo había rejuntado para no hacer tan triste papel cuando cundiera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó la bolsa común y el camionero, satisfecho mi asunto, pasó a atender a Souza, que es la mano derecha de Gouveia, el de los pegotes Pereyra ?sabés- que vez pasada se impusieron también como la Tapioca Científica. Souza, que vive para el Pegote, ews cobrador del mismo, y así no es gracia que dado vuelta pusiera en circulación tantos biglietes de hasta cero cincuenta que no habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía, que marchó preso cuando aplicaba la pintura mondongo a su primer bigliete. Los de Souza, por lo demás, no eran falsos y abonaron, contantes y sonantes, el importe neto de las Chissottis, que salimos como el que puso seca la mamajuana. Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel. Es más, se cree Gotuso. Es más, se cree Garófalo. Es más, se cree Giganti-Tomassoni. Guitarra, propio no había en ese local, pero a Bo le dio con “Adiós Pampa Mía” y todos lo coreamos y la columna juvenil era un solo grito. Cada uno, malgrado su corta edad, cantaba lo que le pedía el cuerpo, hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto con la barba. A ese le perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil otro de formato menor, más manuable, más práctico, de manejo más ágil. Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído que cuasi se lleva por delante a nuestro abanderado, Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y el bife de chorizo. Lo rempujó a un terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa de estacionamiento y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de una pared senza finestra ni ventana. De mientras los traseros nos presionaban con la comezón de observar y los de fila cero quedamos como sangüche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión panorámica y el pobre quimicointas acorralado que, vaya usted a saber, se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o menos de uno estaba por mandar in mente su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre la pista de un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te recordarás que esa tarde el termómetro marcaba una temperatura de sopa y no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las veces de cara.
Después del ejercicio que acalora me puse el saco, maniobra de evitar un resfrío, que por la parte baja te representa cero treinta en Genioles. El pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zurciste con tus dedos de hada y acondicioné las orejas sotto el chambergolino, pero la gran sorpresa del día la vino a detentar Pirosanto, con la ponenda de meterle fuego al rejunta piedras, previa realización en remate de anteojos y vestuario. El remate no fue suceso. Los anteojos andaban misturados con la viscosidad de los ojos y el ambo era un engrudo con la sangre. También los libros resultaron un clavo, por saturación de restos orgánicos. La suerte fue que el camionero (que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su reloj del sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes, y Bonfirraro se encargó de una cartera Fabricant, con hasta nueve pesos con veinte y una instantánea de una señorita profesora de piano, y el otario Rabasco se tuvo que contentar con un estuche Bausch para lentes y la lapicera fuente Plumex, para no decir nada del anillo de la antigua casa Poplavsky.Presto, fordeta, quedó relegado al olvido ese episodio callejero. Banderas de Boitano que tremolan, toques de clarín que vigoran, doquier la masa popular, formidavel. En la Plaza de Mayo nos arengó la gran descarga eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frogman. Nos puso en forma para lo que vino después: la palabra del Monstruo. Estas orejas la escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el discurso se transmite en cadena.
Pujato, 24 de noviembre de 1947.

Evita vive - Néstor Perlongher

NÉSTOR PERLONGHER

 

     EVITA VIVE

    1.

    Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás, hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé, ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos. Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza". Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?". El negro se mordió un labio porque vio que yo había entrado en la sofocación, y a mí, en esa época, cuando me venía una rabieta era terrible –ahora no tanto, estoy, no sé, más armoniosa–. Pero en ese tiempo era lo que podía decirse una marica mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): "¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita". "¿Evita?"–dije, yo no lo podía creer– . "¿Evita, vos?" –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda, pero claro, no era cosa de aparecer como una bruta que se desconcierta ante cualquier visita inesperada. "Evita, querida" –ay, pensaba yo–"¿no querés un poco de cointreau?" (porque yo sabía que a ella le encantaban las bebidas finas). "No te molestes, querida, ahora tenemos otras cosas que hacer, ¿no te parece?" "Ay, pero esperá", le dije yo, "contame de dónde se conocen, por lo menos". "De hace mucho, preciosa, de hace mucho, casi como del África" (después Jimmy me contó que se habían conocido hacía una hora, pero son matices que no hacen a la personalidad de ella. ¡Era tan hermosa!) "¿Querés que te cuente cómo fue?" Yo ansiosa, total igual tenía el encame asegurado: "Sí, sí, ay Evita, ¿no querés un cigarrillo?", pero me quedé con las ganas para siempre de enterarme de esa mentira (o me habrá mentido el negro, nunca lo supe) porque Jimmy se pudrió de tanta charla y dijo: "Bueno, basta", le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso entre las piernas. La verdad es que no sé si me acuerdo más de ella o de él, bueno, yo soy tan puta, pero de él no voy a hablar hoy, lo único que el negro ese día estaba tan gozoso que me hizo gritar como una puerca, me llenó de chupones, en fin. Después al otro día ella se quedó a desayunar y mientras Jimmy salió a comprar facturas, ella me dijo que era muy feliz, y si no quería acompañarla al Cielo, que estaba lleno de negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no se lo creí, porque si fuera cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada menos que a la calle Reconquista, no les parece... pero no le dije nada, para qué; le dije que no, que por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy hubiera dicho "agotar la experienc ia", pero en esa época no se usaba), y que, cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros, viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó (han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado un barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy pintadas de verde –que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y gozaba, así de esa manera era como más gozaba.

    2.

       Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años, rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también, pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba picando con Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y él me dijo algo así como: "cortála loco sabés que sí". Con los ojos en blanco, parecía hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el piso y ella empezó a sacar joints y joints, el flaco de la droga le metía la mano por las tetas y ella se retorcía como una víbora. Después quiso que la picaran en el cuello, los dos se revolcaban por el piso y los demás mirábamos. Jaime apenas me daba un beso largo, muy suave, para eso sí que era genial, porque dos pendejos repálidos se rayaron totalmente entre lo gay y la vieja y se fueron. Pero estaban los blues en la puerta y a los cinco minutos se aparecieron todos con el subcomisario inclusive, chau loco, acá perdimos, menos mal que no había ningún menor porque Jaime había cumplido los 18 la semana pasada, pero igual loco, le habíamos pedido el rouge a Evita y estábamos casi todos pintados como puertas tipo Alice Cooper. Los azules entraron muy decididos, el comi adelante y los agentes atrás, el flaco que andaba con un bolsón lleno de pot le dijo: "Un momento, sargento" pero el cana le dio un empujón brutal, entonces ella, que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: "Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?" El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. "No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua– , ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas". (Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la mina era Evita). Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime delante de los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: "Compañeros, compañeros, quieren llevar presa a Evita" por el pasillo. La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo". La cosa es que los canas se las tomaron, largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los chetos, y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta: "Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados". Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía: "Ahora debo irme, debo volver al cielo" decía Evita. Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que les contáramos –las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba. Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife.

        3.

        Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe haber causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre las tantas que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica joven que las tenía ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos parara pronto. La cosa es que todos –y todas– sabían dónde podían encontrarnos, en el snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito Alex nos mandaba, cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban con un par de palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no le andábamos afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. Con las pibas estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó aparte y me dijo: "Tengo una mina para vos, está en el coche." La cosa era conmigo, nomás. Subí.
    "Me llamo Evita, ¿y vos?" "Chiche", le contesté. "Seguro que no sos un travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?". "Eva Duarte", me dijo "y por favor, no seas insolente o te bajás". "¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?", le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. "Dejáme tocarte la conchita, a ver si es cierto". ¡Hubieras visto cómo se excitaba cuando le metí el dedo bajo la trusa!
    Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo, hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando leche: "Todos los machos del país te envidiarían, chiquito; te acabás de coger a Eva". Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas de civil. "Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de Evita?"
    La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque, según el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería estafar. Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza brutal y me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me reventaban. De esa esquina y del depto de los trolos los vagos nos borramos. Por eso los nombres que doy acá son todos falsos.

 

[ poesía relacionada:
El cadáver”
]

Image001

 

[Evita vive puede ser considerado un auténtico cuento maldito en la historia de la literatura argentina. Blasfemia, aguda comprensión del tema y osadía se unen en este texto que el autor fechó en 1975. Antes que en castellano se conoció en inglés, como "Evita Lives", traducido por E. A. Lacey e incluido en My deep dark pain is love, (selección de textos de Winston Leyland. Gay Sunshine Press, San Francisco, 1983). Luego se publicó en Suecia como "Evita vive", en Salto mortal ng 8-9, Jarfalla, mayo de 1985; y al fin en Cerdosy Peces n911, abril de 1987, y luego en El Porteño nº 88, abril 1989. La publicación de este cuento en Buenos Aires causó una polémica pública de la cual se hizo cargo una nota editorial firmada por el Consejo de Redacción de la revista El Porteño ("Un mes movido") en el número de mayo, publicándose además una respuesta de Raúl Barreiros ("Evita botarate los dislates"), entonces Director de Radio Provincia de Buenos Aires.]
( Nota de "Prosa Plebeya")

 

de "Prosa Plebeya". Publicado por Colihue 1997. © Colihue - Herederos de Néstor Perlongher

Gorilas - Osvaldo soriano

Gorilas

 Osvaldo soriano

Nunca olvidaré aquellos lluviosos días de setiem­bre del 55. Aunque para mí fueron de viento y de sol porque vivíamos en el Valle de Río Negro y los odios se atemperaban por la distancia y la pesadum­bre del desierto. Mandaba el General y a mí me resultaba incomprensible que alguien se opusiera a su reino de duendes protectores. Mi padre, en cambio, llevaba diez años de amargura corriendo por el país del tirano que no lo dejaba crecer. Una vez me explicó que Frondizi había tenido que huir en calzoncillos al Uruguay para salvarse de las hordas fascistas. Y se quedó mirándome a ver qué opinaba yo, que tendría nueve o diez años. A mí me parecía cómico un tipo en calzoncillos a lunares nadando por el río de la Plata, perseguido por comanches y bucaneros con el cuchillo entre los dientes.


No nos entendíamos. Mi peronismo, que duró hasta los trece o catorce años, era una cachetada a la angustia de mi viejo, un sueño irreverente de los tiempos de Evita Capitana. Años después me iba a anotar al lado de otros perdedores, pero aquel año en que empezó la tragedia escuchaba por la radio la Marcha de la Libertad y las bravuconadas de ese miserable que se animaba a levantarse contra la autoridad del General. El tipo todavía era contraalmirante y no se sabía nada de él. Ni siquiera que había sido cortesano de Eva. Todavía no había fusilado civiles ni prohibido a la mitad del país. Era apenas un fantasma de anteojos negros que bombardeaba Puerto Belgrano y avanzaba en un triste barco de papel. Era una fragata bien sólida, pero a mí me parecía que a la mañana siguiente, harto de tanta insolencia, el General iba a hundirlo con sólo arrojar una piedra al mar.


Recuerdo a mi padre quemando cigarrillos, con la cabeza inclinada sobre la radio enorme. Lo sobresaltaban los ruidos de las ondas cortas y quizás un vago temor de que alguien le leyera el pensamiento. A ratos golpeaba la pared y murmuraba: "Cae el hijo de puta, esta vez sí qué cae". Yo no quería irme a dormir sin estar seguro de qué el General arrojaría su piedra al mar. Tres meses atrás la marina había bombardeado la Plaza de Mayo a medio día, cuando la gente salía a comer, y el odio se nos metió entre las uñas, por los ojos y para siempre. A mi padre por el fracaso y el bochorno, a mí porque era como si un intruso viniera a robarme los chiches de lata. Me cuesta verme así: ¿qué era Perón para mí? ¿Una figurita del álbum, la más repetida?, ¿los juguetes del correo?, ¿la voz de Evita que nos había pedido cuidarlo de los traidores? Se me iba la edad de los Reyes Magos y no quería aceptar las razones de mi padre ni los gritos de mi madre.


Creo que allá en el Valle no se suspendieron las clases. Una tarde vinieron unos milicos que destrozaron a martillazos la estatua de Evita. Al salir del colegio vi a un montón de gorilas que apedreaban una casa. Los chicos bajábamos la cabeza y caminábamos bien cerca de la pared. El día que Perón se refugió en la cañonera paraguaya mi madre preparó ravioles y mi padre abrió una botella de vino bueno. "Lo voy a cagar a Domínguez", dijo, ya un poco borracho, y buscó los ojos de mi madre. Domínguez era el capataz peronista que le amargaba la existencia. El tipo que me dejaba subir a la caja del camión cuando salían a instalar el agua. Creo que mamá le hizo una seña y el viejo me miró, afligido. "¿Por qué me salió un hijo así?", dijo y me ordenó arrancar el retrato de Evita que tenía en mi pieza. Lonardi hablaba por radio pero el héroe era Rojas. Para convencerme, mi padre me contaba de unos comunistas asesinados y otra vez de Frondizi en calzoncillos. No les tenía simpatía a los comunistas pero ya que estaban muertos, ¿por qué no acordarse de ellos? Yo no quise bajar el retrato y mi padre no se atrevió a entrar en mi cuarto. "Está bien, pero deja la puerta cerrada, que yo no lo vea", me gritó y fue a terminar el vino y comerse los ravioles.


Fue un año difícil. Terminé mal la primaria y empe­cé mal el industrial de Neuquén. Hasta que Rodolfo Walsh publicó Operación Masacre no supimos de los fusilamientos clandestinos de José León Suárez, ordena­dos por Rojas. Mi viejo seguía enojado con Perón pero se amigó con el capataz Domínguez. Alguien vino a ten­tarlo en nombre de Balbín. En ese entonces yo me había puesto del lado de Frondizi, tal vez por aquella imagen del tipo en calzoncillos que se aleja nadando hacia la costa del Uruguay, y entonces mi padre se negó a entrar en política.


En el verano del 58 empecé a trabajar en un galpón donde empacaban manzanas para la exportación y en febrero se largó la huelga más terca de los tiempos de la Libertadora. Largas jornadas en la calle, marchas, colec­tas y asados con fútbol mientras el sindicato prolongaba la protesta. Un judío de traje polvoriento nos leía presuntos mensajes de Perón. Un día cayó con un Geloso flamante y un carrete de cinta en el bolsillo. Le decían El Ruso; tenía unos anteojos sin marco que dos por tres se le caían al suelo y había que alcanzárselos porque sin ellos quedaba indefenso. Desde la cinta hablaba Perón, o alguien con voz parecida. El General anunciaba un regre­so inminente y los rojos ya no eran sus enemigos, decía. Al final de la cinta nos hablaba al oído y decía que se le encogía el corazón al pensar en esa heroica huelga nuestra ahí entre las bardas del desierto.


Alguien, un italiano charlatán, sospechó que el que hablaba no era el General. En aquel tiempo no conocía­mos los grabadores y la máquina que reproducía la voz parecía demasiado sorprendente y perfecta para ser au­téntica. El Ruso no tenía pinta de peronista y la gente empezaba a desconfiarle. Mi padre y yo no nos hablába­mos, o casi, pero si existía alguien en aquellos parajes capaz de confirmar que la máquina y la voz eran confiables, ése era él. Le conté lo que pasaba y en nombre de la asamblea le pedí que verificara si era auténtico el Geloso del Ruso. Todavía lo veo llegar, levantando pol­vareda con la Tehuelche que me había ayudado a com­prar. Esquivó las barreras que habíamos colocado para cortar el camino y se metió en un pajonal porque venía clandestino. Al principio todos lo miraron feo por su aspecto de radical del pueblo. Un chileno bajito lo trató de profesor y eso contribuyó a que se agrandara un poco. Se puso los anteojos, saludó al Ruso y pidió ver el aparato.


Era una joya. Apenas conocíamos el plástico y aque­llo era todo de plástico. Mi viejo lo miraba como aturdi­do, con cara de no entender un pito de voces grabadas y perillas de colores. El Ruso desenrolló un cable que había enchufado en la oficina tomada y colocó la cinta con cuidado, como si agarrara un picaflor por las alas. Y Perón habló de nuevo. Sinarquía, imperialismo, multina­cionales, algo que hoy sonaría como una sarta de maca­nas. El General recordó la Constitución justicialista, que impedía la entrega al capitalismo internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales. Todos mira­ban a mi padre que escuchaba en silencio. Ensimismado, sacó los carretes y tocó la banda marrón con la punta de la lengua. Después pidió un destornillador y desarmó el aparato. Yo sabía que estaba deslumbrado y que alguna vez, en el taller del fondo, intentaría construir uno mejor. Pero esa tarde, mientras el Ruso se sostenía los anteojos con un dedo, mi viejo levantó la vista hacia la asamblea y murmuró: "Es Perón, no tengan duda". Rearmó el Geloso pieza por pieza mientras escuchaba la ovación sonriente, como si fuera para él. Yo le miraba la corbata raída y las uñas limpias. Aquel hombre podía reconocer la voz de Perón entre miles, con ruido de fondo y bajo fuego de morteros. Tanto lo había odiado, admirado quizás.Dos días después llegaron los cosacos y nos molie­ron a palos. Así era entonces la vida. El Ruso perdió los lentes y el Geloso. Mientras corría no paraba de cantar La Internacional. A mí me hicieron un tajo en la cabeza y a los chilenos los metieron presos por agitadores. Al volver a casa, de madrugada, encontré a mi padre en su escri­torio, dibujando de memoria los circuitos del grabador. Me hizo señas de que fuera al lavadero para no despertar a mi madre y puso agua a calentar. Allá en el patio, frente al taller en el que iba a reinventar el Geloso, me ayudó a lavar la herida y me hizo un vendaje a la bartola, porque no sabía de esas cosas. "Parece mentira —me dijo— antes cada cosa estaba en su lugar; ahora, en cambio, me parece que son las cosas las que están en lugar nuestro." Y no me habló más del asunto.

La señora muerta - David Viñas

La señora muerta

David Viñas

 

—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. "Levante", se dijo. "Levante seguro", y le sonrió:

—No es goma lo que están quemando.

—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces? 

—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.

—¿Y de quién?

—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo.

Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios.

—¿Le duelen? —se le acercó.

—No. Estoy despintada.

Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.

—Usted no tiene esa boca —señaló Moure.

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo.

—No, no... —protestó Moure.

—Pero me gusta tener una boca así.

Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. "No me puede fallar", se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.

—Rezan, ¿no?

—Sí —dijo Moure.

—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.

—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía "No me falla; no me puede fallar". Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.

Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura. —¿Quiere irse? —

—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.

—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas:

—¿Lo dice en serio?

—Yo siempre hablo en serio.

—¿Y cuánto dice que falta? 

Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:

—Unas tres horas dijo.

—¿Tanto?

Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: —Y, hay mucha gente —reflexionó. —A la gente le gusta.

—¿Estar en la cola?

—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...

La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. "Esta noche no puede fallarme", seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. "Seguro". Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.

—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo.

—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.

—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.

—¿Ni un poco?

—No.

Moure señaló:

—Pero mire que le están ofreciendo...

Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros:

—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco.

Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. "Papa comida", se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre.

—¿Fuma? —preguntó Moure.

Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando:

—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los bolsillos.

Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. "Esto marcha solo", se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada.

—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto.

Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: —¿Quién?

—La Señora... ¿Quién va a ser si no?

Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. "Si me la pierdo soy un...". Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: —Era joven...

—¿Usted cree que la podremos ver?

—Y, no sé. Habrá que esperar.

—Dicen que está muy linda.

—¿Sí?

—La embalsamaron. Por eso.

Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.

—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo inevitable.

—Sí —advirtió Moure—. Sí.

Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.

—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente.

Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar.

—Está mal, ¿no? —murmuró.

Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.

—¿Tiene sueño?

Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre tengo.

—¿Quiere... ?

—Sí.

Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuándo un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia.

—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda. —¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano. —¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del respaldo del chofer. —Y, no sé...

—¿Nada hay?

—Más lejos...

—¿Dónde?

—En la provincia.

—¿Seguro?

—No; seguro, no.

—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.

—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la señora.

—¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran.

—Sí, sí.

—¡Es demasiado por la yegua esa!

Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.

—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó. 

David Viñas 
Las malas costumbres (1963)