lunes, 17 de septiembre de 2012

Río Unión, Adriana Romano

 

Entró en la cocina con el mapa en la mano. Lo desplegó sobre la mesa.

-Acá. Vamos a ir acá –dijo y puso un dedo, la uña comida más allá del borde, sobre un nombre al sur de la cordillera de los Andes.

-Río Unión, el más corto del mundo –dijo-. ¿Qué te parece?

Y continuó:

-…y después por la 40 hasta Bajo Caracoles.

El dedo se deslizó unos milímetros sobre el mapa. Levantó los ojos y la enfrentó.

-¿Te gusta? No te lo esperabas, ¿eh?

-¿Querés cenar? –dijo ella.

-No me contestaste…

-Sí, está bueno. Es bien al sur…Y ¿cuándo salimos?

-Más o menos –dijo él.

-Pero, dame una fecha. Quiero saber…

-Más o menos, te dije. Yo de esto sé. Vos dejáme a mí.

- ¿Querés cenar?

-¿Qué hay?

- Milanesas a la suiza.

Y se puso a pelar papas y a encender el horno y a cortar queso.

-Quiero cenar a las diez. Y después qué te parece si… -dijo él-.

Y se arrimó a ella por atrás y la empujó contra la mesada y le levantó la pollera. La palmeó y se fue con el mapa hacia el sillón del living a “pensar el viaje”. Lo escuchó tirarse sobre el sillón y ella se imaginó a una ballena fuera del agua y se preguntó por qué tendría que ser siempre así. Saber que primero cenar, después lavar los platos, después ir al dormitorio y escuchar cómo él se daba un “bañito de inmersión” para concentrarse y luego verlo aparecer desnudo y húmedo, preparado, y a apurarse, a ayudarlo … y luego “dale vos, así yo después voy” y ella a fingir que disfrutaba y después él encima de ella para que pudiera por fin y el dolor entre las piernas, insoportable, y nunca salirse del libreto y oírlo gemir mientras ella fijaba los ojos en un punto del techo o en los frunces donde se amontonaba la cortina y luego preguntarle si le había ido bien, si había sido bueno y oír su contestación en porcentajes:

- …de cero a diez, cinco.

Y enseguida a lavarse.

- Porque no vas a dormir así, sucia.

Y que duermas bien, hasta mañana y darse vuelta y dormir. Saber todo eso desde ahora cuando estaba recién pelando las papas y encendiendo el horno. Saber todo eso y no saber cuándo saldrían para el sur, como si eso le diera poder sobre ella. Su poder consistía en hacerle entender a ella que él estaba al tanto de ciertas cosas que ella no debería conocer hasta que llegara el momento, y todo porque él necesitaba darle la sorpresa. No le interesaban las sorpresas, pensó. Le gustaba saber, planificar juntos. Porque las sorpresas le hacían pensar que entre él y ella no había equipo y ella quería equipo con él y no era posible.

Sin embargo no podía quejarse. No puedo quejarme, murmuró, y cortó en cuatro una papa pelada. Cómo podría quejarse, ser tan injusta, de qué se quejaría si él era tan bueno que vivía pensando sorpresas para darle.

-Salimos el jueves a las cinco de la mañana.

Ella estaba en el dormitorio, de espaldas a él, doblando ropa.

-¡Qué compañeros que somos! – dijo él y la abrazó por atrás.

Eran compañeros. Él decía: “¡Somos tan compañeros…!” y decía: “Somos unos socios fenomenales”. También decía:”Yo me casé con vos porque sos un aborto de la naturaleza, si no, no me hubiera casado”. Y a sus amigos decía que les decía “Yo amo a mi mujer, soy feliz en mi matrimonio porque ella es diferente”. Odiaba a las mujeres. Ella no se explicaba por qué y si discutían y le daba ejemplos, él le soltaba que ella siempre sacaba la carpeta. Eso se lo dijo por primera vez un domingo a la tarde en un bar de la Avenida Callao. Habían discutido desde la mañana.

-La carpeta  -dijo.

-¿De qué hablás?

-De la carpeta –repitió-. Cuando discutimos siempre sacás la carpeta de excepciones.

No supo qué responderle. Percibió que en su cabeza, desde hacía tiempo, había levantado un muro por el que no pasarían las protestas; no las que ella no se animaba a esbozar, no, sino las otras, las que le hacía la otra de sí misma que había quedado cercada por el muro. Del muro hacia adelante había un enorme sector espejo que repetía el discurso de él y hasta se lo apropiaba. Del muro para atrás ¿quién sabe? Seguramente la otra, la que hubiera contestado unas cuantas cosas. Cuando la otra lograba saltar el muro decía cosas horribles. Pero cuando la otra no lograba saltarlo, la mayoría de las veces, ella oía una especie de rumor en su cabeza como de inmigrantes encerrados.

-Salimos el jueves a las cinco. Podés, ¿no? – repitió -. ¿En qué estás pensando?

Ella se había soltado y seguía de espaldas a él; ahora doblaba una camisa. Levantó la cabeza y miró por la ventana. Frunció apenas los labios.

- ¿Tan temprano? – dijo.

- No te olvidés de plancharme el jean – ya estaba abriendo la puerta de calle. Enseguida oyó el golpe de la puerta contra el marco.

Eran compañeros y ahora irían de vacaciones al sur, a un lugar que según él le iba a encantar y ella se preguntaba por qué desde hacía unos meses había empezado a escribir con tanta ferocidad. Pero sus cuentos eran como su cabeza: del muro hacia adelante, hacia atrás del muro no iba nunca a buscar material. Pensó que él se manejaba con slogans, cuatro o cinco, más o menos siempre los mismos. Verdades invariables.  Y enseguida pensó que era injusto pensar eso de él.

-Suben y bajan, suben y bajan... -le cantaba él cuando ella cambiaba de opinión.

-Yo soy previsible –decía orgulloso.

Y ella, que en el fondo estaba levemente en desacuerdo, se callaba porque antes, antes de él hacía ya mucho tiempo, había celebrado la constante mutación de las cosas.

-Y así te fue –decía él.

Por suerte había llegado él a su vida para salvarla; porque él era una roca en el mar, como decía Ana Paula.

-Tu marido y el mío son rocas en el mar –estaba tomando el té en casa de Ana Paula y era Ana Paula la que hablaba.

-Te salvan de la tempestad – A Ana Paula le encantaban las hipérboles.

Ella la escuchaba pero no entendía. No es que no entendiera el concepto, no. No entendía quién era Ana Paula, no le cerraba semejante afirmación cuando ella la había visto fastidiada porque “La roca en el mar” regresaba desde Barcelona y se instalaba durante un mes o dos en casa a pensar y a hacer negocios. Tampoco entendía otras cosas que ella reducía a algo tan infantil como vanidad o no resignarse a envejecer. Dos días atrás habían salido a cenar juntas por Palermo Viejo con Julieta, y Ana Paula estaba nerviosa.

-¿Estoy bien? ¿Estoy bien? – le preguntó cinco veces -. ¿Cómo me queda la camisa? ¿Me favorece el color? ¿O no?

Y mientras se lo preguntaba miraba todo el tiempo hacia la puerta de entrada del local.

-¿Tengo cara de cansada? ¿Se me nota, no? –Ana Paula estaba espléndida, Ana Paula era espléndida. Ana Paula había sido espléndida.

-¿Y tu marido? –le preguntó ella para sacarla de esas preguntas estúpidas que la ponían loca.

-En Barcelona. Por suerte se fue.

Por suerte para Ana Paula, “La roca en el mar” se había marchado por un mes.

Se levantó para ir al toilette y mientras regresaba caminando entre las mesas vio que Ana Paula y Julieta cuchicheaban y se reían. Miraban disimulando mal hacia la puerta de entrada. En cuanto ella se sentó a la mesa dejaron de hacerlo. Se sintió afuera, del otro lado del muro. O mejor, adentro, de este lado. Y percibió, lejano, el rumor del mundo. Pensó que para Ana Paula y para Julieta representaba la encarnación de esas cuatro o cinco verdades inmutables que eran de él y en las que ella no creía.

-Sos una idealista – Julieta había tomado demasiado vino y ya no controlaba-. Siempre fuiste tan idealista... Como tan mística, ¿no?

Ana Paula reía a carcajadas y miraba otra vez hacia la puerta.

-Sí, sos muy idealista… -dijo.

Él no le decía que era idealista ni mística. Él le decía que era una soñadora y ella percibía, como ahora percibía en los adjetivos de sus amigas, que esas afirmaciones no la celebraban.

-Soñadora – le dijo él y le pellizcó el cachete-. ¡Despertate!

Ella estaba mirando hacia arriba, apoyada la espalda contra la pared de una estación de servicio en Los Altares. Seguía el vuelo de un pájaro.

Eran las siete de la mañana. Hacía dos días que viajaban. Se pasó la mano por la mejilla, le ardía. El pellizco le había hecho bajar los ojos y vio cómo él entraba en la Administración a pagar el combustible. Vio después, casi al instante, cómo salía y venía hacia ella sin mirarla porque estaba doblando perfectamente el dinero y se lo metía en el bolsillo del jean. Los billetes todos con la cara hacia arriba, así como había estado ella hacía un instante mirando el vuelo de un pájaro, pero los billetes no seguían ningún vuelo de pájaro; los billetes miraban todos hacia arriba unos sobre otros mirándose el envés, doblados luego para mirar - el último- la cara de él en el carnet de conducir, en la oscuridad secreta del bolsillo.

Pasó a su lado.

-Movete, dale, soñadora – dijo.

Subió al auto del lado del acompañante.

-Me dejás manejar a mí. Dale… –dijo ella.

-No. No me siento seguro – dijo él-. Ya sabés…

-¡Por favor!

-No, te dije. Yo descanso si manejo.

Y manejó casi cuatrocientos kilómetros de un tirón.

En una estación de servicio a la entrada de un pueblo paró para cargar combustible, tomarse “un cafecito” y fumar un cigarrillo.

-Encargate. Yo no doy más –dijo y bajó del auto.

Ella llenó el tanque, le puso aire a las gomas y limpió el parabrisas. Entró al bar; él ya había terminado el café. Fumaba.

-Pedite algo –dijo- Y apurate que se hace tarde.

-Me podrías haber pedido algo vos, ¿no?

-Vine manejando cuatro horas sin parar. No puedo estar en todo –expulsó el humo y se puso a revisar el mapa

Ella pidió un café con leche y un sándwich de jamón y queso. El café estaba hervido. Lo sopló varias veces.

Él se levantó y caminó hacia la salida.

-Apurate – le gritó él desde la puerta-  Ya estoy listo.

Lo vio por el ventanal ir hacia el auto. Subió, encendió el motor y lo puso en posición con la trompa hacia la ruta.

Tocó bocina.

Y ella sin poder sorber. El café seguía caliente, le gustaba tibio.

Otro bocinazo.

Intentó beber. Se quemaba. Empujó la taza con rabia.

Se le volcó café encima.

-La puta…

Corrió hacia el auto con el sándwich en la mano. Abrió la puerta y se le cayó al suelo. Lo levantó igual, estaba lleno de arena.

-Me tenés repodrida –dijo mientras limpiaba el sándwich-. Al final el viaje es para vos…

-Desagradecida –dijo él y arrancó.

Siempre lo mismo, pensó ella. En un rato iban a llegar a destino y él no iba a dar más y ella no podría hablarle porque él había venido, durante horas, alerta a cada “ruidito” del motor, concentrado y controlando aunque el auto era fantástico y siempre –invierno o verano- con la ventanilla abierta “Porque puede ocurrir algo y yo tengo que solucionarlo”. Ella recordó otros viajes con su padre más plácidos, si pasaba algo pasaba, después de todo ¿qué podía pasar de extraordinario? ¿Quedarse sin combustible y hacer dedo, cambiar la correa del ventilador o una goma pinchada o dormir a la intemperie? Pero con él todo era tan serio. Siempre terminaba dándole la razón y cuando lo hacía se odiaba a sí misma y se decía: cómo me voy de acá.

-Es cuestión de prestar atención –decía él-. Alerta, siempre alerta –y chasqueaba los dedos. Y en cuanto decidía hacer noche, ella sabía que tenía que bajarse a buscar hotel -porque nunca reservaban antes- y a preguntar precios, revisar la habitación, los colchones y organizar todo lo que nunca le había gustado hacer porque le hubiera gustado manejar un trecho ella, otro trecho él y buscar alguna vez él el hotel y otras veces ella o reservarlo antes. Él era tan desconfiado y además, sabía siempre.

-Vos no preguntés y hacé lo que te digo. Yo sé y no puedo perder tiempo. Si digo por acá es por acá. Vos obedecé, después te explico.

Y ella obedecía.

-Te quiero – le dijo y se estiró desde su butaca hacia la de él. Hacía tres horas que habían dejado la estación de servicio. Le dio un beso en la mejilla y le acarició los brazos.

-Yo también, bebé – y siguió manejando, atento a la ruta.

Ella pensó que le había dicho “Te quiero” para recordárselo a sí misma y además pensó: “¿Y si le digo: Pará el auto acá y hagamos el amor al costado de esta ruta desierta?”. Pero no lo dijo. No lo deseaba. Ya no.  La compensaban otras cosas. No sabía muy bien cuáles, tal vez la roca en el mar.

-¡Qué bien lo estamos pasando! –Dijo él y le acarició la cabeza -¿Qué te parece si me hacés un cafecito instantáneo?

- ¿Y si paramos?, quiero tocar el pasto y oler el viento…

- En una hora.

Se aburría. Abrió la novela que  había traído.

-Bebé, si leés me dejás solo. Yo hago todo el trabajo...

-Pero...

-Te necesito atenta al camino. Si te aburrís, filmá.

Cerró el libro y lo tiró sobre el asiento de atrás.

Intentó concentrarse en el camino. El paisaje le fascinaba pero no entendía esta obsesión de hacer kilómetros sin bajarse a disfrutar, mirando todo a través del parabrisas o filmándolo para después verlo en casa, cosa que la ponía de mal humor porque entonces además de la barrera del parabrisas se interponía la lente y al final no sabía lo que estaba viendo.

Encendió la filmadora y filmó un rato, luego la apagó y la guardó en el bolso.

El silencio de él y el rumor del auto la adormecían. Se puso anteojos oscuros para disimular y se sentó derecha en el asiento. Se quedó dormida.

Sintió de repente una presencia cerca de su cara. Era la mano de él que se movía de arriba hacia abajo a la altura de los ojos. Quería comprobar si estaba dormida.

-Tramposa –dijo.

Se quitó los anteojos.

-Quiero bajar a hacer pis –mintió.

-¿No podés aguantar? Doscientos más y paramos.

-No. Me hago encima.

Él bajó la velocidad y se detuvo en la banquina.

Ella abrió la puerta del auto, puso los pies en tierra, pegó un salto y echó a correr hacia unos matorrales. Cuando se sintió lejos de su control respiró profundo, gritó dos veces como un búho y luego se agachó. Se desprendió el short y se lo bajó.

Escuchó un “Apurate” entrecortado por el viento y después un bocinazo. Agachada se entretuvo mirando cómo el pis dibujaba un surquito en la tierra.

-¡Qué manera de tardar! –dijo él cuando arrancaron. Habían pasado diez minutos.

Quiso ser amable y buscó un tema de conversación, más por culpa que por gusto, algo que lo convocara.

-¿Qué se sabe de la sede de Chivilcoy?

Sabía que ese tema era infalible. Y él empezó a hablar. Ella, ahora tranquila con su conciencia, se entretuvo con el paisaje solitario.

- ¿Me estás escuchando?

-¿Qué?

-¡Si me estás escuchando!

- Sí.

- A ver, ¿qué fue lo último que dije?

Se quedó callada unos instantes y rebobinó. Se había acostumbrado a dejar media cabeza atenta a lo que él decía y media que vagara a su antojo.

-Decías que habrá que poner orden. ¿Creés que se podrá?

En realidad no le interesaba nada y, además, no estaba de acuerdo. Pero no quería discutir porque cuando lo hacía, la otra, la que estaba del otro lado del muro, lo saltaba y se volvía implacable y era capaz de  humillarlo con todos sus razonamientos y luego la que estaba de este lado, o sea ella misma, se sentía mal, odiaba su alianza con la otra; sabía que después le llevaría por lo menos dos semanas restablecer la calma entre los dos. Él se las hacía pagar. Ella había aprendido a pedirle perdón por lo que no había hecho.

Habían discutido antes del viaje. Todo había empezado porque ella se negaba a llevar la filmadora y derivaron en una pelea feroz.

-Me destruís como persona –le dijo él.

-¿Y te entra lo que te digo? –dijo ella.

-¿Vas a empezar de nuevo?

-Fue un chiste…

-Vos sí que tenés un humor oscuro…

Y ella se calló. La otra, la que quedó encerrada golpeando en su cabeza le reprochó que con él no podía volar.

En Alto Río Senguer se bajaron a cargar combustible y dieron una vuelta por el pueblo. Era la última parada. En la próxima llegarían a Río Unión.

Se bajaron para sacarse una foto frente a la pensión pintada de celeste. Después entraron al almacén a comprar provisiones.

-Duraznos amarillos –dijo él a la vendedora.

-No –dijo ella-, blancos.

La mujer se quedó tiesa esperando.

-Me gustan los blancos –le dijo ella a él por lo bajo-, odio los amarillos. Ya lo sabés. Me dan alergia.

-Amarillos –repitió él. Se los señaló a la vendedora-. Un kilo. Y una botella de vino blanco bien fría, por favor.

-Blancos –gritó ella.

La mujer, volcada sobre el cajón de duraznos amarillos, se sobresaltó, torció el cuerpo y se quedó mirándolos con un durazno amarillo en una mano y en la otra la bolsa.

-Lo que le dije –le dijo él a la vendedora-. Y vos dejáte de caprichos –le dijo a ella por lo bajo, mientras le retorcía el brazo.

Y cuando la mujer los envolvió e hizo ademán de entregárselos:

-Lleválos vos – dijo él y le dio las bolsas-. Yo pago.

Volvían hacia el auto. Él le rodeó  el hombro y la atrajo hacia sí.

-¿Por qué ese caprichito, amor? –dijo.

-Idiota… -murmuró ella y se soltó.

-¿Qué decís?

-Nada –y dejó caer la bolsa, algunos duraznos se desparramaron sobre el ripio de la calle.

-¡¿Qué hacés?! –le gritó él desde abajo. Se había agachado y estaba recogiendo los duraznos en cuatro patas.

Ella reía a carcajadas.

-¿De qué te reís, imbécil?

No podía parar de reírse. Lloraba de risa.

-El culo... -dijo entre carcajadas.

-Idiota...

-La raya... se te bajó el pantalón... se te ve perfecta –y lo señaló mientras se sentaba en medio de la calle para verlo recoger los duraznos.

De repente dejó de reírse y sintió miedo. Una bola densa en el estómago. Sintió también que la otra había saltado el muro. Eso la asustó. Se puso de pie y caminó hasta el auto. Permaneció al lado de la puerta del acompañante esperando que él le abriera.

Él subió y no le abrió. Puso en marcha el motor.

-¡Abrime! –gritó, golpeando el vidrio de la ventanilla con un puño.

Arrancó. Ella vio cómo se alejaba rumbo a la salida del pueblo.

Corrió un trecho y se detuvo. Levantó y bajó los hombros. Caminó unos pasos y se sentó en el cordón de la vereda, puso la botella a un costado. El miedo se había disuelto. No sentía nada. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Tenía la cédula, la tarjeta de crédito, unas monedas y cien pesos. Decidió que compraría un cuaderno y un lápiz en el almacén y se alojaría en la pensión. No sentía nada. Nada de miedo. En cambio sí sentía un alivio inmenso pero frágil. Se puso de pie y empezó a caminar hacia el almacén. Cuando estaba a punto de subir a la vereda, oyó una frenada y un bocinazo. Sobresaltada se dio vuelta.

-¡Subí! –escuchó.

Subió al auto.

-Vos sí que no podés vivir sin mí –dijo ella y cerró la puerta.

-¿Qué te pasa? –él la miraba fijo. Las manos eran garfios sobre el volante.

-¿Para qué volviste? Se estaba bien sin vos –lo enfrentó.

Él se quedó un rato en silencio, mirándola.

-Somos iguales... –masculló entre dientes

-¿Te parece? – se animó. Sentía que estaba más lúcida que nunca.

-Nos complementamos bien –dijo él.

-Vos y yo no somos iguales –dijo ella y enseguida pensó que había ido demasiado lejos y que en realidad ella no pensaba eso, que era la otra la que lo pensaba pero que ya no había forma de hacerla retroceder.

-Bueno, fue un chiste –dijo enseguida.

-Vos, y tu humor de mierda… –dijo él.

-Nos complementamos bárbaro, tesoro – mintió ella y sonrió y lo agarró de los cachetes y le abrió la boca con la suya y le entró la lengua y lo mordió suave.

Él se soltó.

-¡Salí…!

Y ella se retrajo en el asiento. Sintió que ya no sentía nada, ni siquiera pena. Oyó cómo él encendía el motor, ponía primera y luego el ruido apagado de las ruedas sobre la calle de tierra.  Por la mano contraria pasó un paisano a caballo. Los saludó tocándose el ala del sombrero. Oyó la segunda.

-La flaca es otra cosa, me dijo el Gato, el otro día – dijo él como si no hubiera pasado nada y le acarició la rodilla izquierda, la que estaba del lado del volante.

-¿Por?

-¿Qué?

-¿Por qué te dijo eso?

-Porque hacemos una pareja espectacular – dijo y subió la mano hasta la entrepierna de ella.

Ella corrió el cuerpo.

-¿Qué, no te gusta?

-Sí – dijo ella

-¿Sí te gusta o sí, no te gusta?

-Sí, me gusta.

-No parecés muy convencida… Antes de casarnos bien que querías…

-¿Cuánto falta para llegar? – cambió de tema.

-34 kilómetros de ripio. Desprendete y andá indicándome. Tengo mala visión.

Había empezado a lloviznar.

Llegaron a Río Unión a las siete de la tarde. Todavía había luz. El paisaje era salvaje, extraordinario. Bosque, piedra, viento frío, cuatro cabañas. Nada más.

-La cabaña del medio es la Administración. Andá. Registranos –dijo él.

-Andá vos -contestó ella y se bajó del auto-. Corrió hasta la orilla del río que en un breve trecho unía los dos lagos.  Metió la mano en el agua helada y cerró los ojos.

Se dio vuelta y vio que él también se había bajado y la observaba con los brazos en jarra.

-¿No vas a ir? –gritó él.

-No. Andá vos.

-La seguís, ¿eh?

Ella no contestó y empezó a saltar sobre la playa de canto rodado. El viento le golpeaba la cara. Detuvo los saltos y se dio vuelta. Él seguía en la misma posición

-¡Gracias por traerme a este lugar, amor! -gritó-. ¡Qué gusto! –Y extendió los brazos como un pájaro.

-Hija de puta... -rugió él y apretó los puños.

Ella, de cara al lago, sonrió y sacudió la cabeza de derecha a izquierda. También subió y bajó los hombros varias veces y ululó como un búho.

Un rato después vio cómo él hablaba con el dueño y cómo el hombre lo acompañaba hasta el auto y le ayudaba con el equipaje y se metían en una de las cabañas.

Comenzó a oscurecer y sintió frío. Decidió regresar. Entró en el salón comedor y se lo encontró apoyado en el mostrador charlando con el dueño. Se acercó.

-Hola –dijo.

Él no se dio vuelta

-Soy Martina –dijo ella y le extendió la mano al dueño.

-Mi mujer –dijo él que seguía dándole la espalda.

-Perdón –dijo ella –, ¿a qué hora se cena?

-No -dijo él-. Hoy cenamos en la habitación.

Pero, Luis -protestó-, si no tenemos nada...

Entonces él se volvió. Sonreía.

-¿Cómo que no, querida? ¿Y lo que compramos en el almacén?

Entraron sin hablarse en la cabaña que les habían asignado. La estufa a leña estaba encendida. Vio el bolso de él sobre la cama. Buscó el suyo.

-¿Y mi bolso? –preguntó.

-En el auto.

-¡Mierda! –dijo y agarró las llaves y salió a la noche.

Cuando regresó con el bolso, tiritaba. Él estaba pelando un durazno. Había abierto la botella de vino y se había servido un vaso.

-¿Querés? –Dijo y señaló la bolsa de duraznos-. Hay de sobra. Son pura pulpa, casi no tienen carozo.

Ella no dijo nada y se sentó en silencio frente a él para verlo comer. Lo miró fijo. Se cruzó de brazos. Él bebió el vino del vaso y lo depositó vacío sobre la mesa. Sacó otro durazno de la bolsa. Se le cayó la servilleta al suelo.

-¡Dale! –dijo-. Comé. Están lavados.

No contestó. Vio cómo hincaba los dientes en la fruta madura; un hilo de jugo le corrió desde la comisura hasta el borde de la camiseta. Él, sin levantarse de la silla, inclinó medio cuerpo para recoger la servilleta que se le había caído. El durazno a medio morder en la boca; medio durazno adentro, un pedazo afuera. Al agacharse casi se le cae el pedazo y, para evitarlo, se lo metió en la boca con la mano izquierda mientras con la derecha buscaba la servilleta. 

De repente se enderezó en la silla, tenía los ojos en punta y la cara colorada, se había tragado el durazno con el carozo. Hacía gestos con las manos, se ahogaba. Lo miró gesticular y no atinó a nada, apenas levantó los brazos a la altura del hombro y abrió los dedos de la mano. Se puso de pie, caminó hasta la puerta de la habitación sin darle la espalda, sin dejar de mirarlo; luego se dio vuelta  y la abrió. Salió al aire helado de la noche. Respiró hondo y volvió a estirar los brazos. Dio unos pasos. Se detuvo, giró  y entró.

Él ahora estaba desparramado sobre la silla y se golpeaba el pecho con los puños. Miraba hacia la puerta con la boca abierta, los ojos redondos, la cara congestionada. No se oía ningún ruido. Ella permaneció en el umbral, los brazos al costado del cuerpo. Lo observó un instante y volvió a salir. Caminó hacia la Administración, el aire frío le daba otra vez en la cara. Se detuvo antes de abrir la puerta del salón comedor y regresó corriendo.

Entró en la habitación y lo encontró tendido en el suelo. Fue hacia él, lo dio vuelta con el pie, se agachó y le pegó una trompada en la espalda. El carozo le salió por la boca como una bala y rodó sobre el entarugado. Lo oyó toser.

-¡Agua!  -gimió.

-¡Agua! 

No se volvió. Fue hasta la puerta abierta, salió despacio y la cerró. Caminó hacia la Administración. Entró al salón comedor y se sentó en la barra. Miró al camarero.

-Una coca light y un tostado –dijo.


9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Docente en la escuela de periodismo Deportea y en el colegio Esquiú, ha colaborado con artículos para las revistas Ñ, Buen Destino y Clubs & Countries de Argentina y GEO de España.  Ha sido guionista del programa televisivo “Taxi –Gourmet” y “Yo te muestro Buenos Aires”.  Actualmente coordina talleres de escritura y lectura en 9 de Julio, Buenos Aires, Mendoza, Madrid  y Bilbao y tiene a su cargo la dirección del proyecto “Yo te cuento Buenos Aires”, antología de escritores noveles argentinos, auspiciado por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ha sido compiladora de varias antologías.  En 1998 fue finalista del Primer Premio Clarín de Novela y en 2008 quedó entre los veinte mejores narradores (sobre 6600 participantes) del Premio Clarín de Cuentos; en 2009 ganó en España el XV Premio Cortázar de Narración Breve (Cátedra de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Murcia con el auspicio de Caja Murcia). Servidumbre de paso, su primer libro de relatos, muchos de los cuales fueron premiados en diferentes concursos, mereció en el 2005 el “Primer Premio de Cuento de la Fundación Victoria Ocampo”, fue editado en Argentina por la Editorial Victoria Ocampo y en España,  por Dilema. 

Río Unión pertenece a su nuevo libro “Los malos adioses”, aún inédito.