miércoles, 31 de octubre de 2012

Se abre el concurso Yo Te Cuento Buenos Aires 2013

Ya está abierta la cuarta edición del concurso de cuentos "Yo te cuento Buenos Aires" que auspicia la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Como es tradición, el concurso se propone la publicación de una antología de 26 cuentos de narradores inéditos argentinos. Los cuentos seleccionados deberán narrar una historia de ficción de tema libre que ocurra en la ciudad de Buenos Aires y que esté enmarcada en algún barrio porteño con calles reconocibles. (VER BASES)

Entre las condiciones establecidas en las Bases del consurso se indica que podrán participar escritores inéditos mayores de 16 años, argentinos o extranjeros, que los cuentos de tema libre, escritos en español, que deben ser originales e inéditos, no premiados anteriormente ni presentados simultáneamente en ningún otro concurso, que cada escritor podrá participar con una obra y fimar con seudónimo.

La fecha tope de recepción d elos trabajos es el 29 de marzo de 2013, y para las obras enviadas por correo se tomará como límite esa fecha de envío. El Jurado estará conformado por distintas personalidades vinculadas a las letras y sus nombres se darán a conocer en el acto de entrega de premios. Su fallo será inapelable. El fallo del jurado se hará público a fines de mayo de 2012 a través de la página web de la Legislatura y de diferentes medios de comunicación.

Se elegirán 26 cuentos. El premio será la publicación del cuento seleccionado en la Antología YO TE CUENTO BUENOS AIRES IV. Además, se establece un primero, segundo y tercer premio y tres menciones de honor para los seis cuentos que, de los 26, consigan la mayoría de votos de los miembros del jurado. tambiésn se indica que, en caso de no alcanzar todos los textos preseleccionados la calidad literaria requerida para completar la antología, el jurado puede declarar desierto algunos de los 26 lugares dentro de la antología.

Por eso, y dada la condición de escritores noveles de los concursantes, la Legislatura ofrece antes de su publicación una instancia de corrección -gramatical y estilística-  de los cuentos seleccionados con la finalidad de mejorar la calidad literaria de los mismos.

martes, 23 de octubre de 2012

¿Porqué no bailáis? - Raymond Carver (1938 - 1988)

Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio, situados en la parte delantera de su jar­dín. Excepto el colchón desnudo y las sábanas a vivas rayas, que descansaban junto a dos almohadas sobre el chiffonier, todo mostraba un aspecto muy semejante al que había tenido el dormitorio: mesilla de noche y pe­queña lámpara a su lado de la cabecera, mesilla de no­che y pequeña lámpara al otro lado, el de ella.

Su lado y el lado de ella.

Pensó en ello mientras bebía a sorbos el whisky.

El chiffonier se encontraba a unos pasos del pie de la cama. Aquella mañana vació los cajones, y en la sala aparecían las cajas de cartón donde había metido lo que contenían. Junto al chiffonier había una estufa portátil. Y al pie de la cama, una silla de bejuco con un cojín de diseño exclusivo. Los muebles de cocina, de aluminio bruñido, ocupaban parte del camino de entrada. Un enor­me mantel de muselina amarilla era un regalocu­bría la mesa y colgaba a los lados. Sobre la mesa había un tiesto con un helecho, una vajilla de plata en su caja y un tocadiscos. También eran regalos. Un gran televisor de consola descansaba sobre una mesa baja, y a unos pasos había un sofá y una butaca y una lámpara de pie. El escritorio estaba colocado contra la puerta del garaje, y en el camino de entrada había una caja de cartón con tazas, vasos y platos envueltos por separado en papel de periódico. Aquella mañana vació los armarios, y todo lo que había en ellos estaba fuera de la casa, salvo las tres cajas de cartón de la sala. Mediante un cable alar­gador tendido al exterior había conectado lámparas y aparatos. Todo funcionaba igual que cuando había esta­do dentro de la casa.

De cuando en cuando un coche reducía la marcha y los ocupantes miraban, pero ninguno paraba.

Se le ocurrió que tampoco él lo habría hecho.

 

—Debe de ser una liquidación casera —le comentó la chica al chico.

Estaban amueblando un pequeño apartamento.

—Veamos lo que piden por la cama —dijo la chica.

—Y por el televisor —añadió el chico.

El chico enfiló el camino de entrada y detuvo el co­che ante la mesa de la cocina.

Se bajaron y empezaron a mirar las cosas: ella toca­ba el mantel de muselina, él enchufaba la batidora y apretaba el botón de PICAR; ella cogía el calientaplatos y él encendía el televisor y hacía pequeños ajustes con los mandos.

El chico se sentó a ver la televisión en el sofá. Encen­dió un cigarrillo, miró a su alrededor, tiró la cerilla al césped.

La chica se sentó en la cama. Se quitó los zapatos y se tendió de espaldas. Le pareció ver una estrella.

—Ven aquí, Jack. Prueba la cama. Trae una de esas almohadas.

—¿Qué tal es? —preguntó él.

—Pruébala —insistió ella.

El chico miró en torno. La casa estaba a oscuras.

—No me siento a gusto —dijo—. Será mejor que mire si hay alguien ahí dentro.

Ella hizo brincar su cuerpo sobre la cama. —Pruébala antes —repitió.

El chico se echó en la cama y se puso la almohada bajo la cabeza.

—¿Qué te parece? —preguntó ella. —Parece sólida—respondió él.

Ella se volvió sobre un costado y le puso una mano en la cara.

—Bésame —pidió.

—Levantémonos —propuso él.

—Bésame.

Cerró los ojos. Lo abrazó. El dijo:

—Veré si hay alguien en la casa.

Pero se sentó y se quedó donde estaba, haciendo como que miraba la televisión.

A derecha e izquierda de la calle, las casas se ilumi­naron.

—¿No sería divertido si...? —insinuó la chica, y sonrió abiertamente y dejó la frase a medias.

El chico rió pero sin ningún motivo especial. Sin ningún motivo especial, asimismo, encendió la lámpara de la mesilla.

La chica se quitó de encima un mosquito, y el chico se levantó y se metió la camisa en los pantalones.

—Voy a ver si hay alguien en la casa —dijo—. No creo que haya nadie. Si hay alguien, preguntaré cuánto piden por las cosas.

—Pidan lo que pidan, ofrece diez dólares menos. Siem­pre es bueno —aconsejó ella—. Además, deben de estar de­sesperados o algo así.

—Es un televisor muy bueno —observó el chico.

—Pregúntales cuánto —dijo la chica.

El hombre se acercaba por la acera con una gran bol­sa de supermercado. Traía bocadillos, cerveza, whisky. Vio el coche en el camino de entrada y a la chica en la cama. Vio el televisor encendido y al chico en el porche.

—Hola —saludó el hombre a la chica—. Ya has visto la cama. Perfecto.

—Hola —contestó la chica, y se levantó—. La estaba probando. —Dio unos golpecitos a la cama—. Es una cama estupenda.

—Es una buena cama —corroboró el hombre, y puso la bolsa en el suelo y sacó la cerveza y el whisky.

—Pensábamos que no había nadie —intervino el chi­co—. Nos interesa la cama, y quizás el televisor. Puede que también el escritorio. ¿Cuánto quiere por la cama?

—Pensaba en cincuenta dólares —dijo el hombre.

—¿La dejaría en cuarenta? —preguntó la chica.

—Bien. La dejo en cuarenta.

Cogió un vaso de la caja de cartón. Le quitó la envol­tura de periódico. Rompió el precinto del whisky. —¿Y el televisor? —quiso saber el chico. —Veinticinco.

—¿Lo dejaría en quince? —sondeó ella. —Está bien, quince. Lo dejo en quince —concedió el hombre.

La chica miró al chico.

—Eh, chicos, tomad un trago —invitó el hombre—. Hay vasos en esa caja. Me voy a sentar. Me voy a sentar en el sofá.

El hombre se sentó en el sofá, se acomodó sobre el respaldo y miró al chico y a la chica.

 

El chico sacó dos vasos y sirvió dos whiskys. —Ya basta —dijo la chica—. El mío lo quiero con agua.

Acercó una silla y se sentó a la mesa de la cocina.

—Hay agua en aquel grifo —dijo el hombre—. Abre aquel grifo.

El chico volvió con el whisky con agua. Se aclaró la garganta y se sentó a la mesa de la cocina. Sonrió. Pero no bebió de su vaso.

El hombre miró la televisión. Apuró su whisky y em­pezó el segundo. Alargó la mano y encendió la lámpara de pie. Precisamente entonces el cigarrillo le resbaló de los dedos y fue a caer entre los cojines.

La chica se levantó y le ayudó a encontrarlo.

—Bueno, ¿qué quieres que nos llevemos? —le pregun­tó el chico a la chica.

Sacó el talonario y se lo llevó a los labios, como si pensara.

—Quiero el escritorio —dijo la chica—. ¿Cuánto es el escritorio?

El hombre, ante lo absurdo de la pregunta, hizo un movimiento con la mano.

—Di una cantidad —propuso.

Los chicos estaban sentados a la mesa. El hombre los miró. A la luz de la lámpara, creyó ver algo en sus caras. Algo agradable o desagradable. ¿Quién podía saberlo?

 

—Voy a apagar la televisión y a poner un disco —dijo el hombre—. También vendo el tocadiscos. Barato. ¿Cuán­to me dais por él?

Se sirvió más whisky y abrió una cerveza.

—Lo vendo todo —añadió.

La chica alargó el vaso y el hombre le sirvió whisky.

—Gracias —dijo la chica— Muy amable.

—Se te sube a la cabeza —advirtió el chico—. Se me está subiendo a la cabeza. —Alzó el vaso y lo agitó.

El hombre acabó su whisky y se sirvió otro. Luego encontró la caja de los discos.

—Elige algo —animó a la chica, y le tendió los discos.

El chico extendía el cheque.

—Ahí tiene —contestó la chica eligiendo uno, uno cual­quiera, porque no conocía los nombres de las tapas. Se levantó de la mesa y se volvió a sentar. No quería estar sentada y quieta todo el tiempo.

—Estoy poniendo el importe —anunció el chico.

—Claro —dijo el hombre.

Bebieron. Escucharon el disco. Luego el hombre puso otro.

¿Por qué no bailáis?, decidió decir; y lo hizo: —Eh, chicos, ¿por qué no bailáis? —No, no —dijo el chico.

—Venga —insistió el hombre—. Es mi jardín. Podéis bailar si os apetece.

 

Abrazados, con los cuerpos muy juntos, el chico y la chica se deslizaban de un lado a otro por el firme de la entrada. Bailaban. Cuando se acabó el disco, bailaron con el siguiente, y cuando se acabó éste el chico de­claró:

—Estoy borracho.

Y la chica negó:

—No estás borracho.

—Sí, estoy borracho.

El hombre dio la vuelta al disco, y el chico repitió: —Lo estoy.

—Baila conmigo —le pidió la chica al chico, y luego al hombre; y cuando el hombre se levantó, avanzó hacia él con los brazos abiertos.—Esa gente de allí. Están mirándonos —observó la chica.

—No pasa nada —dijo el hombre—. Es mi casa. —Que miren —dijo la chica.

—Eso es —la apoyó el hombre—. Creían haberlo visto todo en esta casa. Pero no habían visto esto, ¿eh? Sintió el aliento de la chica en el cuello. —Espero que te guste la cama.

La chica cerró los ojos; luego los abrió. Pegó la cara contra el hombro del hombre. Y atrajo su cuerpo hacia sí.

—Debes de estar desesperado o algo parecido —le dijo.

 

Semanas después, la chica explicó:

—El tipo era de edad mediana. Todas sus cosas esta­ban por allí, en el jardín. No miento. Estábamos trom­pas y nos pusimos a bailar. En la entrada de los coches. Oh, Dios. No os riais. Nos puso discos. Mirad este toca­discos. El viejo nos lo regaló. Y todos esos discos de mierda. ¿Habéis visto esta mierda?

Siguió hablando. Se lo contó a todo el mundo. Tenía muchos más detalles que contar, e intentaba que se ha­blara de ello largo y tendido. Al cabo de un rato dejó de intentarlo. 

 

 

Un día perfecto para el pez plátano - J. D. Salinger (1919- 2010)

      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
       A través del auricular llegó una voz de mujer:
       — ¿Muriel? ¿Eres tú?
       La chica alejó un poco el auricular del oído.
       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       — ¿Estás bien, Muriel?
       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
       — ¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
       — ¿Cuándo llegasteis?
       —No sé... el miércoles, de madrugada.
       — ¿Quién condujo?
       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
       — ¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
       — ¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
    hecho arreglar el coche?
       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
       —Muy bien—dijo la chica.
       — ¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
       —No. Ahora tiene uno nuevo
       — ¿Cuál?
       —Mamá... ¿qué importancia tiene?
       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
       —Lo tienes tú.
       — ¿Estás segura?—dijo la chica.
       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
       — ¡Pero está en alemán!
       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
       —Muriel, mira, escúchame.
       —Te estoy escuchando.
       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
       — ¿Sí?—dijo la chica.
       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
       — ¿Y...?—dijo la chica.
       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
       — ¿Quién? ¿Cómo se llama?
       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
       —Nunca lo he oído nombrar.
       —De todos modos, dicen que es muy bueno.
       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
       — ¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
       — ¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
       —Me he quemado toda, mamá, toda.
       — ¡Qué horror!
       —No me voy a morir.
       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
       —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
       — ¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
       —Bueno, ¿qué dijo?
       — ¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
       — ¿Por qué te hizo esa pregunta?
       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
       — ¿El verde?
       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
       —Pero ¿qué dijo él? El médico.
       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
       — ¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
       —Bien. Le subí un poco las hombreras.
       — ¿Cómo es la ropa este año?
       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
      — ¿Y tu habitación?
       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.
       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
       — ¿Y no quieres volver a casa?
       —No, mamá.
       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
       —Mamá, esta llamada va a costar una for...
       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       — ¿Dónde está?
       —En la playa.
       — ¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
       —No he dicho nada de eso, Muriel.
       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
       — ¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
       — ¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
       —Muriel, hazme caso.
       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
       —Muriel, quiero que me lo prometas.
       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
       —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
       —Estáte quieta, Sybil, cariño...
       — ¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
       La señora Carpenter suspiró.
       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
       — ¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
       — ¡Ah!, hola, Sybil.
       — ¿Vas a ir al agua?
       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
       — ¿Qué?—dijo Sybil.
       — ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
       — ¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
       — ¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
       — ¿En serio? Acércate un poco más.
       Sybil dio un paso adelante.
       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
       — ¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
       —Necesita aire—dijo.
       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
       — ¿Sharon Lipschutz dijo eso?
       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
       —Sí que podías.
       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
       — ¿Qué?
       —Me imaginé que eras tú.
       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
       —Vayamos al agua—dijo.
       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
       — ¿Que eche a quién?
       —A Sharon Lipschutz.
       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos. —De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
       — ¿Un qué?
       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
       Los dos echaron a andar hacia el mar.
       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.
       — ¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
       —No sé—dijo Sybil.
       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
       Sybil lo miró:
       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
       Sybil soltó el pie:
       — ¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
       — ¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
       —No eran más que seis—dijo Sybil.
       — ¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
       — ¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
       — ¿Si me gusta qué?
       —La cera.
       —Mucho. ¿A ti no?
       Sybil asintió con la cabeza:
       — ¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
       — ¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
       — ¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
       Sybil no dijo nada.
       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
       — ¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
       —No veo ninguno—dijo Sybil.
       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
       Ella negó con la cabeza.
       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
       — ¿Qué pasa con quiénes?
       —Con los peces plátano.
       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
       —Sí—dijo Sybil.
       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
       — ¿Por qué?—preguntó Sybil.
       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven-, como dos engreídos.
       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
       —Acabo de ver uno.
       — ¿Un qué, amor mío?
       —Un pez plátano.
       — ¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
       —Sí—dijo Sybil—. Seis.
       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
       — ¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
       — ¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
       — ¡No!
       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.
       —Dije que veo que me está mirando los pies.
       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
 

 

 

Los Asesinos - Ernest Hemingway (1899-1961)

      La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
      —¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
      —No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
      —Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
      Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
      —Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
      —Todavía no está listo.
      —¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
      —Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
      George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
      —Son las cinco.
      —El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
      —Adelanta veinte minutos.
      —Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer?
      —Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
      —A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
      —Esa es la cena.
      — ¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
      —Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
      —Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
      —Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
      — ¿Hay algo para tomar? —preguntó Al.
      —Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
      —Dije si tenés algo para tomar.
      —Sólo lo que nombré.
      —Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama?
      —Summit.
      — ¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo.
      —No —le contestó éste.
      — ¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al.
      —Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo.
      —Así es —dijo George.
      — ¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George.
      —Seguro.
      —Así que sos un chico vivo, ¿no?
      —Seguro —respondió George.
      —Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al?
      —Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: — ¿Cómo te llamás?
      —Adams.
      —Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo?
      —El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max.
      George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
      — ¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al.
      — ¿No te acordás?
      —Jamón con huevos.
      —Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
      — ¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George.
      —Nada.
      —Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
      —En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al.
      George se rió.
      —Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
      —Está bien —dijo George.
      —Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
      —Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo.
      — ¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
      —Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
      — ¿Por? —preguntó Nick.
      —Porque sí.
      —Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
      — ¿Qué se proponen? —preguntó George.
      —Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina?
      —El negro.
      — ¿El negro? ¿Cómo el negro?
      —El negro que cocina.
      —Decile que venga.
      — ¿Qué se proponen?
      —Decile que venga.
      — ¿Dónde se creen que están?
      —Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
      —Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
      — ¿Qué le van a hacer?
      —Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
      George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito.
      El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
      — ¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
      —Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí.
      El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
       —Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
      —Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
      El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
      —Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
      — ¿De qué se trata todo esto?
      —Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
      — ¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
      — ¿De qué creés que se trata?
      —No sé.
      — ¿Qué pensás?
      Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
      —No lo diría.
      —Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
      —Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
      —Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar?
      George no respondió.
      —Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
      —Sí.
      —Viene a comer todas las noches, ¿no?
      —A veces.
      —A las seis en punto, ¿no?
      —Si viene.
      —Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
      —De vez en cuando.
      —Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
      — ¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
      —Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
      —Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
      — ¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
      —Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
      —Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado.
      —Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
      —Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
      — ¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
      —Uno nunca sabe.
      —En un convento judío. Ahí estuviste vos.
      George miró el reloj.
      —Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
      —Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
      —Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
      George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
      —Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena?
      —Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media.
      —Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer.
      George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
      —Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
      —Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
      —No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
      A las siete menos cinco George habló:
      —Ya no viene.
      Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
      —El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
      — ¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
      —Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
      Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
      —Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
      —Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
      En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
      — ¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó.
      —Vamos, Al —insistió Max.
      — ¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
      —No va a haber problemas con ellos.
      — ¿Estás seguro?
      —Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
      —No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado.
      —Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
      —Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
      —Adiós, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte.
      —Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
      Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
      —No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
      Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
      — ¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad.
      —Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
      — ¿A Ole Andreson?
      —Sí, a él.
      El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
      — ¿Ya se fueron? —preguntó.
      —Sí —respondió George—, ya se fueron.
      —No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada.
      —Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
      —Está bien.
      —Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
      —Si no querés no vayas —dijo George.
      —No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
      —Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
      El cocinero se alejó.
      —Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo.
      —Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick.
      —Voy para allá.
      Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
      — ¿Está Ole Andreson?
      — ¿Querés verlo?
      —Sí, sí está.
      Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
      — ¿Quién es?
      —Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer.
      —Soy Nick Adams.
      —Pasá.
      Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
      — ¿Qué pasó? —preguntó.
      —Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
      Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
      —Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
      Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
      —George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
      —No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente.
      —Le voy a decir cómo eran.
      —No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme.
      —No es nada.
      Nick miró al grandote que yacía en la cama.
      — ¿No quiere que vaya a la policía?
      —No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea.
      — ¿No hay nada que yo pudiera hacer?
      —No. No hay nada que hacer.
      —Tal vez no lo dijeron en serio.
      —No. Lo decían en serio.
      Ole Andreson volteó hacia la pared.
      —Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
      — ¿No podría escapar de la ciudad?
      —No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar.
      Seguía mirando a la pared.
      —Ya no hay nada que hacer.
      — ¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
      —No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
      —Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick.
      —Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
      Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
      —Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
      —No quiere salir.
      —Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
      —Sí, ya sabía.
      —Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable.
      —Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick.
      —Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell.
      —Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick.
      —Buenas noches —dijo la mujer.
      Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
      — ¿Viste a Ole?
      —Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir.
      El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
      —No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
      — ¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
      —Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
      — ¿Qué va a hacer?
      —Nada.
      —Lo van a matar.
      —Supongo que sí.
      —Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
      —Supongo —dijo Nick.
      —Es terrible.
      —Horrible —dijo Nick.
      Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
      —Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
      —Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
      —Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick.
      —Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer.
      —No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
      —Bueno —dijo George—. Mejor dejá de pensar en eso.

lunes, 15 de octubre de 2012

StorYBook: software para escritores creativos, novelistas y autores

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Escribir una novela no es tarea fácil, sobre todo cuando el número de personajes aumenta hasta niveles insospechados y acabamos por olvidar quién es quién y cómo vamos a continuar la historia.
Para facilitar el trabajo a escritores noveles y profesionales, StorYBook nos ofrece un organizador en el que ver de manera gráfica y rápida las distintas tramas de nuestra historia, los personajes que intervienen y dónde sucede la acción.
StorYBook crea una ficha para cada elemento, teniéndolo a mano por si nos olvidamos de alguno y así evitar errores argumentales.
Podemos añadir las partes y capítulos que queramos, y ver las tramas en orden cronológico o por capítulos.
Ya no tenemos excusa para escribir un libro. Ahora disponemos de una ayuda ideal para principiantes con la que empezar en el mundo literario con buen pie.
Disponible en castellano.
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