martes, 25 de julio de 2017

Carta a un joven escritor 23 Jul 2017 / ARTURO PÉREZ-REVERTE


Carta a un joven escritor

Pues sí, joven colega. Chico o chica. Pienso en ti mientras tecleo estas líneas. Recuerdo tus cartas escritas con amistad y respeto, el manuscrito inédito —quizá demasiado torpe o ingenuo, prematuro en todo caso— que me enviaste alguna vez. Recuerdo tu solicitud de consejo sobre cómo abordar la escritura. Cómo plantearte una novela seria. Tu justificada ambición de conseguir, algún día, que ese mundo complejo que tienes en la cabeza, hecho de libros leídos, de mirada inteligente, de imaginación y ensueños, se convierta en letra impresa y se multiplique en las vidas de otros, los lectores. Tus lectores.

Vaya por delante que no hay palabras mágicas. No hay truco que abra los escaparates de las librerías. Nada garantiza ver el fruto de tu esfuerzo, esa pasión donde te dejas la piel y la sangre, publicado algún día. Este mundo es así, y tales son las reglas. No hay otra receta que leer, escribir, corregir, tirar folios a la papelera y dedicarle horas, días, meses y años de trabajo duro —Oriana Fallacci me dijo en una ocasión que escribir mata más que las bombas—, sin que tampoco eso garantice nada. Escribir, publicar y que tus novelas sean leídas no depende sólo de eso. Cuenta el talento de cada cual. Y no todos lo tienen: no es lo mismo talento que vocación. Y el adiestramiento. Y la suerte. Hay magníficos escritores con mala suerte, y otros mediocres a quienes sonríe la fortuna. Los que publican en el momento adecuado, y los que no. También ésas son las reglas. Si no las asumes, no te metas.

"Tu juventud, tus estudios, tus amores tempranos, los conflictos con tus padres, no importan a nadie. Todos pasamos por ello alguna vez. Sabemos de qué va. Practica con eso, pero déjalo ahí."

Recuerda algo: las prisas destruyeron a muchos escritores brillantes. Una novela prematura, incluso un éxito prematuro, pueden aniquilarte para siempre. No te doy nombres, pero basta con que mires alrededor, tanta joven promesa de hace unos años convertida en triste presente. Lo que distingue a un novelista es una mirada propia hacia el mundo y algo que contar sobre ello, así que procura vivir antes. No sólo en los libros o en la barra de un bar, sino afuera, en la vida. Espera a que ésta te deje huellas y cicatrices. A conocer las pasiones que mueven a los seres humanos, los salvan o los pierden. Escribe cuando tengas algo que contar. Tu juventud, tus estudios, tus amores tempranos, los conflictos con tus padres, no importan a nadie. Todos pasamos por ello alguna vez. Sabemos de qué va. Practica con eso, pero déjalo ahí. Sólo harás algo notable si eres un genio precoz, mas no corras el riesgo. Seguramente no es tu caso. No fue el mío, desde luego, ni es el de casi nadie.

No seas ingenuo, pretencioso o imbécil: jamás escribas para otros escritores, ni sobre la imposibilidad de escribir una novela. Tampoco para los críticos de los suplementos literarios, ni para los amigos. Ni siquiera para un hipotético público futuro. Hazlo sólo si crees poder escribir el libro que a ti te gustaría leer y que nadie escribió nunca. Confía en tu talento, si lo tienes. Si dudas, empieza por reescribir los libros que amas; pero no imitando ni plagiando, sino a la luz de tu propia vida. Enriqueciéndolos con tu mirada original y única, si la tienes. En cualquier caso, no te enfades con quienes no aprecien tu trabajo; tal vez tus textos sean mediocres o poco originales. Ésas también son las reglas. Decía Robert Louis Stevenson que hay una plaga de escritores prescindibles, empeñados en publicar cosas que no interesan a nadie, y encima pretenden que la gente los lea y pague por ello.

"Decía Harold Acton que el verdadero escritor se distingue del aficionado en que aquél está siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore su obra, sacrificando el ego a su oficio, mientras que el aficionado se considera perfecto."

Otra cosa. No pidas consejos. Unos te dirán exactamente lo que creen que deseas escuchar; y a otros, los sinceros, los apartarás de tu lado. Esta carrera de fondo se hace en solitario. Si a ciertas alturas no eres capaz de juzgar tú mismo, mal camino llevas. A ese punto sólo llegarás de una forma: leyendo mucho, intensamente. No cualquier cosa, sino todo lo que necesitas. Con lápiz para tomar notas, estudiando trucos narrativos —los hay nobles e innobles—, personajes, ambientes, descripciones, estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas el más arrogante, con rigurosa humildad profesional. Interroga las novelas de los grandes maestros, los clásicos que lo hicieron como nunca podrás hacerlo tú, y saquea en ellos cuanto necesites, sin complejos ni remordimientos. Desde Homero hasta hoy, todos lo hicieron unos con otros. Y los buenos libros están ahí para eso, a disposición del audaz: son legítimo botín de guerra.

Decía Harold Acton que el verdadero escritor se distingue del aficionado en que aquél está siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore su obra, sacrificando el ego a su oficio, mientras que el aficionado se considera perfecto. Y la palabra oficio no es casual. Aunque pueda haber arte en ello, escribir es sobre todo una dura artesanía. Territorio hostil, agotador, donde la musa, la inspiración, el momento de gloria o como quieras llamarlo, no sirve de nada cuando llega, si es que lo hace, y no te encuentra trabajando. Y recuerda un principio básico: un buen escritor, si tiene talento, tenga éxito o no lo tenga, es aquél que se muestra a sí mismo en su obra. Un mal escritor es el que muestra a todos aquellos escritores que le gustaría ser, y no puede.

"Echa un vistazo y comprobarás que los asuntos que iban a nutrir la literatura universal durante veintiocho siglos aparecen ya en la Ilíada y la Odisea y en la tragedia, la comedia y la poesía griegas."

Nadie puede ser escritor si no ha sido y sigue siendo lector. El día que dejes de serlo, incluso aunque te halles en la cima del éxito, estarás muerto o empezarás a morir como escritor, aunque tú mismo no lo sepas. Leer te mantiene afiladas las herramientas, lúcida la mirada, fértil la mente. Y a tu edad es más que una necesidad básica; es un requisito imprescindible. Durante toda su vida, hasta el final, un escritor necesita a sus maestros: autores y obras que ningún joven que pretenda escribir novelas, por supuesto, tiene excusa para ignorar.

Ten presente, si es tu caso, un par de cosas fundamentales. Una, que en la antigüedad clásica casi todo estaba escrito ya. Echa un vistazo y comprobarás que los asuntos que iban a nutrir la literatura universal durante veintiocho siglos aparecen ya en la Ilíada y la Odisea —relato, éste, de una modernidad asombrosa— y en la tragedia, la comedia y la poesía griegas. De ese modo, quizá te sorprenda averiguar que el primer relato policíaco, con un investigador —el astuto Ulises— buscando huellas en la arena, figura en el primer acto de la tragedia Ayax de Sófocles.

"Todo eso hay que leerlo, o conocerlo, al menos. En los clásicos griegos y latinos, en la Biblia y el Corán, comprenderás los fundamentos y los límites del mundo que te hizo."

Un detalle importante: escribes en español. Quienes lo hacen en otras lenguas son muy respetables, por supuesto; pero cada cual tendrá en la suya, supongo, quien le escriba cartas como ésta. Yo me refiero a ti y a nuestro común idioma castellano. Que tiene, por cierto, la ventaja de contar hoy, entre España y América, con 500 millones de lectores potenciales; gente que puede acceder a tus libros sin necesidad de traducción previa. Pero atención. Esa lengua castellana o española, y los conceptos que expresa, forman parte de un complejo entramado que, en términos generales y con la puesta al día pertinente, podríamos seguir llamando cultura occidental: un mundo que el mestizaje global de hoy no anula, sino que transforma y enriquece. Tú procedes de él, y la mayor parte de tus lectores primarios o inmediatos, también. Es el territorio común, y eso te exige manejar con soltura la parte profesional del oficio: las herramientas específicas, forjadas por el tiempo y el uso, para moverte en ese territorio.

Aunque algunos tontos y fatuos lo digan, nadie crea desde la orfandad cultural. Desde la nada. Algunas de esas herramientas son ideas, o cosas así. Para dominarlas debes poseer las bases de una cultura, la tuya, que nace de Grecia y Roma, la latinidad medieval y el contacto con el Islam, el Renacimiento, la Ilustración, los derechos del hombre y las grandes revoluciones. Todo eso hay que leerlo, o conocerlo, al menos. En los clásicos griegos y latinos, en la Biblia y el Corán, comprenderás los fundamentos y los límites del mundo que te hizo. Familiarízate con Homero, Virgilio, los autores teatrales, poetas e historiadores antiguos. También con La Divina Comedia de Dante, los Ensayos de Montaigne y el teatro completo de Shakespeare. Te sorprenderá la cantidad de asuntos literarios y recursos expresivos que inspiran sus textos. Lo útiles que pueden llegar a ser.

"Y no dejes que te engañen: Agatha Christie escribió una obra maestra, El asesinato de Rogelio Ackroyd, tan digna en su género como Crimen y castigo en el suyo."

La principal herramienta es el lenguaje. Olvida la funesta palabra estilo, burladero de vacíos charlatanes, y céntrate en que tu lenguaje sea limpio y eficaz. No hay mejor estilo que ése. Y, como herramienta que es, sácale filo en piedras de amolar adecuadas. Si te propones escribir en español, tu osadía sería desmesurada si no te ejercitaras en los clásicos fundamentales de los siglos XVI y XVII: Quevedo, el teatro de Lope y Calderón, la poesía, la novela picaresca, llenarán tus bolsillos de palabras adecuadas y recursos expresivos, enriquecerán tu vocabulario y te darán confianza, atrevimiento. Y una recomendación: cuando leas El Quijote no busques una simple narración. Estúdialo despacio, fijándote bien, comparándolo con lo que en ese momento se escribía en el mundo. Busca al autor detrás de cada frase, siente los codazos risueños y cómplices que te da, y comprenderás por qué un texto escrito a principios del siglo XVII sigue siendo tan moderno y universalmente admirado todavía.

Termina de filtrar ese lenguaje con la limpieza de Moratín, el arrebato de Espronceda, la melancólica sobriedad de Machado, el coraje de Miguel Hernández, la perfección de Pablo Neruda. Pero recuerda que una novela es, sobre todo, una historia que contar. Una trama y una estructura donde proyectar una mirada sobre uno mismo y sobre el mundo. Y eso no se improvisa. Para controlar este aspecto debes conocer a los grandes novelistas del siglo XIX y principios del XX, allí donde cuajó el arte. Lee a Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Dumas, Hugo, Conrad y Mann, por lo menos. Como escritor en español que eres, añade sin complejos La regenta de Clarín, las novelas de Galdós, Baroja y Valle Inclán. De ahí en adelante lee lo que quieras según gustos y afinidades, maneja diccionarios y patea librerías. Sitúate en tu tiempo y tu propia obra. Y no dejes que te engañen: Agatha Christie escribió una obra maestra, El asesinato de Rogelio Ackroyd, tan digna en su género como Crimen y castigo en el suyo.

Y sobre todo, recuerda cuál es la clave maestra de todo: un novelista sólo es bueno si cuenta bien una buena historia. Lo demás son cuentos chinos. Si no tienes nada que contar o si no sabes cómo hacerlo, dedícate a otra cosa. Te ahorrarás perder el tiempo y hacérnoslo perder a los lectores. Al fin y al cabo, escribir no es obligatorio. Nadie te fuerza a ello.

Suerte, amigo mío. Tanta como merezcas. Y te mando un abrazo.

sábado, 17 de junio de 2017

HIJA DE NADIE | ENTREVISTA A ADRIANA ROMANO


Luis Adrian Vives

junio 14, 2017

Literatura

Una historia de familia, el peso de algún secreto y el sueño que abre la puerta de los recuerdos.

Un sueño que nos habla de algún temor, de cierta debilidad, de una falta de seguridad o, tal vez, simplemente anuncia la muerte de alguien cercano.

Una mujer que vuelve del exilio a reencontrarse con la niña que fue, con el pasado familiar y con el suyo, enfrentando lo que queda del poder concentrado en ese padre que la odia, ahora y siempre. Ese hombre, que ha construido vínculos enfermos, que le arruinó la vida a su hermano menor, a su joven esposa y a esta hija forzada a abandonar el país en el debut de la dictadura, es un hombre que se ha dedicado a generar, sobre su entorno más íntimo, impotencia y miedo.

Ese padre, que la despreciaba, que siendo ella pequeña la trataba de “puta”; ese hombre que le tiraba su muñeca al agua podrida, que le decía mierdita, cagona ; que la angustiaba y la sometía mediante torturas psicológicas es, ahora, un viejo moribundo y asqueroso, un despojo humano que se empeña en seguir siendo una basura en la recta final del juego sucio que fue toda su vida.

Una criatura que a corta edad se encuentra prácticamente sola, con su madre muerta y aquel padre ausente; una niña internada pupila en un colegio de monjas; una adolescente que, al sentir cierta vergüenza de su propia historia, se encierra en el ostracismo.

Tiempo después, esta joven – ya estudiante universitaria- es sorprendida por la mala fe de su padre en una suerte de emboscada, cuyo escenario es la casa negada, la que ella tenía prohibido pisar.

En resumidas cuentas: la cena de la entrega, después la persecución; finalmente, la salida obligada.

Y un exilio más, el de Mariana.

Ella, instalada desde hace años en París, sacudida por aquel sueño que operó como un disparador, piensa que debería haber protestado y exigido. Reflexiona y se cuestiona, “…¿Por qué siempre aceptó las órdenes sin resistirse y aguantó los golpes? ¿Dónde estaba su derecho? ¿A quién quería agradar? ¿De qué sirvió el sometimiento si no ha conseguido siquiera agradarse a sí misma? Aún así presiente que en algún punto no consiguieron o no consiguió el padre someterla del todo y, aunque pagó duro el precio, hoy está donde está, lejos de casa, arrancada de cuajo y extranjera, porque no hizo caso, porque a medias y a los tumbos intentó la verdad. Por eso paga. La verdad, piensa Mariana. ¿Cuál verdad? ¿La verdad de leer a escondidas el libro prohibido y las cartas del tío Emilio durante años hasta sabérselas de memoria, como una manera de burlar al padre? ¿La verdad de los compañeros de estudio a la que adhirió, sospecha, más por oposición al padre que por convicción política? Verdades a medias, piensa Mariana. Porque la verdad, la única, es que esos lugares que eligió fueron sólo trincheras desde donde resistir. Pequeñas verdades que ocultaban otra más insufrible: La certeza del odio del padre hacia ella.”

El regreso de Mariana a La Milagrosa, la estancia de sus mayores, ocurre en medio de permanentes lluvias; la inundación parece inevitable. Ello coincide con el retorno del país a la democracia. Tal vez una metáfora que nos interpela, como el pasado, mientras el revés de la trama marca un paralelo entre el poder del estado en manos de los dictadores y el poder de un tirano socialmente ungido como jefe de familia.

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Si tomamos como punto de partida, de esta tragedia, el vínculo enfermo que sostuvo Ernesto con Emilio, veremos que el hermano mayor -el heredero– sólo ve en el menor la figura del usurpador.Ernesto a Emilio lo llamaba “el bastardo” -otra manera de deslegitimarlo en su calidad de hermano-, además, lo envidiaba, lo celaba y competía con él. Parecería ser que la raíz del mal se encuentra en una especie de inseguridad que afecta a Ernesto y lo condiciona.

La pregunta sería, entonces, si la inseguridad puede convertirnos en monstruos.

Podría ser una tesis. Los hombres se perciben indefensos frente a lo que no comprenden y la consecuencia de esa indefensión suele ser la inseguridad. Nos percibimos precarios e indefensos frente a la realidad, pero en el largo proceso de crecimiento interno cada hombre decide que hacer con eso. Habría que pensar entonces que si los monstruos son inseguros, su monstruosidad se origina en el temor a los otros. Ernesto es un hombre manejado por sus miedos, sin dudas, por eso es incapaz de gestionar vínculos, se apropia de los otros a los que percibe como objetos, no como otros. Desde ese lugar rompe la red familiar, porque necesita usarlos para sus fines. Si no lo hiciera así debería aprender a compartir. En realidad el monstruo inseguro puede ser dominante como Ernesto, o débil como Emilio. El cainismo es eso, construye víctimas y victimarios.

Las cartas. Las de Emilio, las de Francisco, las de Catalina, también las de Mariana.

Aquella costumbre de enviar cartas manuscritas quedó en el olvido. Hoy todo es más rápido, ¿pero es mejor?; ¿cómo nos estamos comunicando en la actualidad?

Hoy nos comunicamos con mayor velocidad. La inmediatez es más importante que la reflexión que propone la carta. No sé si es mejor. Es diferente. Nos estamos comunicando en red, estamos armando vínculos diferentes, más superficiales tal vez aunque más veloces. La carta es propia de un tiempo muy lineal y por lo tanto más lento.

¿Cómo se relaciona Mariana con la muerte, con la palabra y con la idea de “la muerte”?

Como puede. Se ha familiarizado con la pérdida desde la infancia. Después de la muerte de la madre y del tío Emilio queda frente a frente con el padre, y el paraíso protector cae. Aunque pasa tiempo en la ciudad, su vida está muy vinculada con el campo. La muerte en un contexto rural es siempre aceptada como parte de la vida. La tragedia de Mariana no se origina porque debe enfrentar la muerte sino porque su padre no la ama. Ese odio le impide la vida.

La novela trata temas tales como el machismo, la instigación al suicidio, la violencia familiar, la de género, la psicológica. Mariana, siendo niña, siente miedo, pánico frente a la figura paterna. Aquí, el hombre tiene en sus manos el bastón del dictador. Hablemos de ello, por favor, del lugar que ocupa el varón en este tipo de relaciones.

Ernesto y Raúl Acera resumen lo peor del hombre, son arquetípicos. Ejercen la dominación del territorio. Son predadores. Sin embargo frente a ellos, las figuras de Aurelio y Patricio muestran otra cara de la masculinidad.

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Esta historia, que en sí misma es un conflicto que podríamos mal llamar, de instancia privada, a su vez encaja en otro que sería, por así decirlo, de orden público. Las miserias familiares, por una parte, y las miserias políticas que dieron paso a la dictadura, y la sostuvieron. ¿Podríamos hablar de ello?

La familia es un fractal del tiempo social. En un contexto de violencia política, la familia de Mariana es el reflejo privado de un estado de consciencia pública.

La novela reconoce un revés de la trama que se deslizaría metafóricamente; me refiero a la inundación en la apertura democrática. De estar en lo cierto, me gustaría que nos hables de ello.

Sí, el agua arrasa, limpia y se lleva a buenos y a malos. De alguna manera la inundación anuncia un tránsito de depuración. Parecería querer decirnos que si la tierra se limpia y fertiliza después del agua, el mundo de los hombres también debe atravesar ese proceso. En el final de la novela, cuando baja el agua, queda claro que hacia adelante se abre un largo proceso de reconstrucción con otros códigos. La Milagrosa ha cambiado y empieza a ser otra, mejor, más coherente, otra gente la habita, todos la habitan. Parecería que el agua se ha llevado el pasado y hay un perfume a futuro en el presente, aunque todavía es muy precario. Todo está por hacerse y en ese punto habría que hablar de la responsabilidad que Mariana se anima a asumir.

¿Por qué Cinco Esquinas?

Porque así se llama ese rincón del barrio de Recoleta, en la intersección de las calles Libertad, Juncal y Avenida Quintana, en el que se levanta la casa donde vive Mariana con sus padres cuando no está en el campo, y porque esa zona suele ser el hábitat de la clase social de la que habla la novela.

De esta historia se desprende, aunque tangencialmente, otro tema, el de las convicciones políticas de una parte de la juventud -la militancia en los años ´70- y, también, en más de un pasaje aparecen con claridad acciones solidarias asumiendo riesgos. ¿Qué podés decirnos al respecto?

Los 70 fueron años violentos desde la izquierda y la derecha, En el contexto mundial de la guerra fría Latinoamérica fue su campo de experimentación. Muy marcada, además, por la Teología de la Liberación y la opción por los pobres de la Iglesia Católica en Puebla. En ese punto dentro de la misma Iglesia Católica se vivía esa fricción política. La juventud quedó en el medio de esas discusiones.

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La decadencia de aquellos amigos del poder que, una vez agotada la dictadura, quedaron desamparados, librados a su suerte. Me refiero a tipos como Raúl Acera. ¿Qué representa este personaje que, siendo “amigo” del malo de esta historia, se mete en ella haciendo lo que se le da la gana? Y ¿qué representa Samuel?; ¿Pasado y futuro?

Raúl Acera es un predador y como tal su ley es la ley. No hay posibilidad de fraternidad en ese personaje. No puede o no sabe otra cosa que dejarse arrastrar por su deseo y su odio. Es primario, lo rige la supervivencia por eso es brutal.

Samuel es el presente y en él está el pasado y el futuro, es su compendio. Somos la fusión de todas las distorsiones que hemos transitado y que hay que asumir y aceptar. El amor es eso, reconocernos y admitirnos tal cual somos, la luz y la sombra, la inocencia y la maldad en un mismo envase. En el está el desafío y la posibilidad de la reconstrucción.

¿Cómo encaraste y resolviste todo aquello que tiene que ver con el clima y la atmósfera en este caso?

Nací en una población rural de la pampa húmeda, por lo tanto mi contacto con la tierra, los animales y su gente, es cotidiano. Ése es mi contexto original. Yo misma soy gente de campo y quería escribir una novela rural, hablar de los dueños de la tierra y de los otros y de cómo ese contexto incidió hasta mediados del siglo XX en la escenografía política del país.

Decinos algo acerca del proceso de escritura; ¿cómo surge y toma cuerpo esta novela?

Un mediodía volví de mi primera clase de Tai Chi y apareció el comienzo de la historia. Fue asombrosa para mí esa experiencia. Volví a casa en un estado bastante especial. Recuerdo que después del almuerzo me acosté a dormir una siesta y soñé el sueño con el que se abre la novela. Era tan vívido que me senté a registrarlo. Unos días después abrí el documento y tuve el impulso de continuarlo porque supuse que ahí había un cuento (en ese tiempo yo escribía sólo cuento). Me detuve cuando había escrito 50 páginas. Para cuento ya era tarde. Se había despertado la novela.

Le pusiste música, eligiendo a Charly Parker. ¿Algo que agregar?

Sí. Que aunque elegí a Charly Parker para acompañar una escena, la del baile de Emilio y la madre de Mariana en la glorieta, personalmente a la hora de escribir lo hice escuchando las Gymnopédies de Erik Satie.

martes, 23 de mayo de 2017

martes, 9 de mayo de 2017

Conejo - Abelardo Castillo

[Acerca del autor: Abelardo Castillo (San Pedro Provincia de Buenos Aires, 27 de marzo de 1935) es un escritor argentino.]

Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.


A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mirá lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.


Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.


Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenés que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.


Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.


Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenés no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…

Los ojos del traidor - Rodolfo Walsh

El 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de Budapest. El 18 fui arrestado. El 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el Departamento Oftalmológico del Hospital Central. Nunca he sabido la causa de mi detención. Tampoco supe por qué me pusieron en libertad.

Dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por Alajos Endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. Ofrecía donar sus ojos al Instituto de Recuperación de la Vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen Istvan Vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. De ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. El paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.

El caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi Hungría natal.

Fui a ver a Endrey. Estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. Ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. Era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. Presentaba huellas evidentes de desnutrición. Un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. Le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. No indagué sus motivos. Los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. Me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia. La ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945.

Recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. Pensé ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial. Preparé cuidadosamente al paciente. Era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba Josef Pongracz. Pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. En aquel trámite me sorprendió la fatal descarga.

Dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. Una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. Tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro. Extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. Luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto.

Diez días más tarde retiré los vendajes. Josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. Observé sus reacciones. Su cara adquirió una expresión de indecible temor.

Veía. Estaba perdido.

Miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. Cuando le hablé, me reconoció quiso sonreír. Le ordené que se dirigiera a la ventana. Vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. Cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. Después abrió los ojos y miró a lo lejos.

—Atardece—dijo, y empezó a llorar silenciosamente.

Dos meses más tarde recibí la visita del doctor Vendel Groesz, del Instituto de Psiquiatría. Había ido a verlo Josef. Hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia. Dos días después de la operación (me dijo el doctor Groesz) Josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. El sueño se había repetido siete noches seguidas. A pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, Josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror. El doctor Groesz consultó sus notas.

“Era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. Son sus propias palabras.

El doctor Groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. Cualesquiera fuesen los complejos de Josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. Desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. Ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. El panorama que inquietaba los sueños de Josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente.—El sueño—dijo el doctor Groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. Donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. Por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo.

En ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden.

Forzado a buscar una explicación, el doctor Groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de Jung—cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente.—Yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor Groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta quesea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. Pero también hube de desechar esa hipótesis. Ya verá usted por qué.“Una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. Una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles...

Noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. Ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. El cuadro se perfecciona siempre. Ningún detalle previo desaparece. Lo he probado. Todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. Siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más.

“Hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. Cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. Cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. La noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. Al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”

El doctor Groesz consultó una vez más sus notas.

—La figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. El primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. El segundo le hace recordar (fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; Josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor. El tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... El cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera.

El doctor Groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente.

—Ayer—dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer Josef vio el cuadro completo!

“¡Dios mío! ¡Dios mío!“ Los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego. Lo internamos inmediatamente. Se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. Pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. Le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada,los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón.“Esta mañana ha pronunciado un nombre extraño.Le pregunté quién era, y dijo que era él. Cree ser otra persona. Un caso evidente de esquizofrenia” .

—¿Cuál es el nombre? —pregunté—Alajos Endrey —repuso el doctor Groesz.

Mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de Alajos Endrey. No me recordaba. Yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. Accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido.

Un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. Entonces vi el cuadro que había visto el desventurado Josef con los ojos del traidor Alajos Endrey. El primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio Endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. El cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

Creo que en ese caso el factor psicológico ha sido decisivo. El paciente ve, en realidad, pero no lo reconoce, porque tiene temor de ver, porque no quiere ver, porque está acostumbrado a no ver. No hay otra explicación.

martes, 18 de abril de 2017

La hermandad de la noche - Steven Millhauser

Lo que sabemos

En una atmósfera de acusaciones furibundas y rumores histéricos, una atmósfera donde las habladurías y rumores han reemplazado totalmente la atenta evaluación de las pruebas, al punto de que la imparcialidad misma parece estar de parte del diablo, será útil adoptar un tono más sereno y declarar qué sabemos en realidad. Sabemos que las jóvenes tienen entre doce y quince años. Sabemos que viajan en grupos de cinco o seis, aunque en ocasiones se han avistado grupos más pequeños y más grandes, de dos a nueve. Sabemos que solo salen y regresan de noche. Sabemos que buscan lugares oscuros y secretos, como casas abandonadas, sótanos de iglesias, cementerios y el bosque del norte de la ciudad. Sabemos, o creemos saber, que han hecho un voto de silencio.


Lo que decimos

Se dice que las muchachas se quitan la camisa y bailan frenéticamente bajo la luna estival. Se dice que las muchachas se pintan los senos con serpientes y símbolos extraños. También se dice que se excitan rozando sus pechos contra los pechos de otras muchachas. Hemos oído decir que beben la sangre caliente de animales sacrificados. La gente dice que las muchachas practican la brujería, actos sexuales contra natura, tortura, magia negra, repulsivos actos de sacrilegio. Se cuenta que las muchachas mayores inducen a las más jóvenes a unirse a la Hermandad para corromperlas. Corre el rumor de que las muchachas reciben órdenes de portar armas: alfileres, tijeras, navajas, agujas, cuchillos de trinchar. Se dice que las muchachas han jurado matar a cualquier integrante de la Hermandad que intente marcharse. Hemos oído decir que beben un líquido blancuzco que las sume en un delirio erótico.

La confesión de Emily Gehring

En ocasiones habíamos oído rumores sobre una sociedad secreta, pero les prestamos poca atención hasta que Emily Gehring, de trece años, escribió una confesión que el 2 de junio envió al Town Reporter en una carta perturbadora. Allí declaraba que el 14 de mayo a las 16:00, en el patio de la escuela secundaria David Johnson, se le había aproximado Mary Warren, una estudiante que a veces jugaba al baloncesto con las muchachas menores. Mary Warren le deslizó en la mano un papel blanco plegado por la mitad. Cuando Emily Gehring lo abrió, vio que una de las caras internas era totalmente negra. Emily sintió un hormigueo de miedo, pues éste era el signo de la Hermandad de la Noche, una oscura e impenetrable sociedad secreta muy comentada en los patios, los vestuarios y los baños de la escuela secundaria David Johnson. Le decían que no hablara con nadie y se presentara sola, a medianoche, en el aparcamiento que está detrás de la iglesia presbiteriana. Emily Gehring declaró que se presentó en el aparcamiento y al principio no vio a nadie, pero luego la recibieron tres muchachas que salieron de sus escondrijos: Mary Warren, Isabel Robbins y Laura Lindberg. Atravesando el aparcamiento, caminos silenciosos y patios, las muchachas la condujeron hasta el bosque del norte de la ciudad, donde las recibieron otras tres muchachas: Catherine Anderson, Hilda Meyer y Lavinia Hall. Mary Warren le preguntó si le gustaban los chicos. Cuando ella dijo que sí, las muchachas se burlaron y se rieron de ella, como si hubiera dicho una tontería. Mary Warren le pidió que se quitara la camisa. Cuando ella se negó, las muchachas amenazaron con atarla a un árbol y clavarle alfileres. Se quitó la camisa y las muchachas le acariciaron los senos, palpándolos y besándolos. Luego la invitaron a tocar los senos de las demás; cuando se negó, le aferraron las manos y la obligaron a tocarlas. Algunas muchachas también la tocaron "en otro lugar". Mary Warren le advirtió que sería castigada si contaba esto a alguien, y le mostró un cuchillo de cocina con mango de hueso. Emily Gehring declaró que las muchachas se reunían todas las noches, a diferentes horas y en diferentes lugares, en grupos de cinco, seis o siete; también declaró que las integrantes del grupo variaban continuamente, y que le hablaron de otros grupos que se reunían en otros sitios. Las muchachas siempre se quitaban la camisa, se acariciaban y se besaban; a veces se pintaban los senos con serpientes y símbolos extraños, e iniciaban a otras en sus prácticas secretas. Emily Gehring recordaba, y mencionaba, el nombre de dieciséis muchachas. A fines de mayo, según su declaración, ya no podía estar en paz consigo misma, y dos días después presentó al Town Reporter su confesión escrita y urgió a las autoridades a disolver la Hermandad, que se propagaba entre las estudiantes de la secundaria David Johnson como una enfermedad.

La defensa de Mary Warren

En respuesta a estas acusaciones, que escandalizaron a nuestra comunidad, Mary Warren presentó una refutación detallada que se publicó el 4 de junio en el Town Reporter. Comenzaba diciendo que el silencio absoluto era la norma de la Hermandad y que cualquier declaración sobre el grupo era castigada con la expulsión instantánea. No obstante, el ataque de Emily Gehring la había convencido de que debía hablar en defensa de la Hermandad, aun a costa de la expulsión. Admitía que había abordado a Emily Gehring, a quien un grupo de "investigadoras" cuyo nombre se negaba a dar había seleccionado para la iniciación; que había entregado a Emily Gehring el papel ennegrecido, y que la había recibido detrás de la iglesia presbiteriana a medianoche, en presencia de otras dos integrantes cuyo nombre también se negaba a dar, y la había conducido al bosque. A partir de aquí, declaraba Mary Warren, el informe de Emily Gehring era totalmente falso, un pérfido y ponzoñoso ataque cuyo motivo era evidente. Pues Emily Gehring no había aclarado que el 30 de mayo la habían expulsado de la hermandad por romper su voto de silencio. En la defensa de Mary Warren no queda claro qué exigía ese voto de silencio ni por qué Emily Gehring lo había roto, pero en su declaración es manifiesto que Emily Gehring estaba profundamente irritada por la expulsión y amenazó con vengarse. Mary Warren repetía que la confesión de Emily Gehring solo consistía en pérfidas mentiras, y se negaba, dado su voto, a describir la Hermandad, salvo para decir que era una sociedad noble y pura consagrada al silencio. Temía que las calumnias de Emily Gehring hubieran causado daño, y terminaba con la ferviente súplica de que los padres de nuestra ciudad desoyeran las mentiras de Emily Gehring y confiaran en sus hijas.

Angustias nocturnas

La negación de Mary Warren nos provocó una reacción ambigua, pues aunque nos impresionaba su inteligencia y le agradecíamos que nos permitiera dudar de la confesión de Emily Gehring, su silencio sobre la Hermandad despertaba otras dudas y atentaba contra el argumento que procuraba exponer. Reparamos con preocupación en la existencia del grupo de "investigadoras", el rito del papel ennegrecido, la reunión secreta en el bosque, el voto riguroso; nos preguntábamos qué habían jurado no revelar las muchachas, si eran inocentes. Comenzamos a despertar por la noche, preguntándonos en qué les habíamos fallado a nuestras hijas. Empezaron a circular informes sobre grupos de muchachas que recorrían la noche, cruzando patios, moviéndose en la oscuridad; y empezamos a oír rumores sobre extraños gritos, pechos pintados, danzas frenéticas bajo la luna estival.

La muerte de Lavinia Hall

Las hijas de nuestra ciudad, muchas de ellas sospechosas de ser integrantes secretas de la Hermandad, empezaban a parecer adustas, inquietas, irritables. Se negaban a hablarnos, se encerraban en sus habitaciones, exigían que las dejáramos a solas. Estos huraños silencios nos parecían prueba de su pertenencia a la Hermandad; acechábamos, espiábamos, acosábamos. En esta atmósfera tensa y opresiva, el 12 de junio, diez días después de la confesión de Emily Gehring, Lavinia Hall, de catorce años, subió los dos tramos de escaleras que conducían a la sala de huéspedes del altillo de sus padres y allí, tendida en un mullido edredón cosido por su abuela, tragó veinte pildoras para dormir de su padre. No dejó ninguna nota, pero sabíamos que Emily Gehring había mencionado que Lavinia Hall era integrante de la Hermandad y participaba en sus ritos eróticos. Luego supimos por sus padres que la confesión de Gehring había destrozado a Lavinia, una muchacha tranquila y estudiosa que practicaba ejercicios de Czerny y sonatas de Mozart en el piano dos horas por día después de la escuela, escribía un diario y se quedaba leyendo, hasta altas horas de la noche, trilogías fantásticas con viñetas intrincadas en las cubiertas. Después de la confesión de Emily Gehring, Lavinia se había negado a responder preguntas sobre la Hermandad y había comenzado a actuar extrañamente, encerrándose en su habitación durante horas y recorriendo incesantemente la casa por la noche. Una noche, a las dos de la mañana, sus padres oyeron pasos en el altillo que estaba encima de su dormitorio. Subieron por la crujiente escalera y encontraron a Lavinia en su pijama celeste, sentada en el piso bañado por la luna, frente a su vieja casa de muñecas, que habían trasladado al altillo cuando ella terminó el sexto grado y que aún contenía ocho habitaciones llenas de muebles en miniatura.

Lavinia estaba allí encogida, con los brazos rodeando sus rodillas. Estaba descalza. Guardaba un extraño silencio. Su madre recordaba un detalle: el largo antebrazo, revelado por el pijama arremangado. Dentro de la casa de muñecas había tres muñecos polvorientos sentados rígidamente en la sala bañada por la luna: el hijo en un diván lleno de telarañas, la madre en la mecedora, el padre en un sillón con diminutas carpetas de encaje. Los padres se culparon por no haber reconocido la gravedad del estado de su hija, y afirmaron que la Hermandad era una banda de asesinas.

La segunda confesión de Emily Gehring

Apenas habíamos comenzado a sufrir con la ingrata noticia de la muerte de Lavinia Hall cuando Emily Gehring presentó al Town Reporter una segunda confesión que nos sacó de quicio y llenó de confusión. Pues en ella repudiaba su confesión anterior y, uniéndose a Mary Warren contra sí misma, se acusaba de haber inventado la primera confesión para vengarse de la Hermandad, que la había expulsado. Emily Gehring confesaba ahora que en la noche del 14 de mayo Mary Warren y otras dos muchachas la habían conducido al bosque, como ella había informado verazmente el 2 de junio, pero que allí no había pasado "nada en absoluto". De su iniciación solo decía que consistía en "silencio"; durante las dos semanas siguientes se había reunido todas las noches con pequeños grupos de integrantes de la Hermandad, durante lo cual nadie decía "una sola palabra" y no sucedía "nada en absoluto". El 30 de mayo la expulsaron de la Hermandad por romper sus votos: había hablado de la sociedad secreta con su amiga Susannah Mason, quien a su vez había hablado con Bernice Thurman, sin saber que Bernice era integrante de la Hermandad. Emily Gehring ahora afirmaba que había lamentado su falsa confesión desde el momento en que la había enviado al Town Reporter, pero había sentido vergüenza de admitir que había mentido. La muerte de Lavinia Hall la había conmovido tanto que quiso confesar la verdad. Se culpaba por la muerte de Lavinia Hall, pedía perdón a los doloridos padres y hablaba fervientemente de la Hermandad como una asociación pura y noble que había dado sentido a su vida; esperaba que la gloriosa Hermandad se difundiera de ciudad en ciudad y un día se apoderase del mundo.

Respuesta a la segunda confesión

Como cabía esperar, la segunda confesión desbarató por completo la credibilidad de Emily Gehring como testigo, pero nuestras dudas, que al principio se centraban en la confesión del 2 de junio, pronto se centraron en la segunda confesión. Notamos que Emily Gehring usaba las mismas palabras de Mary Warren para describir la Hermandad; esta coincidencia indujo a algunos de nosotros a argumentar que Mary Warren había convencido a Emily Gehring de retractarse de su confesión y culparse por todo a cambio de su reingreso en la Hermandad u otra recompensa que desconocíamos. Otros señalaron con disgusto el ferviente giro del final, y argumentaron que si ahora Emily Gehring decía la verdad, entonces la verdad era incompleta y perturbadora. Pues si las muchachas eran inocentes de las acusaciones originales, la naturaleza de la Hermandad permanecía cuidadosamente oculta, al tiempo que el fervor de Emily Gehring revelaba el poder alarmante de la sociedad secreta. La segunda confesión, pues, aunque aparentemente absolvía a la Hermandad y testimoniaba su inocencia, demostraba una verdad aún más temible acerca de la sociedad secreta: su inmenso influjo sobre las muchachas, la terrible lealtad que les exigía.

El testimonio del doctor Robert Meyer

Durante esta época de incertidumbre y angustia, surgió nueva información donde menos lo esperábamos. El doctor Robert Meyer, un dermatólogo que tenía su consulta en Broad Street, quedó profundamente perturbado cuando Emily Gehring nombró a su hija Hilda en la confesión del 2 de junio. Decía que su hija afirmaba que Emily Gehring era una embustera pero se negaba a hablar de la Hermandad; después de la primera confesión se tornó melancólica e irritable, y él la oía caminar de noche. Al cabo de tres noches de terrible insomnio, Robert Meyer tomó una dura decisión: decidió seguir a su hija e interrumpir sus experimentos sexuales. A la medianoche de ese día oyó sus pasos en el pasillo. Saltó de la cama, se puso ropa deportiva y zapatillas y la siguió en la fresca noche estival. A una manzana de la casa Hilda se encontró con otras dos muchachas que Meyer no conocía. Las tres vestían jeans, camisetas y cortavientos de nailon sujetos a la cintura, y marcharon hacia el bosque del norte de la ciudad. Meyer, un hombre profundamente moral, se sentía inmensamente abochornado mientras perseguía a las tres muchachas en la noche, ocultándose detrás de los árboles como el espía de una mala película de televisión y deslizándose por los patios traseros entre columpios, redes de bádminton y gruesos bates de plástico. Tenía la sensación de estar haciendo algo absurdo y de mal gusto. No sabía qué haría al llegar al bosque, pero de algo estaba seguro: llevaría a su hija a casa. Una vez en el bosque, tuvo que avanzar con redoblada cautela, pues el chasquido de una rama bastaría para delatarlo; recordó caminatas de su infancia por senderos de agujas de pino, las que confundió con ensoñaciones infantiles sobre indios en bosques silenciosos. Las muchachas cruzaron un arroyo y llegaron a un pequeño claro iluminado por la luna y bien protegido por pinos. Ya había otras cuatro muchachas en el claro. Oculto detrás de un grueso roble, a siete metros del grupo, Meyer experimentó, además de su náusea, un intenso temor ante lo que estaba por presenciar. Las siete muchachas se saludaron con cabeceos, sin decir palabra. Siguiendo lo que parecía un plan convenido, las muchachas formaron un estrecho círculo y alzaron los brazos de tal modo que cruzaron todos los antebrazos. Después de esta seña silenciosa, se separaron y adoptaron posiciones aisladas, sentándose contra los árboles o tendiéndose con los brazos entrelazados detrás de la nuca. No se pronunció una sola palabra. No sucedió nada. Al cabo de treinta y cinco minutos, según su reloj, Meyer dio la vuelta y se marchó, agazapado.

Respuesta al testimonio de Meyer

El testimonio de Meyer, lejos de resolver el problema de la Hermandad, nos sumió en una controversia más profunda. Los enemigos de la Hermandad comentaban con desprecio el informe de Meyer, aunque disentían en cuanto a la naturaleza de su falta de credibilidad. Algunos sostenían que Meyer había inventado esa historia en un burdo intento de proteger a su hija; otros afirmaban que la astuta Hilda Meyer había planeado todo el episodio, guiando arteramente a su padre al bosque para hacerle presenciar una escena preparada: las Inocentes Doncellas en Reposo. Pero, aunque no mediara ningún engaño de Robert Meyer ni de su hija, señalaban otros, el testimonio no era decisivo: como Meyer mismo admitía, no se quedó durante toda la reunión, observó a las muchachas una sola vez, y observó a un solo grupo de muchachas, cuando existían varios. Parecía improbable que muchachas de doce a quince años salieran sigilosamente de su casa noche tras noche, arriesgándose a la reprobación de sus padres e incluso a un castigo, para reunirse con otras muchachas en lugares apartados y posiblemente peligrosos, solo con el propósito de no hacer nada. Esto no significaba necesariamente que las muchachas se dedicaran a actos prohibidos, aunque dichos actos nunca podían descartarse, pero nos recordaba que ignorábamos por completo lo que hacían. Incluso era posible que las muchachas, en el momento en que eran observadas por Meyer, hubieran celebrado prácticas secretas que él no había reconocido; quizás habían desarrollado un sistema de signos y señales que Meyer no había sabido interpretar.

La ciudad

Noche tras noche las integrantes de la secreta Hermandad abandonaban sus cómodas y apacibles habitaciones, las habitaciones de su infancia, para buscar lugares oscuros y ocultos. A veces vemos, o creemos ver, a un grupo de ellas desapareciendo en las sombras de patios traseros iluminados por la ventana de la cocina, o deslizándose por un oscuro antejardín. Desdeñosas de nuestra voluntad, indiferentes a nuestra desdicha, parecen una raza aparte, salvajes criaturas de la noche con cabello ondeante y ojos de fuego, hasta que recordamos con un respingo que son nuestras hijas. ¿Qué haremos con nuestras hijas? Inquietamente las vigilamos, temiendo provocar su cólera. Algunos dicen que de noche deberíamos encerrarlas en su habitación, que deberíamos poner rejas en sus ventanas, que deberíamos castigarlas severamente, una y otra vez, hasta que agachen la cabeza con docilidad. Se dice que hay un padre que de noche amarra a su hija de trece años a la cama, con cuerda para tender ropa, y recompensa sus gritos azotándola con un cinturón de cuero. La mayoría deplora estas medidas, pero no sabe qué hacer. Entre tanto, nuestras hijas están inquietas; noche tras noche grupos de muchachas desaparecen en lugares oscuros adonde no llega la luz de los faroles. La Hermandad crece. Se habla de muchachas que atraviesan el aparcamiento que está detrás de la barraca, que se reúnen en el pequeño bosque detrás de las canchas de tenis de la escuela, que suben del sótano de casas a medio construir, que salen del galpón de botes en South Pond. Siempre se mueven de noche, como si buscaran algo que no pueden encontrar a la luz del sol; y los que nos quedamos en casa, despiertos en la oscuridad, creemos oír, como un distante rumor de camiones en la carretera, un continuo ruido de pisadas que se desplazan levemente por jardines oscuros y calles mal iluminadas, por calzadas de guijarros y por la arena, por las negras hojas de las sendas del bosque, un susurro incesante de pisadas tejiéndose y destejiéndose en la noche.

Explicaciones

Algunos dicen que las muchachas se reúnen en aquelarres para practicar el arte de la brujería bajo la guía de las chicas mayores; se habla de hechizos, pociones, una figura con pelo de cabra, ataques violentos y trances. Otros dicen que las muchachas forman una hermandad lunar: bailan para la antigua diosa de la luna, consagrándose a sus fríos y apasionados misterios. Algunos dicen que la Hermandad, acuciada por el tedio y el vacío de la vida de clase media, existe solo para la exploración erótica. Otros ven en esta explicación el afán de denigrar a las mujeres y sostienen que la Hermandad es una asociación intelectual y política consagrada al ideal de la libertad. Otros más rechazan estas explicaciones y sostienen que la Hermandad posee todas las características de un culto religioso: la iniciación, los votos, las reuniones secretas, la fanática lealtad, la negativa a romper el silencio. Las muchas explicaciones, lejos de arrojar rayos discretos de luz intensa sobre los recodos ocultos de la Hermandad, se han entremezclado gradualmente, espesándose hasta formar una nubosa oscuridad donde las muchachas se mueven sin ser vistas.

Lo desconocido

Como otros ciudadanos preocupados, medito todas las noches sobre la Hermandad y la proliferación de explicaciones, hasta que la oscuridad se tiñe de gris frente a mi ventana. Me pregunto por qué no podemos descifrar su secreto, por qué no podemos sorprenderlas en el acto. Si creo que al fin he descubierto la auténtica explicación, la que deberíamos haber visto desde el principio, no es porque sepa algo que los demás no saben. Es porque mi explicación honra lo desconocido y lo invisible, lo tiene en cuenta como parte de lo que conocemos. Pues es precisamente el elemento de lo desconocido, que tanto peso tiene en este caso, el que debe formar parte de cualquier solución. Las muchachas, tal como tratamos de imaginarlas, siguen desapareciendo en lo desconocido. Son penetradas por lo desconocido como si de un fluido negro se tratase. ¿Es posible que nuestra búsqueda del secreto esté mal encaminada porque no incluimos lo desconocido como un elemento crucial de ese secreto? ¿Es posible que nuestro odio por lo desconocido, nuestra necesidad de diluirlo, de destruirlo, de profanarlo mediante agudos y brillantes actos de entendimiento, haga que lo desconocido se hinche con un poder oscuro, como una bestia que se alimentara de nuestra espada? ¿Buscamos quizás el secreto equivocado, el secreto que nosotros mismos anhelamos? Por decirlo de otra manera, ¿es posible que el secreto esté expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es?

El secreto de la Hermandad

Sostengo que sabemos todo lo que necesitamos saber para penetrar el misterio de la Hermandad de la Noche. El doctor Robert Meyer, único testigo de una reunión, informó que nada sucedió durante los treinta y cinco minutos en que observó a las muchachas. En su segunda confesión, Emily Gehring sostuvo que nada sucedió, que nunca sucedió nada en la oscuridad. Yo sugiero que estas descripciones son fidedignas. Sostengo que las muchachas no se reúnen de noche para practicar un rito trivial y titilante, un acto oculto y fácil de exponer, sino solo para practicar el retiro y el silencio. Las integrantes de la Hermandad desean ser inaccesibles. Desean eludir nuestra mirada, sustraerse a nuestra investigación. Desean, ante todo, no ser conocidas. En un mundo plagado de entendimiento, opresivo a fuerza de explicaciones, intuiciones y amor, las integrantes de esta hermandad silenciosa ansian evadir la definición, permanecer misteriosas e inasibles. ¡Contadnos!, gritamos con voz ronca de amor. ¡Contadnos todo! Entonces os perdonaremos. Pero las muchachas no desean contarnos nada, no desean ser oídas. Desean, de hecho, volverse invisibles. Precisamente por esta razón no pueden practicar ningún acto que las revele. De ahí su silencio, su amor por la soledad nocturna, su celebración ritual de la oscuridad. Se sumergen en el secreto como en humo negro: para desaparecer.

En la noche

Sostengo que la Hermandad de la Noche es una asociación de muchachas adolescentes consagrada a los misterios de la soledad y el silencio. Es una muralla, una puerta cerrada, un rostro que se aparta. La Hermandad es una sociedad secreta que nunca podremos desbaratar: aunque lográramos impedir que las muchachas se reunieran de noche, aunque las amarrásemos a la cama toda su vida, los oscuros propósitos de la asociación permanecerían intactos. No podemos disolver la Hermandad. Temerosos del misterio, recelosos del silencio, acusamos a sus integrantes de crímenes oscuros que secretamente nos tranquilizan, ya que entonces podremos conocerlos. Pues preferimos la brujería al silencio, las orgías impúdicas a la mudez nocturna. Pero las muchachas ansían encerrarse en el silencio, convertirse en pálidas estatuas de ojos inexpresivos y pechos de piedra. ¿Qué haremos con nuestras hijas? Noche a noche la hermandad secreta atraviesa nuestra ciudad. Se cuenta que se está propagando entre muchachas más jóvenes y entre las mayores; aun nuestras esposas parecen inquietas, esquivas. Ansiamos enfrentar a nuestras hijas silentes con discusiones, con violencia; de noche soñamos con animales sangrantes y despertamos sobresaltados. Algunos dicen que es preciso denunciar y castigar a la Hermandad, pues nadie podrá detenerla cuando esas ideas echen raíces. Los que aconsejamos paciencia somos acusados de cobardía. Ya se habla de grupos de jóvenes que recorren la ciudad de noche, armados con palos puntiagudos. ¿Qué haremos con nuestras hijas? De noche despertamos inquietos, caminamos de puntillas hasta sus puertas y nos detenemos con las manos tendidas, sin poder avanzar ni retroceder. Pensamos en los largos años de la infancia, en los vestidos de fiesta y las golosinas, en el resplandor de burbujas trémulas en el aire azul del estío. Soñamos con tiempos mejores.

miércoles, 5 de abril de 2017