martes, 23 de mayo de 2017

martes, 9 de mayo de 2017

Conejo - Abelardo Castillo

[Acerca del autor: Abelardo Castillo (San Pedro Provincia de Buenos Aires, 27 de marzo de 1935) es un escritor argentino.]

Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.


A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mirá lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.


Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.


Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenés que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.


Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.


Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenés no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…

Los ojos del traidor - Rodolfo Walsh

El 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de Budapest. El 18 fui arrestado. El 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el Departamento Oftalmológico del Hospital Central. Nunca he sabido la causa de mi detención. Tampoco supe por qué me pusieron en libertad.

Dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por Alajos Endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. Ofrecía donar sus ojos al Instituto de Recuperación de la Vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen Istvan Vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. De ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. El paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.

El caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi Hungría natal.

Fui a ver a Endrey. Estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. Ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. Era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. Presentaba huellas evidentes de desnutrición. Un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. Le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. No indagué sus motivos. Los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. Me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia. La ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945.

Recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. Pensé ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial. Preparé cuidadosamente al paciente. Era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba Josef Pongracz. Pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. En aquel trámite me sorprendió la fatal descarga.

Dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. Una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. Tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro. Extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. Luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto.

Diez días más tarde retiré los vendajes. Josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. Observé sus reacciones. Su cara adquirió una expresión de indecible temor.

Veía. Estaba perdido.

Miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. Cuando le hablé, me reconoció quiso sonreír. Le ordené que se dirigiera a la ventana. Vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. Cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. Después abrió los ojos y miró a lo lejos.

—Atardece—dijo, y empezó a llorar silenciosamente.

Dos meses más tarde recibí la visita del doctor Vendel Groesz, del Instituto de Psiquiatría. Había ido a verlo Josef. Hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia. Dos días después de la operación (me dijo el doctor Groesz) Josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. El sueño se había repetido siete noches seguidas. A pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, Josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror. El doctor Groesz consultó sus notas.

“Era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. Son sus propias palabras.

El doctor Groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. Cualesquiera fuesen los complejos de Josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. Desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. Ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. El panorama que inquietaba los sueños de Josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente.—El sueño—dijo el doctor Groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. Donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. Por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo.

En ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden.

Forzado a buscar una explicación, el doctor Groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de Jung—cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente.—Yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor Groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta quesea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. Pero también hube de desechar esa hipótesis. Ya verá usted por qué.“Una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. Una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles...

Noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. Ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. El cuadro se perfecciona siempre. Ningún detalle previo desaparece. Lo he probado. Todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. Siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más.

“Hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. Cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. Cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. La noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. Al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”

El doctor Groesz consultó una vez más sus notas.

—La figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. El primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. El segundo le hace recordar (fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; Josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor. El tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... El cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera.

El doctor Groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente.

—Ayer—dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer Josef vio el cuadro completo!

“¡Dios mío! ¡Dios mío!“ Los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego. Lo internamos inmediatamente. Se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. Pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. Le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada,los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón.“Esta mañana ha pronunciado un nombre extraño.Le pregunté quién era, y dijo que era él. Cree ser otra persona. Un caso evidente de esquizofrenia” .

—¿Cuál es el nombre? —pregunté—Alajos Endrey —repuso el doctor Groesz.

Mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de Alajos Endrey. No me recordaba. Yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. Accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido.

Un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. Entonces vi el cuadro que había visto el desventurado Josef con los ojos del traidor Alajos Endrey. El primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio Endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. El cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

Creo que en ese caso el factor psicológico ha sido decisivo. El paciente ve, en realidad, pero no lo reconoce, porque tiene temor de ver, porque no quiere ver, porque está acostumbrado a no ver. No hay otra explicación.