jueves, 9 de agosto de 2018

El tiempo de Milena - Abelardo Castillo

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lunes, 11 de junio de 2018

Maestros de la escritura - Liliana Villanueva

De: http://www.edicionesgodot.com.ar/content/maestros-de-la-escritura#.Wx6neor0nIU


Maestros de la escritura - Liliana Villanueva

Precio: $400

Colección: Ensayo

Fecha de Publicación: 07.05.2018

Cantidad de Páginas: 272

Ilustraciones de: Juan Pablo Martínez

ISBN: 9789874086457

Formato: 15 cm x 23 cm

Descargá las primeras 20 páginas

SOBRE EL AUTOR:

Liliana Villanueva nació en Buenos Aires, vivió en Berlín, Moscú y Montevideo. Es doctora en arquitectura por la Universidad de Darmstadt y fue corresponsal de prensa en Rusia. Obtuvo el Premio Míkel Essery de crónicas de viajes (País Vasco, 2011) y en dos ocasiones el Premio Osvaldo Soriano de relato (La Plata, 2013 y 2016) por sus crónicas rusas, compiladas en el libro Sombras Rusas(Buenos Aires, 2017). Por su libro Las Clases de Hebe Uhart (Buenos Aires, 2015) recibió el Premio del Lector de la Fundación del Libro de Buenos Aires en 2015. Su libro Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio, (Montevideo, 2018) ganó el Premio Casa de las Américas de Cuba en 2017 en la categoría Literatura testimonial. Actualmente vive entre Buenos Aires y Berlín.

SOBRE EL LIBRO:

Si se intentara armar una historia de la escritura a partir de la influencia de los maestros en la literatura rioplatense la lista sería larga, pero son pocos los escritores creadores que dedicaron gran parte de su tiempo y de sus vidas a la enseñanza directa de la escritura a través de talleres. Abelardo Castillo, Liliana Heker, Hebe Uhart, María Esther Gilio, Mario Levrero, Alberto Laiseca, Alicia Steimberg y Leila Guerriero son los maestros y maestras que con sus talleres ya legendarios han hecho escuela, los que ayudaron a encontrar el rumbo a nuevas generaciones de escritores, cronistas y periodistas. A partir de innumerables entrevistas y de una investigación sobre el origen de los talleres, que surgieron a fines de los sesenta del siglo xx, se exponen en este libro los diferentes procesos de enseñanza de la escritura resumidos en ocho extensos capítulos. “Una y otra vez debo constatar la suerte que tuve de haber contado —no solo en la escritura— con maestros y maestras que me acompañaron en mis procesos de aprendizaje y supieron ‘soltarme’ en el momento preciso. No sabría decir cuánto de lo que soy les debo a ellos y a ellas”.

ÍNDICE:

  • Introducción: Aprender a escribir / 9
  • Maestros y alumnos / 10
  • El origen de los talleres de escritura / 12
  • Los talleres y la escritura / 15
  • Abelardo Castillo / 19
  • La invención de los talleres literarios / 19
  • La felicidad de la lectura / 20
  • Un invento argentino / 22
  • Reinventar la pasión / 25
  • El sentido de la corrección / 27
  • El mundo real / 30
  • Se escribe porque la felicidad no existe / 32
  • Aprender a escuchar / 35
  • La forma viene dada / 37
  • 16 Máximas de Abelardo Castillo / 42

domingo, 13 de mayo de 2018

Yo te cuento BuenosAires VII–Presentación de Santiago Rouaux

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La tarea del escritor es una tarea solitaria. Quien alguna vez haya emprendido el desafío de escribir un poema, un cuento, una novela, sabe de las largas horas frente al papel o la pantalla, horas placenteras o tormentosas, según el momento, horas que muchas veces no tenemos y que robamos al trabajo, a la familia, a los amigos. Sin embargo, esa soledad tiene un tinte muy peculiar, ya que desde la primera línea, incluso antes, desde que empezamos a planificar la obra, tenemos en mente al lector, a ese futuro lector que algún día habrá de encontrarse con nuestro texto. Todo el proceso de escritura está puesto en función de ese momento fantaseado en que lector y texto finalmente se encuentren.
Se trata de una paradoja. Los escritores nos encerramos para entrar en contacto con otros. Y ese contacto no tiene nada que ver con la comunicación en el sentido técnico de la palabra, con la trasmisión de un mensaje, sino con otro tipo de aspiración, con la posibilidad de hacer vibrar una determinada fibra emocional en la caja de resonancia que es un lector. Construir un dispositivo capaz de producir tal efecto requiere tiempo y precisión; obliga a renunciar a la urgencia de lo inmediato.
Por supuesto, ningún texto será certero con todos los lectores. Ningún lector será sensible a todos los textos. Pero, cada tanto, un libro cae en las manos indicadas y, entonces, se produce un encuentro que atraviesa tiempo y distancia, un encuentro que justifica todo el esfuerzo de la escritura.
Queridos colegas cuyos cuentos fueron seleccionados para formar parte de la séptima edición de Yo te cuento Buenos Aires, hoy ustedes se realizan como escritores. No por los premios ni las menciones. Obtener el reconocimiento del medio literario es un agasajo bienvenido. Pero lo más importante es que sus cuentos, embarcados en estos tres mil ejemplares, zarpan hoy en búsqueda de nuevos lectores. Cada ejemplar tomará su rumbo, pasando de mano en mano, tocando puerto en distintas bibliotecas. Hago mío el consejo del poeta griego Cavafis y a cada uno le deseo que su viaje sea largo, lleno de aventura, lleno de experiencias.

jueves, 10 de mayo de 2018

Prueba de audio

Este es un audio



miércoles, 28 de marzo de 2018

Todos ustedes, zombies - Robert A. Heinlein


Link: Todos ustedes, zombies


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El ruido de un trueno - Ray Bradbury

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.

-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?

-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.

Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.

-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.

-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es…

Eckels terminó la frase:

-Matar mi dinosaurio.

-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.

Eckels enrojeció, enojado.

-¿Trata de asustarme?

-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.

El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.

-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.

Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.

-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.

-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.

La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.

-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.

El sol se detuvo en el cielo.

La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.

-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han existido.

Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.

-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.

Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.

-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.

-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.

-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.

-No me parece muy claro -dijo Eckels.

-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?

-Entiendo.

-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!

-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.

-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!

-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.

-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.

-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?

-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.

-¿Para estudiarlos?

-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?

-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?

Travis y Lesperance se miraron.

-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.

Eckels sonrió débilmente.

-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.

-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…

Eckels enrojeció.

– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?

– Lesperance miró su reloj de pulsera.

-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!

Se adelantaron en el viento de la mañana.

-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.

-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.

-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.

– Ah -dijo Travis.

-Todos se detuvieron.

Travis alzó una mano.

-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.

Silencio.

El ruido de un trueno.

De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.

-Jesucristo -murmuró Eckels.

-¡Chist!

Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.

-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.

-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.

-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.

-¡Cállese! -siseó Travis.

-Una pesadilla.

-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.

-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.

-¡Nos vio!

-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!

El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.

-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.

-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.

Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.

-¡Eckels!

Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.

Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.

Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.

El trueno se apagó.

La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.

Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.

En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.

-Límpiense.

Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.

Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.

-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.

Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?

-¿Qué?

-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.

Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.

Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.

-Lo siento -dijo al fin.

-¡Levántese! -gritó Travis.

Eckels se levantó.

-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!

Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…

-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!

-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.

-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!

Eckels buscó en su chaqueta.

-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!

Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.

-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.

-¡Eso no tiene sentido!

-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!

La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.

-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.

-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.

-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.

Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.

-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.

-¿Quién puede decirlo?

-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?

-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.

-Soy inocente. ¡No he hecho nada!

1999, 2000, 2055.

La máquina se detuvo.

-Afuera -dijo Travis.

El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.

Travis miró alrededor con rapidez.

-¿Todo bien aquí? -estalló.

-Muy bien. ¡Bienvenidos!

Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.

-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.

Eckels no se movió.

-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?

Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco…

Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.

De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.

-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!

Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.

-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.

Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?

Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:

– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?

El hombre detrás del mostrador se rió.

-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?

Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?

No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

El ruido de un trueno.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Hola y adiós - Ray Bradbury

Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerlo a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.

-¡Martín! -exclamó una voz en la planta baja.

-¡Ya voy! -Alzó del suelo la maleta. Vio en el espejo de su cómoda un rostro formado por dientes de león de junio, manzanas de julio y leche de cálida mañana de verano. Allí, como siempre, se reflejaban el ángel y el inocente, aquella efigie que tal vez nunca, en todos los años de su vida, llegase a cambiar.

-Casi es la hora -llamó la voz de mujer.

-¡Ahora mismo! -Y descendió por la escalera, al tiempo gruñón y sonriente. En la sala de estar, sentados, Anna y Steve, las ropas dolorosamente pulcras.

-¡Aquí estoy! -exclamó Martín desde el umbral de la sala.

Daba la impresión de que Anna fuese a romper a llorar.

-¡Oh, Dios mío! No es posible que vayas a dejarnos, ¿verdad, Martín?

-La gente está empezando a murmurar -dijo Martín tranquilamente-. Hace ahora tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente se pone a murmurar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y sacar un billete de tren.

-Todo es tan extraño, no lo entiendo. ¡Y así, tan de pronto! -se lamentó Anna-. Martín, te vamos a echar muchísimo de menos.

-Yo les escribiré todas las Navidades. Por favor, ayúdenme. No me escriban ustedes.

-Ha sido un gran placer y una satisfacción -dijo Steve, allí sentado, demasiado ampulosas las palabras, palabras que cuadraban mal en su boca-. Es una vergüenza que esto haya de acabar así. Es una vergüenza que hayas tenido que contarnos tu caso. Es una condenada vergüenza que no puedas quedarte.

-Ustedes son los parientes más agradables que he tenido nunca -dijo Martín, desde su metro veinte de estatura, barbilampiño, radiante el sol en su rostro.

Y entonces Anna se echó a llorar.

-Martín, Martín -gimió. Se sentó. Parecía querer abrazarlo, pero abrazarlo le daba miedo ahora; lo miró con sorpresa y desconcierto, vacías las manos, sin saber qué hacer.

-No resulta fácil irse -dijo Martín-. Se acostumbra uno a la situación. Desea uno quedarse, pero no puede ser. En una ocasión probé a quedarme después de que la gente comenzase a desconfiar. "¡Qué cosa más horrible!", decían. "¡Tantos años jugando con los inocentes de nuestros niños -decían-, y nosotros sin enterarnos!" "¡Qué espanto!", dijeron. Y al final, una noche tuve que huir de la ciudad. No resulta fácil, no. Saben perfectamente bien cuánto los quiero a ambos. ¡Gracias por estos tres años fabulosos!

Fueron todos juntos hasta la puerta delantera.

-Martín, ¿adónde piensas ir?

-No lo sé. Sencillamente, me pongo a viajar. Cuando veo una ciudad que promete ser verde y agradable, me quedo.

-¿Volverás algún día?

-Sí -dijo con toda formalidad su vocecilla aguda-. Dentro de unos veinte años debería empezar a reflejarse la edad en mi rostro. Cuando así sea, pienso hacer un gran recorrido y visitar a todos los padres y madres que he tenido.

Permanecieron en pie en el fresco balcón veraniego, reacios a decirse las últimas palabras. Steve tenía tozudamente clavada la mirada en un olmo.

-¿Con cuántas familias has estado, Martín? ¿Cuántas veces has sido adoptado?

Martín hizo el cálculo de bastante buen grado:

-Me parece que han sido unas cinco ciudades y cinco los matrimonios con quienes he estado. Han pasado más de veinte años desde que empecé mi peregrinaje.

-Bueno, no tenemos motivo para quejamos -dijo Steve-. Más vale tener un hijo durante treinta y seis meses que ninguno en absoluto.

-Bien... -dijo Martín. Se despidió de Anna con un beso rápido, asió el equipaje y se marchó calle arriba, penetrando en la verde luz del mediodía, bajo los árboles... un chiquillo muy joven en verdad, sin volver atrás la mirada, corriendo.

Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Martín.

Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Martín, señora?" "Señora B., ¿no está Martín retrasado en su crecimiento?" "Martín, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Martín cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".

Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.

-¡Martín! ¿Adónde vas? -Le dieron una patada a su maleta.

¡Qué altos, allí plantados, en el sol! Era como si en aquellos últimos meses, el Sol hubiera pasado una mano sobre sus cabezas, reclamándoles, y ellos fueran cálido metal fundente atraído hacia lo alto; como si fueran trigo dorado halado hacia el cielo por una inmensa fuerza gravitatoria; ellos, con sus trece, catorce años, mirando a Martín desde las alturas, sonrientes todavía, pero ya comenzando a tenerlo por un cero a la izquierda. Aquello había empezado hacía cuatro meses.

-¡Formemos equipos! ¿Quién quiere a Martín en el suyo?

-¡Bah!, Martín es demasiado pequeño; no queremos "niños" con nosotros.

Y lo aventajaron en la carrera, atraídos por la Luna y el Sol y por la sucesión turnante de estaciones de hoja y de viento; él siguió teniendo doce años, pero ninguno de los otros volvió a tenerlos jamás. Y las voces, las otras voces comenzaron de nuevo a repetir el manido estribillo, frío y aterradoramente familiar: "Más vale que le des vitaminas a ese chico, Steve". "¿Qué pasa, Anna, es que en tu familia hay una rama de bajitos?" Y el frío puño que vuelve a golpearte el corazón, el conocimiento de que será preciso volver a arrancar las raíces después de tantos años buenos con los "parientes".

-¿Adónde vas, Martín?

Sacudió bruscamente la cabeza. Volvía a encontrarse en medio de aquellas torres humanas, de aquellos mocetones que le hacían sombra, que pululaban en torno a él, como gigantes inclinados a beber en la fuente de un parque.

-Me voy unos días a casa de un primo.

-Oh. -Hubo un día, hace un año, en que eso les hubiera importado mucho. Pero ahora tan sólo sentían curiosidad por su equipaje. No era más que la fascinación de los viajes y los trenes y los lugares distantes.

-¿Qué les parece si echamos un par de partidas rápidas? -dijo Martín.

Su aspecto era más bien dubitativo pero, dadas las circunstancias, accedieron. Dejó caer la bolsa y corrió; la blanca pelota de béisbol estaba allá en lo alto, en el sol, distante de sus figuras de blanco ardiente en la lejanía del prado, de nuevo en el sol, apresurada, la vida yendo y viniendo, como obedeciendo a un patrón. ¡Aquí, allí! ¡El señor y la señora Robert Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, el primer año! ¡Aquí, allí! ¡Henry y Alice Boltz, Limeville, Iowa, 1935! ¡Vuela, pelota! ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, sin niños, sin niños. Una llamada a esa puerta, una llamada a esa otra.

-Disculpe usted. Me llamo William. Me pregunto si...

-¿Un bocadillo? Pasa, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?

El bocadillo, el vaso largo de leche fresca, la sonrisa, el gesto acogedor, la conversación cómoda, distendida.

-Hijo, das la impresión de haber estado viajando. ¿Te has escapado de algún sitio?

-No.

-Chico, ¿eres huérfano?

Otro vaso de leche.

-Siempre quisimos tener hijos, pero nunca hemos podido. Jamás supimos por qué. Cosas que pasan. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No crees que sería mejor que te fueras a casa?

-No tengo casa.

-¿Un chico como tú? ¿Con lo limpias que tienes las orejas? Tu madre estará preocupada.

-No tengo casa ni parientes en todo el mundo. Me pregunto si... me pregunto... ¿me permitirían pasar aquí esta noche?

-Bueno, hijo, verás, no sé qué decir. Nunca habíamos pensado en admitir... -dijo el marido.

-Esta noche tengo pollo para cenar -dijo la mujer-, y hay bastante para repetir, bastante para las visitas...

Y los años que pasan, que vuelan; las voces, y los rostros, y las gentes; las primeras conversaciones, siempre las mismas. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche veraniega, la última noche que estuvo con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, su voz, al decir:

-Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza que todas esas flores hayan de ser cortadas, que sea preciso extinguir el fulgor de esos fuegos! Qué vergüenza que éstos, todos esos que vemos en las escuelas o correteando por ahí hayan de tornarse altos y desagradables; que luego lleguen las arrugas, la sal y la pimienta en el pelo, o la calvicie, para luego, finalmente, puros huesos y resuellos, tener que morir, enterrados y olvidados. Cuando oigo reír a los niños, me resulta imposible creer que hayan de recorrer la misma senda por la que yo camino. Y sin embargo, ¡vienen! Aún recuerdo aquel poema de Wordsworth: "...cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados lirios, cerca del lago, bajo los árboles, lirios que se agitan y se mecen en la brisa". Eso es lo que a mí me parecen los niños, pese a lo crueles que son a veces, a pesar de saber cuán malvados pueden ser. Pero no les asoma todavía la maldad en torno a los ojos, aún no se lee la malicia en su mirada, sus ojos aún no se han saturado de cansancio. ¡Es tanta el ansia que sienten por todo! Me imagino que eso es lo que más echo a faltar en las personas mayores, que en nueve de cada diez casos han perdido ese ansia, esa frescura, a quienes se les ha escurrido desagüe abajo tanta de su energía vital... Adoro ver cómo salen cada día los niños de la escuela; es como si sus puertas lanzasen florecillas a la calle. ¿Qué se siente, Martín? ¿Qué siente uno al ser eternamente joven? ¿Cómo es parecer una moneda de plata recién acuñada? ¿Eres feliz? ¿Te encuentras tan estupendamente como dice tu aspecto?

La bola de béisbol llegó zumbando desde el cielo azul; le dio a su mano un picotazo, como un gran insecto pálido. Mientras se la acariciaba, Martín oyó a su memoria decir:

"Trabajé con lo que tenía. Después de morir mis parientes, tras descubrir que no podía encontrar en ningún sitio trabajo de adulto, probé suerte en las ferias, pero sólo conseguí que se rieran de mí. "Hijo -me dijeron-, no eres un enano, e incluso aunque lo seas, ¡tu aspecto es de un chico normal! Queremos enanos con cara de enanos. Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, y eché a andar pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Tenía aspecto de niño, tenía voz de niño, así que podría perfectamente seguir siendo un niño. De nada valía luchar contra ello. De nada serviría gritar. ¿Qué podía hacer, pues? ¿Qué trabajo tenía a mi alcance? Y un buen día vi a un hombre en un restaurante mirar las fotografías que de sus hijos le enseñaba otro hombre. "Claro que me gustaría tener hijos -decía-, ya lo creo que me gustaría." No hacía más que mover con desánimo la cabeza. Y yo sentado allí, a unos pocos asientos de él, con una hamburguesa entre las manos. Me quedé allí sentado, ¡helado! En aquel mismo instante supe cuál iba a ser mi trabajo durante el resto de mi vida. Sí, había trabajo para mí, después de todo: hacer felices a gentes solitarias. Mantenerme ocupado. Jugar eternamente. Me di cuenta de que tendría que jugar eternamente. Repartir unos cuantos periódicos, hacer recados, segar unos cuantos céspedes. Quizá. Ahora, ¿trabajos pesados? Jamás. Todo cuanto tendría que hacer consistiría en ser hijo de una madre y orgullo de un padre. Me dirigí al hombre que se encontraba un poco más abajo que yo en la barra. "Discúlpeme", le dije, y le sonreí..."

-Pero Martín -le había dicho hacía mucho la señora Emily-, ¿nunca te has sentido solo? ¿Nunca has querido... esas cosas que los adultos desean?

-Esa batalla la tuve que librar yo solo -dijo Martín.

"Soy un chiquillo -me dije-, tendré que vivir en un mundo de chiquillos, leer libros para niños, jugar a juegos de niños, desconectarme de todo lo demás. No puedo ser las dos cosas. Yo sólo tengo que ser una cosa: joven. Así que hice mi papel. ¡Oh, no fue fácil! Hubo momentos..." Se interrumpió y se sumió en el silencio.

"Y la familia con la que vivías, ¿no llegó a saberlo nunca?"

"No. Decírselo hubiera estropeado todo. Les conté que me había escapado; les dejé comprobarlo por conducto oficial, por la policía. Después, cuando no apareció ninguna ficha ni denuncia, dejé que solicitasen mi adopción. Eso era lo mejor de todo, siempre y cuando no sospechasen nada. Pero, entonces, después de tres años, o de cinco, se imaginaban lo que pasaba, o llegaba un viajante que me conocía, o me tropezaba con un feriante, y aquello se acababa. Siempre tenía que acabar."

"¿Y tú eres muy feliz? ¿Es agradable seguir siendo niño durante cuarenta años?"

"Como suele decirse, es una forma de ganarse la vida. Y cuando uno hace felices a otras personas, casi se es feliz también. Sea como fuere, dentro de unos cuantos años estaré ya en mi segunda infancia. Habré doblado el cabo de las tormentas, habré olvidado las insatisfacciones y casi todos los sueños. Tal vez entonces pueda comportarme con naturalidad y representar mi papel hasta el final."

Lanzó una última vez la bola de béisbol y rompió el ensueño. Corrió a coger su equipaje. Tom, Bill, Jamie, Bobb, Sam; sus nombres se movieron sobre sus labios. Percibió el embarazo de los muchachos al irles estrechando la mano.

-Bueno, Martín, después de todo no es como si te fueras a China o a Tombuctú.

-Así es, ¿verdad? -Martín no se movió.

-Hasta pronto, Martín. Nos veremos la semana que viene.

-Hasta pronto, hasta pronto.

Y fue alejándose con la maleta, mirando a los árboles, alejándose de los muchachos y de la calle en la que había vivido. Al doblar una esquina aulló el silbato de un tren, y echó a correr.

Lo último que vio y oyó fue una blanca bola de béisbol lanzada a lo alto de un tejado, atrás y adelante, atrás y adelante, los gritos de dos voces (la bola lanzada hacia arriba, y luego abajo y otra vez a través del cielo). "¡Annie, Annie, basta! ¡Basta, Annie, basta!", gritos como los de los pájaros al volar hacia el lejano sur.

Se despertó de madrugada, una madrugada con olor de la neblina y del frío metal, envuelto en el olor ferroso del tren que lo rodeaba, los huesos sacudidos, entumecidos los miembros por toda una noche de viaje. Se despertó con olor de sol tras el horizonte; su vista se tendió sobre una pequeña villa recién surgida del sueño. Se estaban encendiendo las primeras luces, murmuraban quedas las voces; una señal roja oscilaba adelante y atrás, atrás y adelante, en el aire frío de la mañana. Había ese silencio somnoliento en el cual los ecos están dignificados por la claridad, en el cual los ecos se encuentran desnudos, nítidos y solitarios. Pasó un mozo de tren, una sombra entre las sombras.

-Señor -dijo Martín.

El mozo se detuvo.

-¿Cómo se llama esta ciudad? -susurró el chico desde la oscuridad.

-Valleyville.

-¿Cuántos habitantes tiene?

-Diez mil. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te bajas aquí?

-Parece verde. -Martín permaneció largo rato escrutando la ciudad sumida en la madrugada-. Parece agradable y tranquila -añadió.

-Hijo -dijo el mozo-, ¿de verdad sabes a dónde vas?

-Aquí -respondió Martín. Y se levantó tranquilamente en la madrugada tranquila, fría, saturada de olor a hierro, en la oscuridad del tren, con un rozar de ropas, perturbando el silencio.

-Chico, confío en que sepas lo que te haces -dijo el mozo de tren.

-Sí, señor, sé lo que me hago. -Y descendió al oscuro andén, con el equipaje en pos, en manos del mozo; salió a la mañana que recibía las primeras luces, la mañana humeante y fría que condensaba el aliento. Permaneció un instante con la vista alzada hacia el mozo y hacia el negro tren de metal, contra el fondo de las pocas estrellas que aún quedaban. El tren exhaló un gran soplido aullante en su silbato, los mozos del tren gritaron a lo largo de toda la hilera de vagones, los coches saltaron, y su mozo sonrió y ondeó la mano en señal de saludo al chico que allí se quedaba, a aquel chico pequeñín con su maletón que le estaba gritando algo, a pesar de que la máquina volvía a soltar su silbido.

-¿Qué? -gritó el mozo, con la mano haciendo pabellón en la oreja.

-¡Deséeme suerte! -gritó Martín.

-¡La mejor del mundo, hijo! -exclamó el mozo, saludando, sonriendo-. ¡Muchacho, la mejor del mundo!

-Gracias -dijo Martín en mitad del estrépito del tren, en el vapor y el rugido.

Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.

Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.

viernes, 9 de febrero de 2018

miércoles, 7 de febrero de 2018

Liliana Bodoc (1958-2018): el último viaje de la escritora que imaginó dragones y mundos fantásticos

De: https://www.lanacion.com.ar/2107179-liliana-bodoc-1958-2018-el-ultimo-viaje-de-la-escritora-que-imagino-dragones-y-mundos-fantasticos

Con La saga de los confines y Tiempo de dragones inventó una épica sobrenatural que fue best seller y conquistó a lectores juveniles; decía que miraba el universo de Tolkien "desde el sur"

Con La saga de los confines y Tiempo de dragones inventó una épica sobrenatural que fue best seller y conquistó a lectores juveniles; decía que miraba el universo de Tolkien "desde el sur"

Por: Natalia Blanc

7 de febrero de 2018 

"Si sufro mal de altura, que se agite mi prosa, que le cueste andar. Si compro una empanada en la calle, que la sintaxis quede chorreando aceite sabroso. Y si encuentro, ojalá, a los muertitos, espero dejarles algo de mi vida como ofrenda". Destacadas en letras negras, las frases de Liliana Bodoc señalan el camino que la autora santafesina había decidido transitar en el ejercicio de la escritura: poner el cuerpo, la cabeza, el corazón, aun a riesgo de exponerse al dolor. Ayer, con la repentina noticia de su muerte, esas palabras que publicó en la bitácora virtual de su viaje al norte argentino para escribir la novela Elisa, la rosa inesperada (Norma) cobraron otro sentido.

Cuando muere una figura pública tan querida y respetada como Bodoc, y cuando esa muerte llega de golpe, sin previo aviso, y golpea fuerte, el shock es colectivo. Fue lo que pasó ayer apenas se difundió por las redes sociales que la autora de La saga de los confines había muerto de un ataque cardíaco, horas después de regresar de un viaje a La Habana. Escritores, editores, periodistas, ilustradores, artistas, funcionarios, lectores anónimos y conocidos compartieron el sentimiento de consternación sin grietas ni bandos. "No digo adiós. Ustedes se irán. Yo permaneceré, reinventando el recuerdo de lo que han sido. No digo adiós, aquí me quedo para contarlo todo", tuiteó el escritor Antonio Santa Ana, citando un párrafo de Los días del fuego, última parte de La saga de los confines. "Absolutamente consternada", escribió María Teresa Andruetto, resaltando el dolor con letras mayúsculas.

Vital y joven (era de 1958), Bodoc había regresado anteanoche de Cuba. Su última actividad pública fue en la Feria del Libro de La Habana, donde Mendoza, su provincia adoptiva, tuvo un stand. Integró la comitiva junto con Diego Gareca, secretario de Cultura mendocino, que fue quien comunicó la noticia por Twitter. Según contó Gareca al diario El Sol, de Mendoza, Bodoc participó de las actividades programadas, estuvo de muy buen humor y no tuvo inconvenientes de salud. Ironías del destino, la Secretaría de Cultura ya había decidido que la edición 2018 de la Feria del Libro de Mendoza rendiría homenaje a Bodoc.

La escritora mantuvo una relación cambiante con los viajes. De adolescente, anhelaba recorrer el mundo, pero ya más grande se paró en la vereda contraria y los consideraba un "exceso burgués": "Como comer duraznos en invierno". En los últimos años, había flexibilizado esa postura y viajaba por trabajo. Viajar para escribir una novela, como hizo con la última, fue algo nuevo en su vida y en su carrera.

"El encuentro con el paisaje del norte fue rotundo. Muy fuerte. Desde que escribí La saga de los confines, me preguntan si conozco el Machu Picchu, las ruinas de México. Y no. Esta vez dije: 'Voy a hacer algo distinto, voy a dejar que el viaje me vaya contando la historia'. Tilcara, en particular, fue muy intenso. No pude manejar lo que me generaba, las emociones, la tristeza. Me sentí muy sola. Y eso que suelo viajar sola y hasta me gusta. Me sentí muy desvalida. Lloraba sin causa. Me parece que hay algo de paisaje geográfico y humano que es muy fuerte. Hay algo de un pueblo que aparenta un sometimiento desde el lenguaje corporal, la voz baja. Y también hay una resistencia oculta. Me pareció casi un territorio en guerra, sinceramente. Los turistas, las fotos, el escándalo. Guerra de culturas", contó en una de las últimas entrevistas con LA NACION en la confitería Las Violetas, su "oficina" porteña.

En esa charla, un sábado de agosto de 2017, reveló que la experiencia en Tilcara la había conmovido tanto que abandonó el viaje y se planteó largar el libro. "No fue la altura, el apunamiento, como suele suceder. Me afectó algo íntimo y me quise ir". Alma sensible, finalmente comprendió que esa novela, en la que cambiaba el registro de lo épico y lo fantástico por una radiografía social descarnada en la que hablaba, también, de la violencia familiar y la trata de personas, "solo podría ser la versión escrita de un camino impensado, de un plan fallido".

La editora de Norma, Laura Leibiker, que siguió el proyecto y le sugirió la idea de la bitácora virtual, recordó: "Su sueño era viajar para escribir. Resultaba maravilloso encontrar todas las mañanas audios, poemas, fotos, videos, música de sus recorridos, de sus búsquedas". Tan consternada como sus colegas, Leibiker contó: "Tuve la enorme suerte de trabajar con ella en la editorial SM cuando editamos El espejo africano. Allí descubrí a una mujer talentosa, generosa, capaz de escuchar, de aportar ideas, de una gran humildad y calidez".

Licenciada en Literaturas Modernas por la Universidad Nacional de Cuyo, Bodoc fue docente de Literatura Española y Argentina en colegios de esa universidad. Editó su primer libro, Los días del venado, primera parte de una trilogía de épica fantástica que se convirtió en best seller, a los 40 años. Después de Los días de la sombra y Los días del fuego llegaron Memorias impuras, Presagio de carnaval, Sucedió en colores,Amigos por el viento y El mapa imposible, entre otros. En 2002 ganó el premio de la Feria del Libro de Buenos Aires. En 2004 y 2014 fue destacada por la Fundación Konex con el Diploma al Mérito y el Premio Konex de Platino. En mayo de 2016 recibió el título honoris causa de la Universidad Nacional de Cuyo. También integró la lista de premios de The White Ravens en 2002 y 2013.

Para viajar a Jujuy y escribir Elisa, la autora había dejado por un rato de trabajar en la tetralogía de los dragones, otra obra cumbre que la mantuvo en el ranking de los más vendidos en literatura juvenil. "Ya salieron La profecía imperfecta y El elegido en su soledad. La película que íbamos a hacer con Ciruelo se suspendió. Entonces yo, que estoy enamorada del tema, decidí olvidarme de ese proyecto y seguir escribiendo, que la saga siga. Estoy avanzando bastante con la tercera parte, para publicar en 2018, y queda una más", dijo en agosto pasado. Al otro día partía de Buenos Aires, ciudad que la alienaba, hacia el pueblito de San Luis donde estaba instalada. Tenía planes. Y muchas ganas de seguir creando mundos fantásticos, con heroínas fuertes y dragones.

  • Claudia Piñeiro, escritora: "Hermosa persona, generosa colega, gran escritora. Nunca alcanzará con decir 'quedan sus libros' porque era esa sonrisa de la foto, la calidez, el don de gentes y esa inteligencia que hacía interesante hablar con ella del tema que fuera"
  • Ciruelo Cabral, ilustrador: "Su inesperado fallecimiento es una pérdida irreemplazable para la cultura hispanoamericana. Soy un ferviente admirador de su obra y lamento haber perdido la oportunidad de colaborar con ella"
  • Pablo Bernasconi, escritor e ilustrador: "Triste, triste. Adiós Liliana, arquitecta de mundos, reina infinita de los colores. Viajera generosa, te encontramos en cada página tuya, ahora nuestra. Te vamos a extrañar, gente inmensa"

Tres títulos esenciales de su biblioteca

Los días del venado

  • Editorial: Suma de Letras
  • La primera parte de la trilogía La saga de los confines

La profecía imperfecta

  • Editorial: Plaza &Janes
  • Primer título de la saga inconclusa Tiempo de dragones

Elisa, la rosa inesperada

  • Editorial: Norma
  • Última novela juvenil, sobre una adolescente en Jujuy

jueves, 25 de enero de 2018

Murió la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin

http://www.lanacion.com.ar/2103272-murio-la-escritora-estadounidense-ursula-k-le-guin

23 de enero de 2018

La gran autora estadounidense de ciencia ficción y fantasía, poeta y ensayista Ursula K. Le Guin murió esta mañana en Portland a los 88 años. Hija de Alfred Kroeber, un antropólogo discípulo de Franz Boas, y la escritora y antropóloga Theodora Kroeber, nació en California en 1929. Escribió relatos desde la infancia, aunque pudo publicar el primero en una revista en 1962. Graduada de la Universidad de Harvard con un posgrado en lenguas romances, obtuvo luego una beca Fulbright para estudiar en Francia, donde conoció a su esposo, Charles Le Guin. Fue profesora de literatura francesa y medieval, y sus intereses cubrieron un arco que iba de la cultura medieval y el Renacimiento a la sociología y el feminismo.

Le fue dado el don de la creación de universos imaginarios desde el comienzo de su obra. La primera novela de la autora, El mundo de Rocannon, de 1966, combina la novela de viajes con la intriga planetaria y da inicio al ciclo de las novelas de Ekumen. De ese conjunto se destaca La mano izquierda de la oscuridad, de 1969, que ganó los premios Nebula y Hugo. La fantasía de una civilización hermafrodita le permitió explorar la posibilidad de un mundo en el que la sexualidad deja de ser una variable determinante de la sociedad. "Si una feminista es alguien que piensa que el género es en gran medida una construcción social, y que nada justifica el dominio social de un género sobre otro, entonces soy feminista", declaró. Su obra fue caracterizada como ficción antropológica.

Su vasta producción incluye la exitosa serie de Terramar. Esa serie se inicia con Un mago de Terramar (1968), donde Le Guin narra la historia de un joven aprendiz de mago que debe luchar en particular contra sus propios fantasmas y oscuridades. Es imposible no advertir la influencia de esa obra en las novelas protagonizadas por Harry Potter y el ciclo de Star Wars. Si se las compara, la calidad literaria de la escritora estadounidense brilla como un diamante en medio de escombros. Con la tercera entrega de la serie de Terramar, La costa más lejana, obtuvo el National Book Award en 1972.

Gracias al entusiasmo de lectores como Angélica Gorodischer, que fue su amiga; Carlos Gardini, que tradujo Países imaginarios, y Liliana Bodoc, la obra de Le Guin se difundió ampliamente en la Argentina. Ella tradujo al inglés una de las mejores novelas de Gorodischer, Kalpa imperial, y con la poeta Diana Bellessi publicó The Twins, The Dream/Las gemelas, el sueño, suerte de experimento poético donde una escritora traducía los poemas de la otra.

Una de sus novelas más recientes, Poderes, volvió a obtener en 2008 el premio Nebula a la mejor novela, que otorga la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos. En 2014, Le Guin recibió una medalla por su contribución a literatura norteamericana. La aceptó en nombre de los escritores de fantasía y ciencia ficción que, según ella, habían sido "excluidos de la literatura durante mucho tiempo", mientras que los honores literarios habían ido mayormente a manos de los narradores realistas.

Su familia anunció la muerte de Le Guin esta tarde y notificó que la salud de la escritora no había sido buena en los últimos meses.