viernes, 23 de agosto de 2013

Igualito que un tesoro – Sandra Langono

Primer Premio del Jurado del Concurso de relato breve “Yo te cuento Buenos Aires II, edición Bicentenario”

No, señor. Si no fue por el huevo. Fue por otra cosa. Vaya una a saber. Capaz que fue de rabia, nomás. Es que ¿sabe, señor?, una está harta y a la final una se cansa. Siempre tratándola a una como si una sería un trapo de piso. Una termina tirando la toalla*. Es así. Qué se le va a hacer. Mire, señor, yo ya se lo conté todo. Todito, le dije. Pero si quiere, yo se lo cuento todo de nuevo, ¿eh? Total, qué más me da a mí. Vea, yo entré a la feria a eso de las ocho, ¿sabe? En la calle no había casi nadie. El guacho* ese apareció después. Nada más el quiosquero estaba en la cuadra. Si yo me acuerdo porque me arrimé a mirar los diarios… que con este gobierno una se ha vuelto pobre, pero yo de chica supe ir a la escuela, y me arrimé a pispear* en los diarios por lo de la elecciones de ayer, ¿vio?; por eso del jefe de gobierno; si yo lo vi por la tele; dicen que es la primera vez que Buenos Aires va tener jefe de gobierno y entonces, digo yo, el Intendente… (1) ¿qué? Yo no sé, yo no entiendo, señor, pero, usted digamé, ¿no nos va a pasar otra vez lo mismo? Que siempre nos prometen y nos prometen y después…, nada. Después, con noso¬tros… ah, no, si te he visto no me acuerdo. Mire la que nos hizo el patilla (2). Y nosotros… si habremos sido pajarones*. Nosotros lo votamos al patilla como si habría sido la reencarnación propia del General (3). Y usted se acuerda cómo ha¬blaba y cómo nos prometía que esto, que lo otro y después, ja…, a llorar a la iglesia y ahora mire cómo estamos. Y a quién íbamos a votar, ¿eh? ¿A quién? En mi casa siempre se fue peronista*, siempre. ¿Y ahora? Y no, no había nadie en la calle ni en la feria, tampoco. Yo voy siempre a esa feria porque ahí hay gente bue¬na y siempre me dan algo. Y después que está cerca de la iglesia, de La Redonda, ¿vio?; la que está cruzando Cabildo, justo antes de llegar a la plaza. La que se pone linda los fines de semana; se llena de gente y están los puestos y es alegre y hay pibes*; y del otro lado, del lado de La Redonda, están los juegos y los pibes se entretienen, ahí, y los fines de semana se la pasan jugando toda la tarde. ¿Qué va a ser de los críos, ¿eh? Digamé qué va a ser de los críos si a mí me pasa algo. Si yo soy lo único que tienen. Capaz que por eso me puse así, como una fiera. Capaz que por eso me la agarré así con ese guacho. Nada más la carnicería estaba abierta y algún que otro puesto, capaz, no sé. Pero la carnicería sí que estaba abierta y esta¬ba el carnicero. Y ahí fue que compré el huevo, en la carnicería que está a gatas* uno entra. Si yo cuando venía por la calle, por Juramento, vi que la feria estaba abierta porque lo vi desde afuera al carnicero preparando el mostrador. La Luisa me había prestado unos pesos. Cinco. Cinco pesos me dio la Luisa. Y yo me iba para la Estación de Barrancas, ¿vio?; como todas las mañanas. Agarro derechito por Juramento y me voy caminado hasta la barranca. En la estación siempre algo se vende. Yo vendo cositas: broches, hilos de coser, agujas… esas cosas. ¿Eso se lo dije? Yo, antes, no tenía tanta necesidad como ahora. Antes yo iba a trabajar y los críos iban a la escuela. Hasta que empezó a venirse todo abajo y cada vez peor. Después empezaron a echar gente y me echaron a mí también. Quién nos iba a decir, digamé, quién nos iba a decir a nosotros que el patilla nos iba a hacer el corte de mangas* que nos hizo (4). Porque, la verdad, señor, la verdad es que a este gobierno no le importa nada de todos nosotros y una los ve por la tele y ve las fotos en las revistas, con esas pilchas* y esos autos importados y las casas como pala¬cios y las mujeres todas llenas de anillos y collares y las pieles y los flequillos to¬dos iguales (5) y a una le da tanta rabia, señor, tanta rabia, porque nos han tratado como si seríamos quién sabe qué, señor, no me lo diga. De la textil me echaron y al Alberto terminaron por echarlo también… Si usted vio que hay una punta de gente en la calle, sin trabajo y sin nada que hacer que eso es lo peor de todo (6). Y vea, señor, acuerdesé bien de lo que yo le digo, que nosotros somos los primeros en caer porque somos los de más abajo, pero van a seguir cayendo, como moscas van a caer, usted ya lo va a ver y entonces ¿qué van a hacer con todos nosotros, eh? ¿Qué va a pasar con todos nosotros? Después al Alberto, no sé qué le pasó que se mandó a mudar* cuando me quedé de la más chica, de la Lola. Un buen día se levantó y se fue y no volvió más y yo me quedé sola, señor. Sola con todo. Hacía un frío esta mañana. A mí me temblaban hasta los dientes. Total, que cuando vi los huevos… Esos huevos, ahí. Parecían recién salidos de la gallina: tan ovaladitos, tan limpios; si hasta parecían calentitos, mire. No me pude resistir y entré. Que si yo habría sabido… Pero entré, nomás. Los dedos me transpiraban en el bolsillo. Yo acariciaba los cinco pesos. Se me hacía agua a la boca. Es que yo antes sabía comer huevo seguido, ¿sabe? Antes, cuando teníamos la casita; ahora fuimos a parar a la calle y por lo menos nosotros conseguimos donde dormir; pero ¿y los otros? ¿Y toda esa gente que tiene que dormir a la intemperie? Total que vi los huevos y me dio como un antojo, como un ataque de comer huevo. Igual pensé en los críos, ¿eh? No se vaya a pensar que no. Qué sé yo. Con esa plata, capaz me alcanzaba para comprar un poco de polenta aunque más no sea. Pero no me las pude aguantar. No me pude contener como quién dice. Y fui y me lo compré con los ojos cerrados. El carnicero me lo metió en una bolsita y yo me lo guardé en el bolsillo. Lo acariciaba con la punta de los dedos, mire. Si hasta me dan unas ganas de largarme a llorar. Lo acariciaba igualito que si tendría un tesoro. ¿Y sabe qué? Vea, señor, que si una sería adivina yo me lo comía ahí nomás al huevo. ¡Pero qué me iba a imaginar, yo! ¿Eh? Digameló usted, señor: ¿cómo me lo podía imaginar, yo? Yo salía de la feria contenta. Salía por la puerta donde está el puesto de flores. Y ahí, justo en la esquina de Juramento y Ciudad de la Paz, había estacionado uno de esos camiones de mercadería, ¿vio? Y justamente ahí fue que se me apareció este degenerado saliendo de atrás del camión. Yo lo vi que venía para el lado de la puerta de la feria. Verlo lo vi, la verdad. Pero no le di ni cinco. Me pensé que sería uno de esos guachos que salen de farra* corrida y que volvía a su casa medio bo¬rracho o algo así. Era un guacho bien vestido, no vaya a creer. Usted lo vio, no tendría más de 30. Bien vestido, sí. Uno de esos guachos que usan traje con zapa¬tillas seguro que importadas; y con el pelo bien cortito y como engominado y con os pelitos parados. Y tenía una pulsera y una cadena en el cuello. Pero a la pulse¬ra y a la cadena se las vi después, cuando ya estaba en el piso. Yo no sé si el tipo hizo como que se tropezaría o si se tropezó, nomás. Eso no lo sé. Pero el tipo se me venía encima como una bolsa de papa y yo me corrí. Y esa fue mi desgracia. Agatita* alcancé a correrme. Si yo vi cómo el guacho estiraba los brazos como para agarrarse de algo, de mí, capaz, y yo me corrí para no irme al diablo junto con él. Fue un impulso cuando me lo vi venir. Que si yo sabía la que se me venía me quedaba quietita ahí nomás y aguantaba el cimbronazo*. Pero usted fijesé cómo son las cosas, señor. Yo tuve la mala suerte de correrme. Y el desgraciado pasó de largo y se fue de jeta* al piso*. Si usted lo habría visto, señor… Como una bolsa de papa, cayó. Y ahí me vino la otra mala idea. Porque a mí me dio risa. La verdad que me entró una risa bárbara. Cuando vi cómo el tipo se estampaba de jeta en el piso, tan fifí*, él, agrandado como galleta en el agua*, porque era uno de esos guachos que la miran a una como si una sería un piojo, como le digo, no me pude aguantar y largué la carcajada. ¡Para qué, señor, para qué! La que se me vino des¬pués fue una verdadera tragedia. Yo, la verdad, no me recuerdo muy bien lo que pasó después. Preguntelé al carnicero, que estaba ahí nomás, del otro lado del mostrador de la carnicería y estaba acomodando la carne en la mesada. Que si el carnicero me habría dado una mano, capaz yo no estaría ahorita acá, con usted. Lo que me acuerdo muy bien es que el guacho se volvió loco. Perdió los estribos*, como quién dice. “Vieja de mierda”, me grita el guacho; eso sí que lo escuché bien clarito; me dice “vieja de mierda” y pega el salto y se me abalanza como una bes¬tia. Yo veía cómo la cadena se le reboleaba en el cogote*. ¿Y sabe cómo apretaba los dientes y estiraba los labios? Parecía propio, propio un perro. Y empezó a dar¬me una de puñetazos… había que ver cómo me daba. Una salsa*, pero una salsa… Meta trompada de acá y de allá me tenía. Pero a mí eso no me importó, ¿eh? Una ya ha pasado por tantas, que a la final ya se le hacen como callos a una, ¿me en¬tiende? Eso sí, me había agarrado como un ardor. Como una quemazón, acá, en el pecho. Y los ojos me ardían de una manera… Hasta que me dio ese trompazo en la nariz. Yo me fui para atrás de golpe. Y el huevo saltó, señor. No sabe cómo sal¬tó. Salió disparado del bolsillo y cayó. Y claro, se hizo pedazo contra el piso. A mí se me saltaron las lágrimas, se lo juro. Y encima, el muy hijo de mala madre, ¿sabe lo que hizo? Se arrimó al huevo partido, levantó el pie y lo estrujó más y más y más contra el huevo. Y se reía. Y más pisoteaba, más se reía. Mire que hay que ser hijo de una mala madre, no me lo diga señor. Ahí fue que a mí se me borró todo. No vi más nada. Se me borraron los gritos y los golpes y la risa de ese hijo de una gran perra. Ciega me puse. ¿Y sabe, qué? Me levanté como si tendría un volcán adentro del cuerpo. Cacé la cuchilla del carnicero y le entré a dar y dar. A cuchilla¬zo limpio lo tenía al desgraciado. No sé ni dónde le daba, mire. Hasta que vi el ojo. Recién ahí paré de darle. Cuando vi al ojo rodar por el suelo. Ahí me quedé con el cuchillo en esta mano, y con esta otra, me agaché y levanté el ojo del piso. Y se lo juro, señor, que diosito me castigue si le miento, se lo juro por los críos, que cuando pude abrir la mano, el huevo estaba ahí. Recién hervido. Tierno. Tibio. Hasta me pareció que latía. Se me escurría en la mano. Y a mí se me hizo que el huevo me llamaba. ¿Y qué quiere que le diga, señor? Hacía tanto frío. ¡Y yo tenía tanta hambre!

Sandra Langono
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la gar¬ganta. En la otra, una edición bellísima de “Príncipe y mendigo”, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora joven recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, con otra historia: “La au-topista del sur”… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: Quiero ser escritora. Esa soy yo.

Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la garganta. En la otra, una edición bellísima de Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora jovencita recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, medio de casualidad con otra historia: La autopista del sur… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: quiero ser escritora. Esa soy yo.

El reflejo de la daga en la pared - Marcelo Petetta

Ganador del concurso "Yo Te Cuento Buenos Aires III", 2012

Viernes por la tarde. Toma el colectivo 60 en Panamericana: cuerpos transpirados, olores y murmullos lo rozan y molestan aunque pensando en lo que lo espera preferiría quedarse ahí arriba, pero nada detiene al destino y la parada llega. Baja en Puente Pacífico y camina despacio hasta Godoy Cruz con la mochila del colegio al hombro. En la puerta del edificio saluda al encargado y sube por la escalera para hacer más lento el regreso.
Como todas las semanas, a la hora de siempre, sucederá. Comenzará el dolor. Dolor que arrancará en la boca del estómago y se transmitirá a todo su cuerpo en intervalos insoportables. Ella se meterá en la cama, cerrará la puerta (a veces con llave; otras, no), dejará sobre la mesa de luz los frascos de pastillas bien a la vista, para que él los vea si entra. Ya no se levantará hasta el lunes por la mañana (eso si, en el medio, una pastilla de más no le provoca la muerte).
Él también se encerrará en su cuarto y bajará las persianas para no oír los gritos de las prostitutas de Godoy Cruz. Con música de Floyd, tumbado en la cama, hará el intento de derramar alguna lágrima que (ya sabe) no va a fluir. Muchos viernes atrás se secaron sus ojos.
Sin embargo, éste no parece ser un fin de semana más; desde que llegó del colegio percibió las diferencias. A ella aún no se la ve tan mal. Es más, cuando lo recibió parecía entusiasmada en el preparativo de algo distinto a la misa rutinaria de los viernes, hasta le hizo la comida. Raro.
Almuerza en silencio y se encierra en su cuarto (por primera vez en mucho tiempo antes que ella). Baja la persiana para que el sol de noviembre no caliente su pequeño mundo. Enciende el ventilador de techo, aprieta el play del pasacasete, se desnuda (le hubiese gustado estar completamente desnudo, pero el pudor hace que se deje puestos los calzoncillos). Cierra los ojos y ve el ventilador. Los abre y sólo escucha su incesante zumbido. Cuando cierra los ojos lo ve, cuando abre los ojos lo escucha. No es un viernes como todos.
En este momento oye los pasos de ella en el pasillo que se dirigen a la habitación. Con los ojos cerrados y el dolor en la boca del estómago se le acelera el pulso, trata de escuchar la música para relajarse y no puede, el ventilador tampoco se oye. Abre los ojos para ver si se cortó la luz, pero el pasacasete mantiene las luces encendidas. Mira el techo y el ventilador sigue girando sin ruido. El silencio aturde: se tapa los oídos con fuerza; mira otra vez el techo y las palas del viejo ventilador le devuelven una imagen de extrema belleza en forma de dagas brillantes, como si alguien con mucha paciencia hubiese dado lustre al acero. El filo de sus puntas, la delicada forma asesina, su poder hipnótico. Trata de calmarse y gira la cabeza hacia el costado, hacia la ventana por donde no pasa ni un rayo de luz. Mira. Ahora, la imagen de las dagas reflejadas ha cambiado el paisaje del cuarto, la cortina se ha transformado en un lienzo enorme en el que, de pared a pared, algún extraño pintor ha dejado su huella.
Entonces lo ve. Su elefante apoyado contra el placard.
-Tardaste mucho- dice y levanta la cabeza de la almohada.
-No pensaba venir. Parece ser un día distinto el de hoy, ¿no?
-Es verdad. Hay algo raro dando vueltas por la casa. Fantasmas, quizá.
-No. Acá no hay fantasmas. Ni espíritus. Ni hablar de ángeles.
Se hace un silencio que él interrumpe con una directa a su mentón.
-¿Qué son esas dagas en el techo? ¿Las hiciste vos? ¿Y la imagen en la cortina?
Como siempre, nada conmueve al elefante.
-¿Miraste bien la imagen?- Pregunta el elefante.
Mira hacia la ventana y vuelve a verla: la cara de ella extremadamente hermosa, el cuerpo cubierto por un fino camisón de los que usa todos los viernes. La imagen sobre la tela irradia su fría belleza de forma casi perfecta. Sin embargo, hay algo raro.
-¿Te das cuenta de la diferencia de ésta con las anteriores?
Él piensa que al elefante le encanta preguntar, como si de esa forma fuera más eficaz. Busca detalles, qué hay en esa imagen. Un escalofrío le recorre el cuerpo semidesnudo. Es horrible: el color de la cara, la expresión, sus ojos....
-¿Está……? ¿Está muerta?
- ¡Ajá¡ Total y completamente muerta -lo dice sin mover un solo músculo.
Vuelve a mirarla y busca algún indicio de vida. No, todo inerte salvo un hilo de color negro deslizándose por el lado izquierdo del camisón, algo así como tinta china, la misma con la que más de una vez ensució su guardapolvo escolar en las clases odiosas de caligrafía.
-No es tinta -dice el elefante. Es sangre.
El ruido ensordecedor del tren sobre las vías de Pacífico lo molesta y despoja la habitación de dagas, lienzos y elefantes. Los gritos de una mujer y un hombre discutiendo le llegan desde la vereda. Cuando vuelve el silencio escucha los suaves acordes de Mother y el zumbido del ventilador. El corazón le late con fuerza; está sudando. Se levanta de la cama y camina hasta el baño, abre la canilla de la ducha y se mete bajo el agua helada, las palpitaciones aumentan. Luego comienza a relajarse y decide salir. Se seca despacio tratando de detener el tiempo, ya no quiere esto, ya no tiene fuerzas, no hay lágrimas, sólo un interminable dolor en la boca del estómago que casi no lo deja respirar. En el cuarto se quita la toalla de la cintura y vuelve a tirarse boca arriba, esta vez desnudo. La sábana roza sus genitales, produciéndole una suave excitación; el agua fría, el contacto con su intimidad lo relajan. Se queda dormido. Despierta y el cuarto está a oscuras, ha anochecido. Afuera, el paso de los colectivos y las bocinas de los ansiosos conductores apresurados por llegar a sus propios infiernos. A pesar del largo sueño siente que el cansancio no lo ha abandonado, es nuevamente una triste pero distinta tarde de viernes. Levanta los ojos. Vuelve a ver las dagas que giran en el techo, ahora con más brillo. Se abraza a sí mismo, quiere asegurarse de que está despierto. El silencio invade la habitación y el pequeño departamento. Vuelve a sonar Mother. La música devoradora de Waters lo levanta de la cama y, parado sobre ella, estira un brazo y toma por el mango una de las dagas del ventilador; las otras siguen girando sin percatarse de la ausencia de su compañera. Está desnudo pero no le importa. Se sienta con suavidad sobre las sábanas, pasa un dedo por el borde filoso. Lo recorre un escalofrío. Es como el contacto con la piel de una mujer: placer y temor.
Con el escalofrío en la espalda, se levanta y abre la puerta. La oscuridad del departamento le indica que están solos. Desnudo camina por el pasillo. Llega a la habitación de ella. Se detiene. Con la mano libre empuja la puerta que cede. No hay duda en él. Acostumbrado a la oscuridad puede distinguir su cuerpo inerte, cubierto en partes por una fina sábana de algodón blanco. Se acerca y la mira por última vez. Levanta la mano derecha y ve el reflejo de la daga en la pared. Con absoluta frialdad la descarga varias veces sobre su pecho; la sangre le inunda el brazo y ella no emite queja, ¿habrá tomado muchas pastillas hoy? Regresa temblando por el pasillo, se acuesta. No sabe cuándo lo gana el sueño.
Cuando despierta es lunes. No entiende cómo ha dormido tanto; seguramente ha sido la calma del deber terminado. Mira el techo y el ventilador está girando. Sus paletas de madera le tiran un aire dulzón. Falta una. Permanece un rato mirando ese vacío, hasta que alguien golpea la puerta y escucha su voz indiscutible, apremiante, apurándolo para que se levante.
-El café está listo –dice-. Vas a llegar tarde al colegio.