jueves, 27 de marzo de 2014

Las dulzuras del hogar–Flannery O’Connor

Thomas se retiró a un lado de la ventana y con la cabeza entre la pared y la cortina miró el camino que llevaba a la casa, donde el coche se había detenido. Su madre y la pequeña zorra bajaban de él. La madre apareció lentamente, impasible y torpe, y después las piernas largas y un tanto arqueadas de la pequeña zorra se deslizaron, con el vestido por encima de las rodillas. Lanzando un grito de alegría corrió al encuentro del perro que, a saltos, desbordante de felicidad, tembloroso de placer, había salido a darle la bienvenida. La ira fue invadiendo el corpachón de Thomas con una intensidad alarmante, como una turba amenazadora. Ahora solo tenía que hacer la maleta, irse a un hotel y quedarse allí hasta que la casa volviera a la normalidad.

No sabía dónde había una maleta, le fastidiaba hacer el equipaje, necesitaba sus libros, su máquina de escribir no era portátil, estaba acostumbrado a la manta eléctrica, no soportaba comer en un restaurante. Su madre, con su caridad temeraria, estaba a punto de destrozar la paz del hogar. La puerta trasera se cerró de golpe; la risa de la muchacha salió precipitadamente desde la cocina, atravesó el pasillo trasero y el hueco de la escalera, para entrar finalmente en su habitación y abalanzarse sobre él como una descarga eléctrica. Thomas dio un salto y miró furioso a su alrededor. Las palabras que había dicho aquella mañana fueron inequívocas: «Si vuelves a traer a esa chica a esta casa, me voy. Elige: ella o yo».

Había escogido. Un dolor intenso le atenazó la garganta. Era la primera vez en sus treinta y cinco años... Sintió una humedad repentina y abrasadora detrás de los ojos. Entonces se apaciguó, vencido por la ira. Todo lo contrario: no había escogido. Confiaba en su apego a la manta eléctrica. Se merecía una lección. La risa de la chica subió por segunda vez hasta él, y Thomas hizo una mueca. Volvió a ver su mirada de la noche anterior. Ella había invadido su habitación. Thomas se había despertado y se había encontrado con la puerta abierta y con ella dentro. Entraba suficiente luz desde el pasillo para verla cuando se volvió hacia él. Su rostro era como el de una cómica en una comedia musical: barbilla puntiaguda, mejillas como manzanas y ojos felinos y vacíos. Se levantó de la cama de un salto, agarró una silla de respaldo recto y la obligó a retroceder de espaldas hasta la puerta, manteniendo la silla delante de él como un domador que echara fuera a un gato peligroso. En silencio la obligó a recorrer el pasillo y se paró para llamar a la puerta de su madre. La muchacha, con un grito ahogado, dio media vuelta y huyó a la habitación de los invitados.

Un momento después su madre había abierto la puerta y había asomado la cabeza con cierta aprensión. La cara, grasienta por el potingue que se ponía por las noches, estaba enmarcada por unos rulos de goma rosa. Miró hacia el lugar por donde había desaparecido la chica. Thomas se quedó delante de ella, con la silla todavía levantada como si estuviera a punto de domar a otro animal.

—Ha intentado meterse en mi cuarto —masculló al tiempo que se colaba en la habitación—. Me he despertado y estaba intentando meterse en mi habitación. —Cerró la puerta tras de sí y su voz se elevó indignada—. ¡No voy a aguantar esto! ¡No lo aguantaré ni un solo día más!

La madre, obligada a retroceder hasta la cama, se sentó en el borde. Tenía un cuerpo pesado sobre el que descansaba una cabeza delgada, misteriosamente enjuta e incongruente.

—Es la última vez que te lo digo —siguió Thomas—, no lo aguantaré ni un solo día más.

Había una clara tendencia en todas las acciones de su madre: con las mejores intenciones del mundo, convertía la virtud en algo grotesco, la perseguía con una intensidad tan insensata que todo aquel que se veía envuelto en esa persecución quedaba en evidencia y la misma virtud se volvía algo ridículo.

—Ni un día más —repitió él.

La madre meneó la cabeza enérgicamente, con los ojos todavía fijos en la puerta. Thomas dejó la silla en el suelo delante de ella y se sentó. Se inclinó como si estuviera a punto de explicarle algo a un niño retrasado.

—Es una más de sus desgracias —dijo la madre—. Horrible, horrible. Me dijo el nombre, pero lo he olvidao. Es algo que no puede evitar. Es algo con lo que nació.

Thomas —añadió poniéndole la mano en la mejilla—, ¿y si fueras tú?

La exasperación cerró la tráquea de Thomas.

-¿No puedo hacerte comprender —rugió— que si no puede de ayudarse a sí misma tampoco tú puedes ayudarla?

Los ojos de la madre, íntimos pero inconmovibles, tenían el azul de las grandes distancias después de la puesta de sol.

—Niperómana —murmuró.

—Ninfómana —graznó él, iracundo—. No tiene por qué decirte esas palabrejas. Es una deficiente moral. Eso es todo lo que necesitas saber. Nació sin sentido de la moral... Como otros nacen sin un riñón o sin una pierna. ¿Comprendes?

—Es que no dejo de pensar que podrías ser tú —repuso ella, con la mano todavía en su mejilla—. Si fueras tú, ¿cómo crees que iba sentirme si no hubiera nadie que te recogiera? ¿Y si fueras un nipermaniático, en lugar de una persona inteligente y brillante, hicieras cosas que no pudieras evitar y...?

Thomas sintió un asco profundo e insoportable hacia sí mismo, como si se estuviera convirtiendo lentamente en la muchacha.

— ¿Qué llevaba puesto? —preguntó la madre de repente, con los ojos entrecerrados.

— ¡Nada! —rugió él—. ¿Quieres sacarla de aquí?

— ¿Cómo voy a echarla a la calle? Esta mañana ha vuelto a amenazar con matarse.

—Mándala de nuevo a la cárcel.

—A ti no te mandaría de nuevo a la cárcel, Thomas.

Él se levantó, agarró la silla y salió de la habitación antes de perder por completo el control de sí mismo.

Thomas quería a su madre. La quería porque estaba en su naturaleza quererla, pero había ocasiones en que no soportaba el amor que ella le profesaba. Había ocasiones en que ese amor se convertía en un misterio estúpido y Thomas se sentía rodeado por unas fuerzas, unas corrientes invisibles que escapaban a su control. Ella partía siempre de la idea más trillada —era algo que «estaba bien hacer»— para llegar a los compromisos más temerarios con el diablo, al que, naturalmente, nunca reconocía.

Para Thomas el diablo solo era un modo de hablar, pero un modo apropiado a las situaciones en que su madre se metía. Si la mujer hubiera tenido un ápice de inteligencia, él habría podido demostrarle que, desde los primeros tiempos del cristianismo, ningún exceso de virtud está justificado, que la moderación en el bien trae consigo la moderación en el mal, que si san Antonio se hubiera quedado en casa cuidando de su hermana ningún diablo le habría acosado.

Thomas no era cínico y estaba lejos de oponerse a la virtud, que consideraba el principio del orden y lo único que hacía la vida soportable. Su propia vida era soportable gracias a los frutos de las virtudes más sensatas de su madre: una casa bien administrada y unas comidas excelentes. Pero cuando a su madre se le iba la mano en la virtud, como ahora, se apoderaba del hijo la extraña sensación de que le rondaban los demonios, y estos no eran una excentricidad mental ni en él ni en la vieja; eran criaturas con personalidad, presentes aunque no visibles, que en cualquier momento podían lanzar un aullido o mover un cacharro.

La chica había aterrizado en la cárcel del condado hacía un mes, acusada de pasar un cheque falso, y su madre había visto la fotografía en el periódico. Mientras desayunaban, la había mirado largo rato y luego se lo había pasado por encima de la cafetera

—Imagínate, solo tiene diecinueve años y está en esa cárcel asquerosa. Y no parece mala chica.

Thomas echó una ojeada a la fotografía. Tenía la cara de una pilluela astuta. Pensó que la edad media de los delincuentes descendía sin cesar.

—Parece una chica sana —añadió la madre.

—La gente sana no hace circular cheques falsos.

—No sabes lo que harías tú si estuvieras en un apuro.

—No haría circular un cheque falso.

—Creo que le llevaré una cajita de bombones.

Si en aquel momento se hubiera mantenido firme, no habría ocurrido nada. Su padre, de haber estado vivo, se habría mantenido firme en aquel momento. Llevar bombones era la cosa «que estaba bien hacer» que más le gustaba. Cuando alguien de su misma categoría social se trasladaba al pueblo, le visitaba y le llevaba una caja de bombones. Cuando alguno de los hijos de sus amigas tenía un bebé o ganaba una beca, le visitaba y le llevaba una caja de bombones. Cuando un viejo se rompía la cadera, ella estaba a la cabecera de su cama con una caja de bombones. A él le había hecho gracia la idea de que llevara una caja de bombones a la cárcel. Ahora, plantado en su habitación, mientras las carcajadas de la chica le estallaban en la cabeza, maldijo la gracia que le había hecho. Cuando su madre volvió de la visita a la cárcel, había entrado en tromba en su estudio, sin siquiera llamar, y se había desmoronado cuan larga era en el sofá, sobre cuyo brazo apoyó los pies, pequeños e hinchados. Al cabo de unos segundos se recuperó lo suficiente para incorporarse y colocar un periódico bajo ellos. Después volvió a recostarse.

—No sabemos cómo vive la otra mitá —dijo.

Thomas sabía que, aunque su conversación iba de cliché en cliché, detrás había experiencias reales. Sentía menos que la chica estuviera en la cárcel que el hecho de que su madre la hubiera visto allí. Hubiera querido evitarle todas las cosas desagradables.

—Bueno —dijo él dejando el periódico—, será mejor que lo olvides. Hay razones más que suficientes para que la chica esté en la cárcel.

—No puedes imaginar por lo que ha pasao —afirmó ella mientras volvía a sentarse—.

Escucha.

La pobre chica, Star, se había criado con una madrastra que tenía tres hijos propios, uno de los cuales era casi adulto y había abusado de ella de un modo tan terrible que se había visto obligada a escapar para encontrar a su verdadera madre. Cuando la encontró, su verdadera madre la mandó a varios internados para sacársela de encima. Tuvo que huir de todos ellos por la presencia de pervertidos y sádicos tan monstruosos que no había palabras para describir sus actos. Thomas se daba cuenta de que su madre no se había librado de ciertos detalles de los que él se estaba librando. De vez en cuando, divagaba, le temblaba la voz y Thomas comprendía que estaba recordando alguna atrocidad que le había sido descrita gráficamente. Tuvo la esperanza de que el recuerdo de todo aquello se borraría en unos días, pero no fue así. Al día siguiente la madre había vuelto a la cárcel con unos kleenex y una crema facial, y unos días más tarde anunció que había consultado a un abogado.

En ocasiones como esa, Thomas lloraba de corazón la muerte de su padre aunque en vida no lo soportara. El viejo no habría aguantado esas tonterías. Insensible a la compasión inútil, habría tocado las teclas necesarias (a espaldas de ella) con su amigote el sheriff, y la muchacha habría acabado en el penal del estado para cumplir allí su condena. Solía estar siempre ocupado en una actividad rabiosa, hasta que una mañana —con una mirada de enfado a su mujer, como si ella fuera la única responsable— se desplomó muerto sobre la mesa del desayuno. Thomas había heredado la sensatez de su padre sin su crueldad, y el amor de su madre hacia el bien sin su tendencia a perseguirlo. Su estrategia ante cualquier hecho práctico consistía en esperar y ver qué pasaba.

El abogado descubrió que la historia de las repetidas atrocidades era falsa en su mayor parte, pero cuando le explicó que la muchacha tenía una personalidad psicopática, sin estar lo bastante loca para ir a un manicomio, ni ser lo bastante criminal para estar en la cárcel, ni lo bastante estable para vivir en sociedad, la madre quedó más profundamente afectada que nunca. La muchacha confesó enseguida que su historia no era verdad y argumentó que era una mentirosa nata; mentía, dijo, porque se sentía insegura. Había pasado por las manos de varios psiquiatras que habían dado los últimos toques a su educación.Sabía que no había esperanza para ella. Ante tal desgracia, su madre parecía abrumada por un penoso misterio que solo sería soportable si se redoblaban los esfuerzos. Con gran disgusto de Thomas, parecía mirarlo a él con compasión, como si su confuso sentido de la caridad ya no estableciera distinciones.

Unos días más tarde, entró en tromba y dijo que el abogado había logrado la libertad condicional para la chica y que sería confiada en custodia... a ella. Thomas se levantó de la tumbona y dejó caer la revista literaria que había estado leyendo. Su rostro, grande y blando, se contrajo a la espera de más dolor.

— ¡No vas a traer a esa chica aquí!

— No, no, tranquilízate, Thomas.

Con grandes dificultades había logrado que emplearan a la chica en una tienda de animales y le había encontrado también un sitio donde vivir, con una anciana maniática que conocía. La gente no era generosa. No se ponían en el lugar de una persona como Star, que lo tenía todo en contra. Thomas volvió a sentarse y cogió la revista. Le parecía que acababa de escapar de algún peligro que no deseaba determinar.

— Ya sé que es inútil decirte nada —comentó—, pero dentro de unos días esa chica se habrá ido del pueblo, después de sacarte todo lo que haya podido. No volverás a saber de ella.

Dos días más tarde, cuando llegó por la noche a casa y abrió la puerta de la sala, una carcajada aguda y superficial lo traspasó como una lanza. Su madre y la chica estaban sentadas junto a la chimenea, donde ardían los leños de gas. La primera impresión que daba enseguida la muchacha era la de ser físicamente una delincuente. Llevaba el pelo cortado como el de un perro o el de un duende, e iba vestida a la última moda. Fijó en él una mirada larga, familiar y centelleante, que al cabo de unos segundos dio paso a una sonrisa íntima.

— ¡Thomas! —dijo su madre, y en la firmeza de su voz se incluía el mandato de que no saliera corriendo—. Esta es Star, de la que tanto te he hablao. Va cenar con nosotros.

La chica se hacía llamar Star Drake. El abogado había descubierto que su verdadero nombre era Sarah Ham. Thomas no se movió ni habló. Se quedó vacilante en el umbral, embargado por lo que parecía una perplejidad salvaje.

— Hola, Sarah —dijo por fin, con tal tono de asco que él mismo enrojeció al oírlo, pues no le parecía digno de él demostrar desprecio hacia una criatura tan patética.

Entró en la sala, resuelto a demostrar al menos un mínimo de educación, y se dejó caer con pesadez en una silla de respaldo recto.

— Thomas escribe sobre historia —explicó la madre lanzándole una mirada amenazadora—. Este año es presidente de la Sociedad Histórica local.

La muchacha se inclinó hacia delante y dedicó a Thomas una atención todavía más descarada.

— ¡Fabuloso! —dijo con voz gutural.

— En estos momentos Thomas está escribiendo sobre los primeros colonizadores d'este

condao.

— ¡Fabuloso! —repitió la muchacha.

Con un esfuerzo de voluntad, Thomas consiguió comportarse como si estuviera solo en la habitación.

— Oiga, ¿sabe a quién se parece? —preguntó Star, con la cabeza ladeada y mirándolo de soslayo.

— ¡Oh, a alguien muy importante! —dijo la madre, ufana.

— Al poli de la película que vi anoche —dijo Star.

— Star —observó la madre—, creo que deberías tener más cuidao con las películas que ves. Creo que solo deberías ver las mejores. Me parece que las historias policíacas no pueden hacerte ningún bien.

— Oh, era una de esas del delito no sale a cuenta, y le juro que el poli era su vivo retrato. No hacían más que tomarle el pelo. Parecía que no iba a aguantarlo un minuto más y que iba a explotar. Era la monda. Y no era feo del to —añadió con una sonrisa aduladora.

— Star —dijo la madre—, creo que sería estupendo que te aficionaras a la música.

Thomas suspiró. La madre siguió parloteando y la chica, sin hacerle el menor caso, no apartaba los ojos de él. Su mirada era de tal naturaleza que era como si fueran sus manos, que descansaban en sus rodillas, en su cuello. Sus ojos tenían un brillo burlón y él se daba cuenta de que sabía muy bien que no soportaba verla. A Thomas no le hacía falta más para comprender que estaba en presencia de la corrupción misma, pero una corrupción libre de culpa, ya que tras ella no había una facultad responsable. Tenía ante sus ojos la forma más intolerable de la inocencia. Se preguntó, distraídamente, cuál sería la actitud de Dios ante una cosa así, con la intención de adoptarla si era posible.

El comportamiento de su madre durante toda la cena fue tan idiota que se le hacía insoportable mirarla pero, como aún soportaba menos mirar a Sarah Ham, fijó en el aparador que había al otro lado de la habitación una mirada de desaprobación y de asco. La madre escuchaba todos los comentarios de la chica como si merecieran una seria atención. Expuso varios planes para que Star empleara de un modo saludable el tiempo libre. Sarah Ham prestaba tan poca atención a estos consejos como si procedieran de un loro. Una vez, cuando Thomas miró sin querer hacia ella, le guiñó un ojo. En cuanto terminó con la última cucharada del postre, Thomas se levantó.

— Tengo que irme. Tengo una reunión.

— Thomas —dijo su madre—, quiero que de paso lleves a Star a casa. No quiero que vaya sola en taxi por la noche.

Por unos segundos, Thomas permaneció callado y furioso. Después dio media vuelta y salió de la habitación. Volvió enseguida con una oscura determinación impresa en el rostro. La chica estaba ya a punto y le esperaba sumisa en la puerta de la sala. Le brindó una mirada pletórica de admiración y de confianza. Thomas no le ofreció el brazo, pero ella lo cogió de todos modos y salió de la casa y bajó por las escaleras enlazada a lo que hubiera podido ser un milagroso monumento andante.

— ¡Sé buena! —gritó la madre.

Sarah Ham soltó una risita burlona y hundió el codo en las costillas de Thomas. Mientras se ponía el abrigo, Thomas había decidido que esta era su oportunidad de explicar a la muchacha que, a menos que dejara de ser un parásito de su madre, él se aseguraría personalmente de que volviera a la cárcel. Le haría saber que conocía su juego, que no era un inocentón y que había ciertas cosas que no estaba dispuesto a aguantar. Sentado ante su mesa, pluma en mano, nadie se expresaba mejor que Thomas. En cuanto estuvo encerrado en el coche con Sarah Ham, el terror le atenazó la lengua. Ella dobló las piernas bajo el trasero y dijo con una risita:

— Por fin solos.

Thomas alejó el coche de la casa y se dirigió rápidamente hacia la verja. Ya en la autopista, pisó el acelerador como si lo persiguieran.

— Caray —dijo Sarah Ham bajando los pies del asiento—. ¿Dónde está el fuego?

Thomas no respondió. A los pocos segundos notó que ella se acercaba, se estiraba, se escurría hacia él, y por último colocó la mano flácida sobre su hombro.

— Tomsee no me quiere, pero a mí me parece monísimo.

Thomas recorrió los seis kilómetros que lo separaban del pueblo en poco más de cuatro minutos. El semáforo del primer cruce estaba en rojo, pero no hizo caso. La anciana vivía tres manzanas más allá. Cuando el coche paró con un frenazo delante de la casa, él bajó de un salto y corrió a abrirle la portezuela a la muchacha. Ella no se movió y Thomas no tuvo otro remedio que esperar. Al cabo de un minuto apareció por fin una pierna, y luego una carita pálida desvergonzada lo miró fijamente. Había algo en aquella mirada que hacía pensar en la ceguera, pero era la ceguera de los que no saben que no pueden ver. Thomas se sintió extrañamente asqueado. Aquellos ojos vacíos lo escudriñaban.

— A mí nadie me quiere —dijo la muchacha con tono de amargura—. ¿Y si tú fueras yo y yo no soportara llevarte en mi coche ni siquiera un kilómetro?

— Mi madre te tiene afecto —masculló él.

— ¡Vaya! ¡Una mujer que vive más o menos con setenta y cinco años de atraso!

Thomas dijo sin aliento:

— Si te veo otra vez molestándola, haré que te vuelvan a meter en la cárcel. —Había una fuerza sorda detrás de su voz, aunque esta fuera apenas un susurro.

— ¿Tú y quién más? —replicó ella, y volvió a meterse en el coche como si no tuviera la menor intención de salir.

Thomas se inclinó, la agarró a ciegas por la solapa del abrigo, la sacó a rastras y la dejó en la calle. Después se apresuró a subir al coche y salió a todo gas. La otra portezuela había quedado abierta y la risa de la muchacha, sin cuerpo pero real, lo siguió por la calle como si estuviera a punto de precipitarse de un salto dentro del vehículo e irse con él. Thomas se inclinó, la cerró de un portazo y se dirigió hacia su casa, demasiado iracundo para asistir a la reunión. Tenía la intención de hacerle ver a su madre su disgusto. Tenía la intención de no dejar la menor duda sobre este punto. La voz de su padre resonaba desapacible en su cabeza. «Zoquete —decía el viejo—; plántate. Demuéstrale quien manda antes de que te lo demuestre ella.» Pero cuando Thomas llegó a casa su madre, sabiamente, ya se había acostado. A la mañana siguiente Thomas apareció en la mesa del desayuno; el ceño fruncido y la posición de su mandíbula indicaban que estaba de un humor peligroso. Cuando se proponía mostrarse enérgico, Thomas empezaba como un toro que, antes de embestir, retrocede con la cabeza baja y rasca el suelo.

— Ahora escúchame —empezó tras sacar la silla de un tirón y sentarse—, tengo algo que decirte sobre esa chica y no voy a repetirlo. —Tomó aliento—. No es más que una fulana. Se burla de ti a tus espaldas. Tiene la intención de sacarte todo lo que pueda y no significas nada para ella.

Su madre parecía haber pasado también mala noche. Por la mañana no solía vestirse, llevaba albornoz y un turbante gris en la cabeza que daba a su rostro un aspecto omnisciente que resultaba desconcertante. Era como estar desayunando con una sibila.

— Tendrás que tomar leche condensada esta mañana —dijo mientras le servía el café—. M'olvidé de comprar de la otra.

— Está bien, ¿me has oído? —gruñó Thomas.

— No estoy sorda —dijo su madre, y dejó la cafetera sobre el salvamanteles—. Ya sé que pa ella no soy más que una vieja bruja charlatana.

— Entonces, ¿por qué te empeñas en esta insensata...?

— Thomas —le interrumpió la madre, y apoyó la mejilla en la palma de la mano—, podrías ser...

— ¡Pero no soy yo! —replicó Thomas, asiéndose a la pata de la mesa a la altura de sus rodillas.

La madre, todavía con la cara apoyada en la mano, meneó levemente la cabeza.

— Piensa en to lo que tienes. Todas las dulzuras del hogar. Y una moral, Thomas. No tienes malas inclinaciones, no has nacío con cosas malas.

Thomas empezó a respirar como si tuviera un ataque de asma.

— No eres razonable —dijo con voz queda—. Él hubiera puesto las cosas en su sitio.

La vieja se puso rígida.

— Tú no eres como él.

Thomas abrió la boca sin decir nada.

— Sin embargo —prosiguió la madre, con un tono de sutil acusación, como si se arrepintiera del cumplido—, no la volveré a invitar, puesto qu'estás tan en contra d'ella.

— No estoy en contra de ella. Estoy en contra de que hagas el ridículo.

En cuanto abandonó la mesa y cerró la puerta de su estudio, su padre se acuclilló en su mente. El viejo había tenido la habilidad de un campesino para hablar en cuclillas, aunque no era un campesino, ya que había nacido y se había criado en la ciudad y se había trasladado a un lugar más pequeño solo para aprovechar su talento. Con una destreza constante los había convencido de que era uno de ellos. En medio de una conversación sobre el césped delante del juzgado, se ponía en cuclillas y sus dos o tres compañeros lo imitaban, sin interrumpir la conversación. Había vivido su mentira a base de gestos; nunca se había dignado contar una. «Deja que te pisotee —le decía—; tú no eres como yo. No eres lo bastante hombre.» Thomas se puso a leer vigorosamente y poco a poco la imagen desapareció. La chica había causado una perturbación en las profundidades de su ser, en algún lugar adonde no llegaba su capacidad de análisis. Se sentía como si hubiera visto pasar un tornado a cien metros de distancia y tuviera la intuición de que va a dar media vuelta y a embestirlo. No consiguió concentrarse en su trabajo hasta media mañana. Dos noches más tarde, después de la cena, su madre y él estaban sentados en el cuarto de estar, leyendo cada uno una sección del diario vespertino, cuando empezó a sonar el teléfono con la intensidad metálica de una alarma de incendios. Thomas alargó la mano para cogerlo. En cuanto tuvo el auricular en la mano, una estridente voz femenina penetró en la habitación:

— ¡Vengan a buscar a esta muchacha! ¡Vengan a buscarla! ¡Borracha! ¡Borracha en mi sala y no voy a tolerarlo! ¡Ha perdío el empleo y ha vuelto borracha! ¡No lo aguantaré!

La madre se puso en pie de un salto y cogió el auricular. El fantasma del padre de Thomas se irguió ante él. «Llama al sheriff», le apuntó el viejo.

— Llama al sheriff —dijo Thomas con voz firme—. Llama al sheriff para que vaya allí y la recoja.

— Estaremos allí dentro d'un minuto —decía su madre—. Iremos enseguida a buscarla.

Dígale que recoja sus cosas.

— No está en condiciones de recoger na —gritaba la voz—. No debieron haberme metío en casa a esta mujer! ¡La mía es una casa respetable!

— Dile que llame al sheriff —exclamó Thomas.

Su madre colgó el auricular y lo miró.

— A ese hombre no l'entregaría ni un perro.

Thomas, sentado en la silla con los brazos cruzados, miró fijamente la pared.

— Piensa en la pobre chica —le dijo su madre—. No tiene na. Na. Y nosotros lo tenemos to.

Cuando llegaron, Sarah Ham estaba apoyada contra la barandilla de la escalera, con las piernas bien abiertas y el cuerpo desmadejado. Tenía la boina calada hasta los ojos, como se la había encasquetado la anciana, y la ropa se le salía de la maleta, donde también la había metido la anciana. Mantenía una conversación de borracha consigo misma en un tono apagado e íntimo. Una mancha de carmín le subía por un lado de la cara. Dejó que la madre la guiara hasta el coche y la colocara en el asiento trasero sin que pareciera darse cuenta de quién era su salvadora.

— Nadie con quien hablar en to el día, solo un montón de malditos periquitos —dijo en un susurro furioso.

Thomas, que no había bajado del coche ni había vuelto a mirarla después de una primera mirada de asco, dijo:

— Te digo de una vez para siempre que a donde hay que llevarla es a la cárcel.

Su madre, sentada en el asiento trasero, con una mano de la chica entre las suyas, no respondió.

— Está bien, llévala al hotel —indicó Thomas.

— No puedo llevar una chica borracha a un hotel, y tú lo sabes.

— Pues llévala al hospital.

— Lo que necesita no es una cárcel ni un hotel ni un hospital, necesita un hogar.

— No necesita el mío.

— Solo por esta noche, Thomas —musitó la vieja—, solo por esta noche.

Desde entonces habían pasado ocho días. La pequeña zorra se había instalado en el cuarto de los huéspedes. Todos los días su madre salía a buscarle un empleo y un lugar para alojarse, pero fracasaba, pues la anciana había dado la alarma. Thomas estaba siempre en su habitación o en el estudio. Su hogar era para él casa, lugar de trabajo, iglesia, algo tan personal como el caparazón de una tortuga e igual de necesario. No podía creer que hubiera sido violado de ese modo. En su rostro encendido había una expresión de indignación y asombro. En cuanto la chica se levantaba por las mañanas, su voz sonaba como un blues palpitante que se elevaba y se estremecía, para bajar después precipitadamente insinuando pasiones a punto de ser satisfechas; Thomas, sentado ante su mesa de trabajo, se ponía en pie como movido por un resorte y, frenético, empezaba a taparse los oídos con pañuelos de papel. Cada vez que iba de una habitación a otra, de una planta a otra, ella aparecía de modo infalible. Cada vez que subía o bajaba por las escaleras, la chica se cruzaba con él y se apartaba con coquetería, o bien subía o bajaba con él, lanzando pequeños y trágicos suspiros con sabor a menta. A la muchacha parecía encantarle la repugnancia que Thomas sentía hacia ella y aprovechar todas las oportunidades para conseguir que diera muestras de ella, como si añadiera deleite a su martirio.

El viejo —pequeño, inquieto, con su sombrero amarillo de panamá, su traje de algodón, su camisa rosa cuidadosamente manchada, su pequeña corbata de lazo— parecía haberse aposentado en la mente de Thomas y desde allí, generalmente en cuclillas, soltaba, incansable, el mismo consejo desapacible cada vez que el muchacho hacía una pausa en su trabajo. «Pon las cosas en su sitio. Vete a ver al sheriff.»

El sheriff era otra versión del padre de Thomas, pero con camisa de cuadros y sombrero tejano, y diez años más joven. Era igualmente deshonesto y había admirado de verdad al viejo. Thomas, al igual que su madre, habría hecho cualquier cosa para evitar la mirada azul, pálida y vidriosa del sheriff. Esperaba encontrar otra solución, esperaba un milagro.

Con Sarah Ham en casa las comidas eran insufribles.

— A Tomsee no le caigo bien —dijo la tercera o cuarta noche a la hora de cenar, y lanzó una mirada mohína hacia la figura grande y rígida de Thomas, cuya expresión era la de un hombre atrapado por olores insoportables—. No me quiere aquí. Nadie me quiere en ninguna parte.

— El nombre de Thomas es Thomas —la interrumpió la madre—, no Tomsee.

— Lo de Tomsee me lo he inventao. Me parece un nombre muy mono. Me odia.

— No te odia —repuso la madre—. No somos la clase de personas que odian —añadió, como si eso de odiar fuera una especie de imperfección que ellos hubieran eliminado desde hacía generaciones.

— Sé muy bien cuando no se me quiere —continuó Sarah Ham—. Ni siquiera me quisieron en la cárcel. Me pregunto si Dios me querría si me matara.

— ¿Por qué no lo pruebas? —masculló Thomas.

La chica se deshizo en carcajadas. Luego paró bruscamente, hizo un puchero y empezó a temblar.

— Lo mejor que puedo hacer —dijo, con los dientes castañeteando— es matarme. Así no seré una molestia pa nadie. M'iré al infierno y tampoco molestaré a Dios. Ni siquiera el demonio me querrá. M'echará del infierno, ni siquiera en el infierno... —gimoteó.

Thomas se levantó, cogió el plato y los cubiertos y se fue al estudio a terminar su cena. Desde entonces, no había vuelto a comer en la mesa, su madre le servía en el escritorio. Durante esas comidas, la presencia del viejo se hacía más intensa. Parecía estar inclinado hacia atrás en su silla, con los pulgares metidos en los tirantes, mientras decía cosas como: «Ella nunca me sacó de mi propia mesa». Unas noches después, Sarah Ham se cortó las venas con un cuchillo de mondar patatas y tuvo un ataque de histeria. Desde el estudio, donde se había encerrado después de la cena, Thomas oyó un grito agudo, seguido de una serie de chillidos, y después los pasos rápidos de su madre. No se movió. La esperanza de que la chica se hubiera cortado la garganta desapareció al comprender que no podía haberlo hecho y seguir gritando como gritaba. Reanudó la lectura del periódico y los gritos fueron calmándose. Un minuto más tarde, su madre entró precipitadamente con el abrigo y el sombrero de Thomas.

— Tenemos que llevarla al hospital, ha intentao quitarse la vida. Le he puesto un torniquete. Dios mío, Thomas, ¡imagina que tú estuvieras tan deprimido pa hacer una cosa así!

Thomas se levantó mecánicamente y se puso el sombrero y el abrigo.http://biblioteca.d2g.com

— La llevaremos al hospital y la dejaremos allí.

— Pa que vuelva a ser presa de la desesperación —gritó la vieja—. ¡Thomas!

De pie en el centro de la habitación, consciente de que había llegado el momento en que la acción era inevitable, de que tenía que hacer las maletas, de que tenía que marcharse, de que tenía que irse, Thomas permaneció inmóvil. Su ira no iba dirigida contra aquella golfa, sino contra su madre. Aunque el médico comprobó que apenas se había hecho daño y enfureció a la muchacha riéndose del torniquete y aplicando solo un poco de yodo sobre el corte, la madre no logró recuperarse del incidente. Parecía haberle caído sobre los hombros un nuevo pesar, y no solo Thomas sino también Sarah Ham estaban furiosos por eso, pues parecía ser una especie de pesar general que hubiera encontrado otro objeto y no cesaría aunque ellos dos tuvieran la mejor de las suertes. El incidente de Sarah Ham había sumido a la vieja en una especie de luto por el mundo entero.

La noche que siguió al intento de suicidio, la madre recogió todos los cuchillos y tijeras de la casa y los guardó en un cajón. Vació una botella de veneno para las ratas en el inodoro y quitó todas las pastillas contra las cucarachas del suelo de la cocina. Entonces fue al estudio de Thomas y dijo en un susurro:

— ¿Dónde está la pistola de tu padre? Quiero encerrarla bajo llave.

— Está en mi cajón —rugió Thomas—, y no la voy a encerrar bajo llave. ¡Si se mata, mejor!

— Thomas, ¡te va a oír!

— ¡Que me oiga! ¿No comprendes que no tiene ni la más mínima intención de matarse?

¿No comprendes que las de su clase nunca se matan? ¿No comprendes...?La madre salió sigilosamente por la puerta y la cerró para que la chica no oyera a Thomas; la risa de Sarah Ham, próxima en el pasillo, entró retumbando en la habitación.

— Ya verá Tomsee. Me mataré y entonces lamentará no haber sido bueno conmigo.

Usaré su propia pistola, ¡su propia pistolita con la culata de nácar! —exclamó, y soltó una carcajada estridente y atormentada que pretendía imitar la de un monstruo del cine. Thomas rechinó los dientes. Abrió de golpe el cajón de la mesa y buscó la pistola. Era una herencia del viejo, que era de la opinión de que en cada casa debía haber una pistola cargada. El viejo había descerrajado una noche dos balas en el costado de un maleante, pero Thomas jamás la había disparado. No tenía el menor temor a que la chica la usara contra sí misma y cerró el cajón. Las de su clase se aferraban tenazmente a la vida y eran capaces de sacar un histriónico provecho de cada momento de ella.

Le habían pasado por la cabeza varias ideas para deshacerse de la muchacha, pero eran pensamientos cuya índole moral indicaba que procedían de una mente parecida a la de su padre, y Thomas los había rechazado. No lograría que volvieran a encerrar a la chica hasta que esta hiciera algo ilegal. El viejo no hubiera vacilado en emborracharla y llevarla hasta la autopista en el coche e informar a la policía de su presencia allí, pero Thomas consideraba que esto iba en contra de sus principios morales. Sin embargo, las ideas se abalanzaban sobre él, a cual más extravagante. No tenía la más remota esperanza de que la chica cogiera la pistola y se pegara un tiro, pero aquella tarde, cuando miró dentro del cajón, el arma había desaparecido. El estudio se cerraba desde dentro, no desde fuera. No le importaba lo de la pistola pero pensar en las manos de Sarah Ham sobre sus papeles lo sacaba de quicio. Ahora incluso su estudio estaba contaminado. El único sitio que ella no había tocado era su dormitorio.

Aquella noche entró en él.

Por la mañana, a la hora del desayuno, Thomas no probó bocado y ni siquiera se sentó. Se quedó al lado de la silla y planteó el ultimátum mientras la madre bebía el café a sorbitos como si estuviera sola en la habitación y fuera presa de terribles dolores.

— He aguantado esto todo lo que he podido. Como está claro que no te importo en absoluto, que no te importan mi tranquilidad, mi comodidad ni mis condiciones de trabajo, estoy dispuesto a dar el único paso que me queda. Te concedo un día más. Si esta tarde vuelves a traer a esa chica a casa, yo me voy. Elige: ella o yo. —Tenía más cosas que decir, pero al llegar a este punto la voz se le quebró y se fue.

A las diez su madre y Sarah Ham salieron de casa. A las cuatro oyó las ruedas del coche sobre la gravilla y corrió hacia la ventana. Cuando el coche paró, el perro se levanto, alerta, temblando. Thomas parecía incapaz de dar el primero de los pasos que debían llevarlo al armario del pasillo a buscar una maleta. Era como un hombre al que hubieran entregado un cuchillo y le hubieran dicho que tenía que operarse a sí mismo si quería seguir viviendo. Cerró sus enormes manos en un gesto de impotencia. Su semblante era un torbellino de indecisión y cólera. Sus pálidos ojos azules parecían sudar en el rostro encendido. Los cerró un momento y detrás de los párpados apareció la imagen burlona de su padre. «¡Idiota! —masculló el viejo—. ¡Idiota! ¡Esa golfa delincuente te ha robado la pistola! ¡Vete a ver al sheriff! ¡Vete a ver al sheriff!»

Pasó un momento antes de que Thomas volviera a abrir los ojos. Parecía aturdido. Se quedó plantado allí al menos tres minutos; luego giró lentamente como un enorme buque que cambiara de rumbo y se detuvo frente a la puerta. Permaneció allí unos segundos más y salió de la casa, escrita en el rostro la determinación de terminar de una vez por todas con aquel suplicio. No sabía dónde buscar al sheriff. Aquel hombre fijaba sus propias reglas y su propio horario. Thomas fue primero a la cárcel, donde el sheriff tenía su despacho, pero no estaba allí. Después fue al juzgado y un oficinista le dijo que el sheriff se había ido a la barbería, que estaba al otro lado de la calle.

— Allí está el ayudante —dijo el oficinista, y señaló por la ventana a un hombre corpulento con una camisa de cuadros que estaba apoyado en un coche de la policía y miraba al vacío.

— Tiene que ser el sheriff —dijo Thomas, y se encaminó hacia la barbería.

Aunque no quería tener nada que ver con el sheriff, sabía que el hombre era por lo menos inteligente y no solo una montaña de carne sudorosa. El barbero le dijo que el sheriff acababa de marcharse. Thomas inició el regreso hacia el juzgado, y al subir a la acera vio una figura enjuta y un poco encorvada que gesticulaba iracunda ante el ayudante.

Thomas se acercó con una determinación que era consecuencia de su agitación nerviosa. Se paró bruscamente a un paso de distancia y dijo con voz demasiado alta:

— ¿Podría hablar con usted un momento? —No añadió el nombre del sheriff, que era

Farebrother.

Farebrother volvió el rostro afilado y apergaminado justo lo suficiente para mirar a Thomas, y el ayudante hizo lo mismo, pero ninguno habló. El sheriff se quitó un cigarrillo muy corto de los labios y lo dejó caer a sus pies.

— Ya t'he dicho lo que debes hacer —dijo al ayudante.

A continuación echó a andar con una ligera inclinación de la cabeza para indicar a Thomas que le siguiera si deseaba hablar con él. El ayudante se escurrió al otro lado del coche de policía y entró en él.

Farebrother, seguido de Thomas, cruzó la plaza del juzgado y se detuvo bajo un árbol que daba sombra. Esperó, ligeramente inclinado, y encendió otro cigarrillo.Thomas soltó de forma atropellada lo que tenía que decir. Como no había tenido tiempo de preparar sus palabras, el discurso apenas si resultaba coherente. A base de repetir lo mismo varias veces, logró decir por fin lo que quería. Cuando hubo terminado, el sheriff seguía aún inclinado hacia delante, formando un ángulo con él, sin fijar la vista en ningún punto en especial, permaneció así sin hablar.

Thomas empezó de nuevo, más despacio y con voz más queda, y Farebrother lo dejó continuar durante un rato antes de decirle:

— Nosotros la tuvimos una vez. —Y entonces se permitió esbozar lentamente una media sonrisa, torcida y resabida.

— Yo no tuve nada que ver con eso —repuso Thomas—. Fue cosa de mi madre.

Farebrother se puso en cuclillas.

— Ella intentaba ayudar a la chica —siguió Thomas—. No sabía que era imposible ayudarla.

— La tarea le venía grande, me parece —musitó la voz desde abajo.

— Mi madre no tiene nada que ver con esto. Ni siquiera sabe que estoy aquí. La chica es peligrosa con esa pistola.

— Él no permitió nunca que nadie sacara los pies del tiesto. Y mucho menos una mujer.

— Puede matar a alguien con la pistola —dijo débilmente Thomas, con los ojos fijos en la copa redonda del sombrero tejano.

Hubo un largo silencio.

— ¿Dónde la tiene? —preguntó Farebrother.

— No lo sé. Duerme en la habitación de los huéspedes. Debe de estar allí, en su maleta probablemente.

Farebrother se quedó en silencio de nuevo.

— Podría venir usted a registrar su habitación —propuso Thomas con voz tensa—. Yo me iré a casa y dejaré el cerrojo de la puerta abierto para que pueda entrar sin que lo vean, subir y registrar su habitación.

Farebrother volvió la cabeza; sus ojos miraban ahora con descaro las rodillas de Thomas.

— Usté parece saber muy bien lo qu'hay que hacer. ¿Quiere que intercambiemos nuestros trabajos?

Thomas no dijo nada porque no se le ocurrió nada que decir pero esperó pacientemente. Farebrother se quitó la colilla de los labios y la arrojó al suelo. Más allá, en el porche del juzgado, un grupo de ociosos, que habían estado apoyados a la izquierda de la puerta, se movieron hacia la derecha, donde quedaba un trozo de sol. Desde una de las ventanas altas bajó despacio una bolita de papel arrugado.

— Iré alrededor de las seis —dijo Farebrother—. Deje el cerrojo sin echar y no se meta en mi camino... ni usté ni las dos mujeres.

Thomas soltó una especie de sonido gutural de alivio que quería decir «gracias» y cruzó el césped como alguien al que acaban de liberar. La frase «las dos mujeres» se le clavó como un erizo en la mente; lo sutil del insulto a su madre le dolía mucho más que cualquiera de las referencias de Farebrother a su propia incompetencia. Al entrar en el coche, su rostro enrojeció de repente. ¿Había entregado su madre al sheriff... para que fuera el blanco de la lengua venenosa de aquel hombre? ¿Estaba traicionándola para deshacerse de la zorra? Comprendió enseguida que no se trataba de eso. Lo que hacía era por su bien, para librarla de un parásito que iba a destruir la tranquilidad de ambos. Puso el coche en marcha y volvió rápidamente a casa, pero cuando enfiló el camino de grava decidió que sería mejor aparcar a cierta distancia y entrar sigilosamente por la puerta de atrás. Aparcó sobre el césped y sobre el césped anduvo describiendo un círculo hasta llegar a la parte trasera de la casa. El cielo estaba cubierto de líneas color mostaza. El perro dormía sobre el felpudo. Al oír los pasos de su amo, abrió un ojo amarillo, lo miró de arriba abajo y volvió a cerrarlo.Thomas entró en la cocina. Se encontraba vacía y la casa estaba lo bastante silenciosa para que oyera con toda claridad el tictac del reloj. Eran las seis menos cuarto. De puntillas recorrió el pasillo hasta la puerta de delante y desechó el cerrojo. Se quedó un momento escuchando. Desde el otro lado de la puerta cerrada del salón llegaban los suaves ronquidos de su madre, y supuso que se había quedado dormida mientras leía. En la otra punta del pasillo, a dos pasos de su estudio, el abrigo negro y el bolso rojo de la golfa yacían sobre una silla. Arriba se oían unos grifos abiertos y dedujo que estaría dándose un baño.

Entró en el estudio y se sentó al escritorio a esperar y observó con desagrado que cada pocos minutos le recorría un temblor. Se quedó un momento allí sentado sin hacer nada. Luego cogió una pluma y empezó a dibujar cuadrados en un sobre que tenía ante él. Miró el reloj. Eran las seis menos once minutos. A continuación abrió distraídamente el cajón central de la mesa y lo colocó sobre sus rodillas. Estuvo un minuto entero mirando con atención la pistola sin comprender. Después lanzó un grito y se puso en pie de un salto. ¡La había devuelto! «¡Idiota! —masculló su padre—. ¡Idiota! Ve y métesela en el bolso. No te quedes ahí parado. Ve y métesela en el bolso.» Thomas se quedó mirando el cajón fijamente. «Zoquete —se indignó el viejo—. ¡Corre mientras todavía estés a tiempo! Métesela en el bolso.» Thomas no se movió. «¡Imbécil!», le gritó su padre. Thomas cogió la pistola. «Date prisa», ordenó el viejo.Thomas echó a andar manteniendo la pistola lo más lejos posible de su cuerpo. Abrió la puerta y miró la silla. El abrigo negro y el bolso rojo estaban casi a su alcance.«¡Date prisa, tonto!», dijo su padre. Detrás de la puerta del salón, los ronquidos casi inaudibles de su madre subían y bajaban. Parecían medir un tiempo que no tenía nada que ver con los segundos que le quedaban a Thomas. No se oía ningún otro ruido. « ¡Deprisa, imbécil! ¡Antes de que despierte!», le acució el viejo. Los ronquidos cesaron y Thomas oyó chirriar los muelles del sofá. Cogió el bolso rojo. Tenía un tacto parecido a la piel humana y al abrirlo le llegó el olor inconfundible de la muchacha. Haciendo una mueca metió en él la pistola y se retiró. Tenía el rostro encendido.

— ¿Qué está metiendo Tomsee en mi bolso? —gritó ella, y su risa complacida descendió brincando por las escaleras.

Thomas dio media vuelta. Ella estaba en lo alto de la escalera y empezó a bajar como una modelo, una pierna al aire y después la otra surgiendo de la abertura del quimono con un ritmo bien definido.

— Tomsee es un niño malo —dijo ella con voz gutural. Llegó al pie de la escalera y lanzó una mirada lasciva de posesión a Thomas, cuyo rostro había pasado del rojo al gris. Estiró el brazo, cogió con un dedo el bolso abierto y vio la pistola. La madre abrió la puerta de la sala y asomó la cabeza.

— ¡Tomsee m'ha metío la pistola en el bolso! —chilló la muchacha.

— ¡Tonterías! —dijo la madre con un bostezo—. ¿Por qué iba hacer Thomas una cosa así?

Thomas estaba ligeramente encorvado y las manos le colgaban flácidas de las muñecas como si acabara de sacarlas de un charco de sangre.

— Yo qué sé —respondió la chica—, pero desde luego lo ha hecho.

Se puso a dar vueltas alrededor de Thomas, con las manos en las caderas, el cuello estirado y una sonrisa burlona e íntima dirigida a él con fiereza. De repente, su expresión pareció abrirse, como se había abierto el bolso cuando Thomas lo había tocado. Ladeó la cabeza en actitud de incredulidad.

— Madre mía —dijo lentamente—, eres un caso.

En aquel momento Thomas maldijo no solo a la chica, sino a todo el orden del universo que la había hecho posible.

— Thomas no te metería una pistola en el bolso —aseguró la madre—. Thomas es un caballero.

La muchacha soltó una risita alegre.

— Pues usté misma puede verlo —dijo, y señaló el bolso «¡Tú la has encontrado en el bolso, imbécil!», siseó el viejo.

— ¡Yo la he encontrado en el bolso! ¡Esa golfa inmunda y delincuente me robó la pistola!

La madre se quedó sin aliento al reconocer la presencia del otro en la voz de su hijo. El rostro de sibila de la vieja palideció

— ¡Qué narices! —chilló Sarah Ham, e intentó coger el bolso.

Pero Thomas, como si su brazo estuviera guiado por su padre, lo cogió primero y sacó la pistola. La chica, fuera de sí, se lanzó a la garganta de Thomas, y lo hubiera aferrado por el cuello si la madre no se hubiera interpuesto entre ellos. « ¡Fuego!», gritó el viejo. Thomas disparó. La explosión fue como un sonido cuya intención fuera poner fin al mal en el mundo. Thomas la oyó como un sonido que haría añicos la risa de todas las zorras hasta que todos los chillidos cesaran y no quedara nada que alterara la paz de un orden perfecto. El eco se fue desvaneciendo en ondas.

Antes de desaparecer la última, Farebrother abrió la puerta y asomó la cabeza. Arrugó la nariz. Por unos segundos, su expresión fue la de un hombre que se niega a admitir su sorpresa. En sus ojos, claros como el cristal, se reflejaba la escena. La vieja yacía en el suelo entre la chica y Thomas. El cerebro del sheriff funcionó como una máquina calculadora. Vio los hechos como si ya estuvieran impresos: el tipo había tenido siempre la intención de matar a su madre y de que la chica cargara con el mochuelo. Pero Farebrother había sido demasiado rápido para él. Todavía no se habían dado cuenta de su presencia en la puerta. Mientras él escudriñaba la escena, aumentaba su comprensión de los hechos. Por encima del cuerpo de la madre, el asesino y la golfa estaban a punto de caer uno en brazos del otro. El sheriff sabía reconocer una escena sucia en cuanto la veía. Estaba acostumbrado a interrumpir escenas que nunca eran tan subidas de tono como a él le hubiera gustado, pero esta cumplía todas sus expectativas.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Noche oscura del alma - San Juan de la Cruz (texto y comentario)

 

En una noche escura,

con ansias en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

A escuras y segura

por la secreta escala, disfrazada,

¡oh dichosa ventura!,

a escuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía,

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

 

¡Oh noche, que guiaste;

oh noche amable más que el alborada;

oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada, con el Amado transformada!

En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba

y el ventalle de cedros aire daba.

El aire del almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería

y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

VOCABULARIO

escura: Oscura.

en celada: a escondidas

aquesta: esta.

más cierto: con más seguridad.

alborada: amanecer

ventalle: abanico.

suspendía: embelesaba

cuidado: preocupación

LOCALIZACIÓN

Poema Noche oscura del alma. Su autor es San Juan de la Cruz (1542- 1591).

"Noche escura del alma", junto con "Cántico espiritual" y "Llama de amor viva" constituyen las tres obras poéticas más importantes de la poesía mística, en la que se nos muestra la ascensión del alma hasta su unión mística con Dios. La literatura mística se desarrolló en España en la segunda mitad del siglo XVI.

ESTRUCTURA

Estructura externa

Métricamente el poema está formado por ocho liras. La lira es una estrofa de origen italiano traída a España por Garcilaso de la Vega en su canción "A la flor de Gnido". Esta estrofa consta de dos endecasílabos (el segundo y quinto versos) y tres heptasílabos: su rima es consonante y las rimas se distribuyen: 7a 11B 7a 7b 11B.

Estructura

Para determinar la estructura interna de este poema hay que saber que en él se desarrollan las tres vías o caminos que tiene que recorrer el Alma hasta la unión mística con Dios. Estas vías se conocen con el nombre de vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva.

- En la vía purgativa el Alma se libera poco a poco de sus pasiones y purifica de sus pecados;

- en la vía iluminativa el Alma se ilumina con la consideración de los bienes eternos y de la pasión y redención de Cristo;

- finalmente, mediante la vía unitiva el Alma alcanza la unión con Dios, según el modo definido por San Juan de la Cruz como «matrimonio espiritual».

Los escritores místicos para poder expresar esta unión espiritual se valen de imágenes tomadas del amor humano. El amor humano es, pues, la manera de la que se valen los místicos para explicar el amor divino: el Alma será la Esposa o Amada y Cristo el Esposo o Amado.

El poema se estructura en las siguientes partes:

a)

Corresponde a la vía purgativa. La amada (el Alma) busca a Dios en medio de la noche y en secreto (las primeras estrofas, versos 1-10). Sólo hay un verbo principal (salí) que aparece en pretérito perfecto simple.

b)

Se centra en la vía iluminativa. El Alma es iluminada por la luz de la fe y esta luz le permite ir ascendiendo en su camino hacia Dios (estrofas tercera y cuarta, versos 11–20). Las formas verbales aparecen en pretérito imperfecto de indicativo para describirnos el estado del alma.

c)

El Alma prorrumpe en exclamaciones, para agradecer a la noche que le haya permitido conducirla hasta la unión con el Amado. Formalmente aparecen oraciones exclamativas que corresponden a la función expresiva del lenguaje (estrofa quinta, versos 21–25).

d)

Se alcanza a vía unitiva. El Alma se une definitivamente con Dios (estrofas sexta, séptima y octava, versos 26—40). Formalmente hay un agolpamiento de verbos en contraste con las estrofas anteriores, aunque aquí no indican acción sino más bien abandono, sensación que viene reforzado por el uso de pronombres enclíticos (quedéme, olvídeme, dejéme)

ARGUMENTO

La Amada (el Alma) una vez que ha dejado sosegada su casa (mediante la purgación de las pasiones y pecados) se eleva hacia Dios en medio de la noche de los sentidos y recibe una luz especial que le facilita el camino hasta llegar a la unión íntima con el Amado (Cristo).

TEMA

La unión mística del alma con Cristo.

ESTUDIO DE LA FORMA Y CONTENIDO

Lo primero que nos encontramos al analizar el texto es con el símbolo de la noche. Los escritores místicos se valen de símbolos para poder comunicar sus experiencias. En la primera estrofa noche simboliza los diversos sacrificios: y purgaciones que ha de llevar a cabo el alma para alcanzar la perfección que le permita elevarse hacia Dios. De esta manera el alma se aleja de las tentaciones mundanas (estando ya mi casa sosegada) y se prepara el encuentro con Dios (¡oh dichosa ventura!) A través del epíteto escura, que se repite en el texto con diversas variantes (A escuras y segura, a escuras y encelada) insiste el poeta en la idea de la oscuridad de los sentidos que ha de ser previa a la ascensión del alma.

Por otra parte, la oscuridad favorece la idea de secreto (recordemos que la palabra mística significa «sabiduría secreta») que también se repite varias veces en las tres primeras estrofas:

por la secreta escala disfrazada

— a escuras y encelada.

en secreto que nadie me veía.

En el v.6 nos encontramos también con una paradoja —otro recurso místico para poder expresar lo inefable de esta poesía—: a escuras y segura. La oscuridad normal nos hace caminar inseguros, pero esta oscuridad en el sentido explicado más arriba sí permite al alma elevarse con seguridad hacia Dios.

El alma, pues, avanza segura y encuentra una luz especial que hace que se transforme la "noche oscura" en "noche dichosa"; que propicia el encuentro con el Amado, a quien se alude mediante una perífrasis (sin decir su nombre):

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

La estrofa quinta es toda ella una pura exclamación afectiva. Mediante el paralelismo sintáctico: ¡oh ,noche que guiaste / oh noche que juntaste... y la repetición anafórica de noche, el alma exalta los valores positivos de ésta: noche guiadora, noche amable, noche que junta a los amantes.

A partir de la sexta estrofa ya comienza la vía unitiva. En ella, mediante el polisíndeton se agolpan las acciones agradables, tomadas del amor profano: y yo le regalaba / y el ventalle de cedros aire daba.Mediante la metáfora, el poeta identifica el aire que mueve las hojas de los cedros con un abanico que refresca a los amantes. En la estrofa séptima hay un cambio de escenario: ahora el lugar de encuentro de los amantes es las almenas de un castillo, por donde también pasa el aire. Es en esta estrofa donde se produce el denominado éxtasis místico: y todos mis sentidos suspendía.

En la última estrofa se alcanza el clímax del poema: el Alma se une definitivamente al Amado y descansa del largo camino que ha tenido que recorrer. Mediante la aliteración del sonido /m/ se intenta cargar de afectividad y amor esta escena:

Quedéme y olvidéme;

el rostro recliné sobre el Amado

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

Por último, aludiremos a los recursos que vertebran y confieren unidad al poema. Estos recursos se basan en la repetición, que se da en todos los componentes de la lengua. En la primera parte del poema todos los significados parecen repetirse de lira en lira. Se repite la idea de noche, la idea de salida nocturna y la idea de secreto. También se repiten frases enteras a modo de estribillo:

¡Oh dichosa ventura! (estrofas 1 y 2)          A oscuras...  (estrofa 2)

Oh noche... (estrofa 5)                               Amado con Amada... Amada en el Amado (estrofa 5)

Se repiten ciertos fonemas para sugerir la idea que pretende comunicar. Así, la aliteración de /s/ en el estribillo: estando ya mi casa sosegada que nos sugiere la idea de silencio y soledad expresada en las correspondientes estrofas. Y lo mismo ocurre con la aliteración de /m/ en la última estrofa.

CONCLUSIÓN

El poema que acabamos de comentar es típico de la poesía mística de San Juan de la Cruz. Mediante repeticiones y elementos intensificadores de todo tipo, la estructura perfecta del poema e imágenes tomadas del amor humano, el poeta ha logrado transmitirnos las sensaciones que el Alma experimenta en su camino ascendente hasta alcanzar la unión mística con Dios.

[De: http://elvelerodigital.com/apuntes/lyl/nocheoscura.htm]

miércoles, 19 de marzo de 2014

La legión extranjera – Clarice Lispector

Si me preguntaran por Ofelia y sus padres, habría respondido con el decoro de la honestidad: apenas los conocí. Delante del mismo jurado al cual respondería: apenas me conozco, y a cada cara del jurado le diría con la misma mirada límpida de quien se hipnotizó para la obediencia: apenas os conozco. Pero algunas veces despierto del largo sueño y me vuelvo con docilidad hacia el delicado abismo del desorden.

Estoy tratando de hablar de aquella familia que desapareció hace años sin dejar rastros en mí, y de la que tan sólo me había quedado una imagen esfumada por la distancia. Mi inesperado consentimiento en saber fue provocado hoy por el hecho de aparecer en casa un pollito. Vino traído por obra de quien quería tener el gusto de darme una cosa nacida. Al sacar de su encierro al pollito, su gracia nos atrapó en el momento. Mañana es Navidad, pero el momento de silencio que espero todo el año vino un día antes de nacer Cristo. Una cosa piando por sí misma despierta la tiernísima curiosidad que junto a un pesebre es adoración. Bueno, dijo mi marido, y ahora esto. Se había sentido demasiado grande. Sucios, con la boca abierta, los chicos se aproximaron. Yo, un poco osada, quedé feliz. El pollito piaba. Pero Navidad es mañana, dijo tímido el chico mayor. Sonreíamos desamparados, curiosos.

Pero los sentimientos son agua de un instante. Poco después —como la misma agua ya es otra cuando el sol la deja muy liviana, y otra ya cuando se irrita tratando de morder una piedra, y otra también en el pie que se sumerge—, poco después ya no teníamos en el rostro más que aureola e iluminación.Alrededor del pollito afligido, nos sentíamos bien y ansiosos. A mi marido, la bondad lo deja ríspido y severo, cosa a la que nos acostumbramos; él se crucifica un poco. En los chicos, que son más serios, la bondad es un ardor. A mí, la bondad me intimida. Al poco rato la misma agua era otra, y mirábamos disgustados, enredados en la falta de habilidad de ser buenos. Y, el agua ya otra, poco a poco teníamos en el rostro la responsabilidad de una aspiración, el corazón pesado de un amor que ya no era libre.También nos volvía torpes el miedo que el pollito nos tenía; allí estábamos, y ninguno merecía comparecer ante el pollito; a cada piada, nos echaba afuera. A cada piada, nos reducía a no hacer nada.La constancia de su pavor nos acusaba de una alegría imprudente que a esa hora ya ni era alegría, era incomodidad. Había pasado el instante del pollito, y él, cada vez más indispensable, nos expulsaba sin dejarnos. Nosotros, los adultos, ya habíamos ocultado el sentimiento. Pero en los chicos había una indignación silenciosa, y su acusación era que nada hacíamos por el pollito o por la humanidad. A nosotros, padre y madre, el piar cada vez más ininterrumpido ya nos había llevado a una resignación vergonzosa: las cosas son de ese modo. Sólo que nunca les habíamos contado eso a los niños, teníamos vergüenza; y postergábamos indefinidamente el momento de llamarlos y decirles con claridad que las cosas son así. Cada vez se hacía más difícil, el silencio crecía, y ellos empujaban un poco el afán con que queríamos darles, a cambio, amor. Si nunca habíamos conversado sobre las cosas, mucho más tuvimos que esconderles en ese instante la sonrisa que terminó aflorándonos con el piar desesperado de aquel pico, una sonrisa como si nos correspondiera bendecir el hecho de que las cosas fueran así, de ese modo, y hubiéramos acabado de bendecirlas.

El pollito piaba. Sobre la mesa barnizada no osaba dar un paso, un movimiento, piaba para adentro.Yo ni siquiera sabía dónde cabía tanto terror en una cosa que era sólo plumas. ¿Plumas cubriendo qué?,media docena de huesos que se habían reunido, débiles, ¿para qué?, para el piar de terror. En silencio, con respeto ante la imposibilidad de comprendernos, con respeto ante la rebelión de los chicos contra nosotros, en silencio mirábamos sin mucha paciencia. Era imposible darle la palabra tranquilizadora que lo hiciese no tener miedo, consolar a la cosa que por haber nacido se espanta. ¿Cómo prometerle la costumbre? Padre y madre, sabíamos cuán breve sería la vida del pollito. También éste lo sabía, del modo como las cosas vivas lo saben: a través del susto profundo.

Y mientras tanto, el pollito lleno de gracia, cosa breve y amarilla. Yo quería que también él sintiera la gracia de su vida, así como la habían pedido de nosotros, él que era la alegría de los otros, no la propia. Que sintiera que era gratuito, ni siquiera necesario —uno de los pollitos tiene que ser inútil—,sólo había nacido para gloria de Dios, entonces que fuese la alegría de los hombres. Pero era amar nuestro amor y querer que el pollito fuera feliz solamente porque lo amábamos. Yo también sabía que sólo la madre resuelve el nacimiento, y el nuestro era amor de quien se complace en amar: me agitaba en la gracia de permitírseme amar, campanas, campanas repicaban porque sé adorar. Pero el pollito temblaba, cosa de terror, no de belleza.

El niño menor no soportó más:

—¿Quieres ser su mamá?

Yo dije que sí, sobresaltada. Yo era la enviada junto a aquella cosa que no comprendía mi único lenguaje: estaba amando sin ser amada. La misión era falible, y los ojos de cuatro chicos esperaban con la intransigencia de la esperanza mi primer gesto de amor eficaz. Retrocedí un poco, sonriendo solitaria del todo; miré a mi familia, quería que ellos sonrieran. Un hombre y cuatro chicos me miraban fijamente, incrédulos y confiados. Yo era la mujer de la casa, el granero. Por qué la impasibilidad de los cinco, no lo entendí. Cuántas veces había fracasado para que, en mi hora de timidez, ellos me miraran. Intenté aislarme del desafío de los cinco hombres para yo también esperar de mí y acordarme de cómo es el amor. Abrí la boca, iba a decirles la verdad: no sé cómo.

Pero si me llegara de noche una mujer. Si ella asegurara al hijo en el regazo. Y dijera: cura a mi hijo. Yo diría: ¿cómo se hace? Ella respondería: cura a mi hijo. Yo diría: tampoco sé. Ella respondería:cura a mi hijo. Entonces —entonces, porque no sé hacer nada y porque no me acuerdo de nada y porque es de noche—, entonces extiendo la mano y salvo a un niño. Porque es de noche, porque estoy sola en la noche de otra persona, porque este silencio es muy grande para mí, porque tengo dos manos para sacrificar a la mejor de ellas y porque no tengo otro camino.

Entonces extendí la mano y tomé el pollito.

Fue en ese instante cuando volví a ver a Ofelia. Y en ese instante me acordé de que había sido el testimonio de una chica.

Más tarde recordé cómo la vecina, madre de Ofelia, era trigueña como una hindú. Tenía ojeras violáceas que la embellecían mucho y le daban un aire fatigado que hacía que los hombres la miraran una segunda vez. Un día, en el banco del jardín, mientras los chicos jugaban, me había dicho con esa su cabeza obstinada de quien mira hacia el desierto: «Siempre quise hacer un curso de decoración de pasteles». Me acordé de que el marido, trigueño también, como si se hubieran elegido por la sequedad del color, quería ascender en la vida a través de su ramo de negocios: gerencia de hoteles o incluso dueño, nunca entendí bien. Cosa que le daba una dura cortesía. Cuando en el ascensor nos veíamos forzados al contacto más prolongado, él aceptaba el cambio de palabras con un tono de arrogancia que traía de luchas mayores. Hasta llegar al décimo piso, la humildad a la que su indiferencia me había forzado, ya lo había amansado un poco; quizá llegara a casa más bien servido. En cuanto a la madre de Ofelia, ella temía que, a fuerza de vivir en el mismo piso, hubiese intimidad y, sin saber que yo me resguardaba también, me evitaba. La única intimidad había sido la del banco del jardín, donde, con ojeras y boca fina, había hablado de decorar pasteles. Yo no había sabido qué responder y terminé diciendo, para que supiera que ella me agradaba, que el curso de los pasteles me gustaría. Ese único momento mutuo nos había alejado aún más, por temor a un abuso de comprensión. La madre de Ofelia llegó incluso a ser grosera en el ascensor: al día siguiente estaba yo con uno de los niños tomado de la mano, el ascensor bajaba despacio, y yo, oprimida por el silencio que, a la otra, la fortificaba, había dicho en un tono de agrado que en el mismo instante también a mí me repugnó:

—Nos estamos dirigiendo a casa de la abuela de él.

Y ella, para asombro mío:

—No le pregunté nada, nunca me meto en la vida de los vecinos.

—Ajá —dije yo por lo bajo.

Lo que allí mismo, en el ascensor, me hizo pensar que yo estaba pagando por haber sido su confidente de un minuto en el banco del jardín. Lo que, a su vez, me hizo pensar que ella tal vez juzgase haberme confiado más de lo que en realidad había confiado. Lo que, a su vez, me hizo pensar si verdaderamente no me había dicho más de lo que las dos habíamos percibido. Mientras el ascensor continuaba bajando y deteniéndose, yo reconstituí su aire insistente y soñador en la banca del jardín, y miré con ojos nuevos la belleza altanera de la madre de Ofelia. «No le contaré a nadie que quieres decorar pasteles», pensé mirándola rápidamente.

El padre agresivo, la madre reservándose. Familia soberbia. Me trataban como si yo ya viviera en su futuro hotel y los ofendiese con el pago que exigían. Sobre todo me trataban como si ni yo lo creyera, ni ellos pudieran probar quiénes eran. ¿Y quiénes eran ellos?, me preguntaba a veces. ¿Por qué la bofetada que estaba impresa en sus rostros?, ¿por qué la dinastía exiliada? Y a tal punto no me perdonaban, que yo obraba como no perdonada: si los encontraba en la calle, fuera del sector al que me circunscribía, me sobresaltaba, sorprendida en delito; retrocedía para que ellos pasaran, les daba el lugar: los tres trigueños y bien vestidos pasaban como si fueran a misa, aquella familia que vivía bajo el signo de un orgullo o de un martirio oculto, amoratados como flores de la Pasión. Familia antigua,aquélla.

Pero el contacto se hizo a través de la hija. Era una chica hermosísima, con largos bucles duros, Ofelia, con ojeras iguales a las de la madre, las mismas encías un poco violetas, la misma boca fina de quien se cortó. Pero ésa, la boca, hablaba. Le dio por aparecer en casa. Tocaba el timbre, yo abría la mirilla, no veía nada, oía una voz decidida:

—Soy yo, Ofelia María dos Santos Aguiar.

Desanimada, abría la puerta. Ofelia entraba. La visita era para mí, mis dos chicos en aquel tiempo eran demasiado pequeños para su pausada sabiduría. Yo era importante y estaba ocupada; pero era para mí la visita: con una atención del todo interior, como si para todo hubiera un tiempo, levantaba con cuidado la falda de olanes, se sentaba, arreglaba los olanes, y sólo entonces me miraba. Yo, que entonces copiaba el archivo de la oficina, trabajaba y oía. Ofelia me daba consejos. Tenía opinión formada respecto a todo. Todo lo que yo hacía era un poco equivocado, en su opinión. Decía «en mi opinión» con tono resentido, como si yo le debiera haber pedido consejos, y ya que yo no los pedía, ella los daba. Con sus ocho años altivos y bien vividos, decía que en su opinión yo no criaba bien a los chicos; pues a los chicos, cuando se les da la mano, quieren subirse a la cabeza. El plátano no se mezcla con la leche. Mata.Pero claro que usted hace lo que quiere; cada uno sabe lo suyo. Ya no era hora de estar en bata; su madre se cambiaba de ropa en cuanto salía de la cama, pero cada uno termina llevando la vida que quiere. Si yo le explicaba que era porque todavía no me había bañado, Ofelia se quedaba quieta, mirándome atenta.Con alguna suavidad, entonces, con alguna paciencia, agregaba que no era hora de no haber tomado todavía el baño. Nunca era mía la última palabra. Qué última palabra podría dar cuando ella me decía: la empanada de verdura nunca lleva tapa. Una tarde, en una panadería, me vi inesperadamente ante la verdad inútil: allá estaba sin tapa una fila de empanadas de verdura. «Pero yo le avisé», la oí como si estuviera presente. Con sus bucles y olanes, con su firme delicadeza, era una visita en la sala todavía desarreglada. Lo que importaba era que decía también muchas tonterías, lo que, en mi desaliento, me hacía sonreír desesperada.

La peor parte de la visita era la del silencio. Yo levantaba los ojos de la máquina, y no sabría decir desde hacía cuánto tiempo Ofelia me miraba en silencio. ¿Qué le puede atraer en mí a esta niña?, me exasperaba. Una vez, después de su largo silencio, me había dicho, tranquila: usted es rara. Y yo,alcanzada en pleno rostro sin protección —Justamente en el rostro, que por ser nuestro revés es cosa tan sensible—, yo, alcanzada en pleno, había pensado con rabia; pues vas a ver que es precisamente esa rareza lo que buscas. Ella, que estaba totalmente protegida, y tenía madre protegida, y padre protegido.

Yo todavía prefería, pues, consejo y crítica. Menos tolerable era ya su costumbre de usar la expresión «por lo tanto» con la que unía las frases en una concatenación que no fallaba. Me dijo que yo había comprado demasiada verdura en el mercadillo; por lo tanto, no iban a caber en el pequeño refrigerador, y, por lo tanto, se marchitarían antes del próximo día de mercadillo. Días después yo miraba las verduras magulladas. Por lo tanto, sí. Otra vez había visto mis verduras esparcidas por la mesa de la cocina, yo que disimuladamente había obedecido. Ofelia miró, miró. Parecía dispuesta a no decir nada. Yo esperaba de pie, agresiva, muda. Ofelia dijo sin ningún énfasis:

—Es poco hasta el próximo día de mercadillo.

Las verduras se acabaron mediada la semana. ¿Cómo es que ella lo sabe?, me preguntaba con curiosidad. «Por lo tanto» sería quizá la respuesta. ¿Por qué yo nunca, nunca sabía? ¿Por qué ella sabía de todo, por qué la tierra le era tan familiar, y yo sin protección? ¿Por lo tanto? Por lo tanto.

Una vez Ofelia se equivocó. La geografía —dijo sentada frente a mí con los dedos cruzados en el regazo— es una manera de estudiar. No llegaba a ser un error, era más bien un leve estrabismo del pensamiento; pero para mí tuvo la gracia de una caída, y antes de que el momento pasara, por dentro le dije: es así como se hace ¡eso!, ve despacio así, y un día te va a ser más fácil o más difícil; pero es así, ve equivocándote, bien, bien despacio.

Una mañana, en medio de su charla, me advirtió autoritaria: «Voy a casa a ver una cosa, pero vuelvo en seguida». Arriesgué: «Si estás muy ocupada, no necesitas volver». Ofelia me miró muda, inquisitiva. «Hay una niña muy antipática», pensé bien claro para que ella viera toda la frase expuesta en mi rostro. Ella sostuvo la mirada. La mirada donde —con sorpresa y desolación— vi fidelidad, paciente confianza en mí y el silencio de quien nunca habló. ¿Cuándo es que yo le había tirado un hueso para que me siguiera muda por el resto de la vida? Desvié los ojos. Ella suspiró, tranquila. Y dijo con mayor decisión aún: «Vuelvo en seguida». ¿Qué es lo que quiere?, me agité, ¿por qué atraigo a personas que ni siquiera gustan de mí?

Una vez, cuando Ofelia estaba sentada, tocaron el timbre. Fui a abrir y me encontré con la madre de Ofelia. Llegaba protectora, exigente:

—¿Por casualidad Ofelia María está ahí?

—Sí —me excusé, como si la hubiera raptado.

—No hagas más eso —le dijo a Ofelia en un tono que también me dirigía; después se volvió hacia mí y, súbitamente ofendida:

—Disculpe la molestia.

—No se preocupe, esta chica es tan inteligente.

La madre me miró con ligera sorpresa; pero la sospecha pasó por sus ojos. Y en ellos leí: ¿qué es lo que quieres de ella?

—Ya le prohibí a Ofelia María que la moleste —dijo ahora con abierta desconfianza. Y, asegurando con firmeza la mano de la chica para llevarla, parecía defenderla contra mí. Con una sensación de decadencia, espié por la mirilla entreabierta sin ruidos: allá iban las dos por el corredor que llevaba a su apartamento, la madre abrigando a la hija con murmullos de reprensión amorosa, la hija impasible temblándole los bucles y olanes. Al cerrar la mirilla, advertí que todavía no me había cambiado de ropa y, por lo tanto, había sido vista así por la madre que se cambiaba de ropa al salir de la cama. Pensé con cierta desenvoltura: bueno, ahora la madre me desprecia; por lo tanto, estoy libre de que la chica vuelva.

Pero volvía, sí. Yo resultaba demasiado atrayente para aquella chica. Tenía bastantes defectos para sus consejos; era terreno para el desarrollo de su severidad; ya me había convertido en el dominio de mi esclava: volvía, sí, levantaba los olanes, se sentaba.

Por ese entonces, estando cerca la Pascua, el mercadillo estaba lleno de pollitos, y traje uno para los chicos. Jugamos, después él se quedó en la cocina, los chicos en la calle. Más tarde aparecía Ofelia para la visita. Yo escribía a máquina; de vez en cuando concordaba distraída. La voz igual de la chica,voz de quien habla de memoria, me atontaba un poco, entraba por entre las palabras escritas; ella decía, decía.

Fue cuando me pareció que de pronto todo se había detenido. Sintiendo falta del suplicio, la miré neblinosa. Ofelia María estaba con la cabeza bien erguida, con los bucles totalmente inmovilizados.

—¿Qué es eso? —dijo.

—¿El qué?

—¡Eso! —dijo inflexible.

—¿Eso?

Nos habríamos quedado indefinidamente en una ronda de «¿Eso?», y «¡Eso!», si no fuera por la fuerza excepcional de esa chica, que, sin una palabra, tan sólo con la extrema autoridad de la mirada, me obligaba a oír lo que ella misma oía. En el silencio de la atención a que me había forzado, oí finalmente el débil piar del pollito en la cocina.

—Es el pollito.

—¿Pollito? —dijo desconfiadísima.

—Compré un pollito —respondí resignada.

—¡Pollito! —repitió, como si la hubiese insultado.

—Pollito.

Y en eso quedaríamos. Si no fuera por cierta cosa que vi y que nunca había visto antes.

¿Qué era? Pero, fuese lo que fuese, ya no estaba allí. Un pollito había centelleado un segundo en sus ojos y en ellos se había sumergido para no haber existido nunca. Y la sombra se hizo. Una sombra profunda cubriendo la tierra. Desde el instante en que involuntariamente su boca estremeciéndose casi había pensado «Yo también quiero», desde ese instante la oscuridad se había adensado en el fondo de los ojos en un deseo retráctil, que si lo tocasen, más se cerraría como hoja de adormidera. Y que retrocedía delante de lo imposible, lo imposible que se había acercado y, con tentación, casi había sido de ella: lo oscuro de los ojos osciló como una moneda. Una astucia le pasó entonces por el rostro, si yo no estuviera allí, por astucia, ella robaría cualquier cosa. En los ojos que pestañearon ante la disimulada sagacidad, en los ojos la gran tendencia a la rapiña. Me miró rápida, y era la envidia; tienes de todo, y la censura, porque no somos la misma y yo tendré un pollito, y la codicia: ella me quería para sí. Lentamente me fui reclinando en el respaldo de la silla; su envidia, que desnudaba mi pobreza, y dejaba pensativa a mi pobreza; si no estuviera yo allí, también robaría mi pobreza; ella quería todo. Después de que el estremecimiento de la codicia pasó, lo oscuro de los ojos sufrió todo: no era solamente a un rostro sin protección que yo la exponía, ahora la había expuesto a lo mejor del mundo: a un pollito. Sin verme, sus ojos calientes me miraban en una abstracción intensa que se ponía en íntimo contacto con mi intimidad. Algo pasaba que yo no conseguía entender a simple vista. Y nuevamente volvió el deseo. Esta vez los ojos se angustiaron como si nada pudieran hacer con el resto del cuerpo que se desprendía independientemente. Y más se ensanchaban, sorprendidos con el esfuerzo físico de la descomposición que dentro de ella se realizaba. La boca delicada permaneció un poco infantil, de un violeta macerado.Miró hacia el techo: las ojeras le daban un aire de supremo martirio. Sin moverme, yo la miraba. Yo sabía la gran incidencia de mortalidad infantil. En ella me envolvía la gran pregunta: ¿vale la pena? No sé, le dijo mi quietud cada vez mayor, pero es así. Allí, delante de mi silencio, ella estaba entregándose al proceso, y si me preguntaba la gran pregunta, tenía que quedar sin respuesta. Tenía que darse por nada.Tendría que ser, y por nada. Ella se aferraba en sí misma, no queriendo. Pero yo esperaba. Sabía que somos lo que tiene que suceder. Yo sólo podía servirle a ella de silencio. Y, deslumbrada de desentendimiento, oía latir dentro de mí un corazón que no era el mío. Delante de mis ojos fascinados, allí frente a mí, como un ectoplasma, ella se estaba transformando en una niña.

No sin dolor. En silencio yo veía el dolor de su alegría difícil. El lento cólico de un caracol. Se pasó lentamente la lengua por los labios finos. (Ayúdame, dijo su cuerpo en la penosa bipartición. Estoy ayudándote, respondió mi inmovilidad.) La agonía lenta. Ella estaba engordando, deformándose con lentitud. Por momentos los ojos se volvían puras pestañas, en una avidez de huevo. Y la boca de un hambre temblorosa. Casi sonreía entonces, como si extendida en una mesa de operación dijera que no estaba doliendo tanto. No me perdía de vista: había marcas de pies que ella no veía, por allí ya había caminado alguien, y ella adivinaba que yo había caminado mucho. Se deformaba más y más, casi idéntica a sí misma. ¿Arriesgo? ¿Dejo sentir?, se preguntaba en ella. Sí, se respondió por mí.

Y mi primer sí me embriagó. Sí, repitió mi silencio para el de ella, sí. Como en la hora de nacer mi hijo yo le había dicho: sí. Tenía la osadía de decirle sí a Ofelia, yo que sabía que también se muere de chico sin advertirlo nadie. Sí, repetí embriagada, porque el peligro más grande no existe: cuando se va, se va todo junto, tú misma siempre estarás; eso, eso es lo que llevarás para lo que vaya a ser.

La agonía de su nacimiento. Hasta entonces nunca había visto el coraje. El coraje de ser el otro que se es, el de nacer del propio parto, y el de abandonar en el suelo el cuerpo antiguo. Y sin haberle respondido si valía la pena. «Yo», trataba de decir su cuerpo mojado por las aguas. Sus nupcias consigo misma.

Ofelia preguntó lentamente, con recato por lo que le sucedía:

—¿Es un pollito?

No la miré.

—Es un pollito, sí.

De la cocina venía el débil piar. Quedamos en silencio como si Jesús hubiera nacido. Ofelia respiraba, respiraba.

—¿Un polluelo? —se aseguró vacilante.

—Un polluelo, sí —dije yo guiándola con cuidado hacia la vida.

—¡Ah, un polluelo! —dijo meditando.

—Un polluelo —dije sin embrutecerla.

Hacía ya algunos minutos que estaba frente a una niña. Se había realizado la metamorfosis.

—Está en la cocina.

—¿En la cocina? —repitió, haciéndose la desentendida.

—En la cocina —repetí por primera vez autoritaria, sin agregar nada más.

—¡Ah!, en la cocina —dijo Ofelia con mucho fingimiento y miró hacia el techo.

Pero sufría. Con cierta vergüenza, noté finalmente que me estaba vengando. La otra sufría, fingía,miraba hacia el techo. La boca, las ojeras.

—Puedes ir a la cocina a jugar con el polluelo.

—¿Yo...? —preguntó haciéndose la tonta.

—Pero solamente si quieres.

Sé que debería haberla mandado, para no exponerla a la humillación de querer tanto. Sé que no le debería haber dado la opción, y entonces ella tendría la disculpa de que había sido obligada a obedecer. Pero en aquel momento no era por venganza por lo que le daba el tormento de la libertad. Es que aquel paso, también aquel paso debería darlo sola. Sola y ahora. Ella es la que tendría que ir a la montaña. ¿Por qué —me confundía—, por qué estoy tratando de soplar mi vida en su boca violeta? ¿Por qué estoy dándole una respiración? ¿Cómo me atrevo a respirar dentro de ella, si yo misma..., solamente para que ella camine, estoy dándole los penosos pasos? ¿Le soplo mi vida sólo para que un día, exhausta, sienta por un instante como si la montaña hubiera caminado hasta ella?

Yo tendría el derecho. Pero no tenía opción. Era una emergencia como si los labios de la niña estuvieran cada vez más violetas.

—Ve a ver el polluelo solamente si quieres —repetí entonces con la extrema dureza de quien salva.

Quedamos enfrentándonos, diferentes, cuerpo separado de cuerpo; solamente la hostilidad nos unía.Yo estaba seca e inerte en la silla para que la chica se hiciese dolor dentro de otro ser, firme para que luchase dentro de mí; cada vez más fuerte a medida que Ofelia necesitara odiarme y necesitara que yo resistiese al sufrimiento de su odio. No puedo vivir eso por ti, le dijo mi frialdad. Su lucha se hacía cada vez más próxima, y en mí, como si aquel individuo que había nacido extraordinariamente dotado de fuerza estuviera bebiendo de mi debilidad. Al usarme ella me lastimaba con su fuerza; me arañaba al tratar de agarrarse a mis paredes lisas. Finalmente, su voz sonó con baja y lenta rabia:

—Pues voy a ver al pollito en la cocina.

—Ve, sí —dije lentamente.

Se retiró pausada, buscando mantener la dignidad de la espalda.

De la cocina volvió inmediatamente: estaba sorprendida, sin pudor, mostrando al pollito en la mano, y en una perplejidad que me indagaba por completo con los ojos:

—¡Es un polluelo! —dijo.

Lo miró en la mano que se extendía; me miró, miró de nuevo la mano, y de pronto se llenó de una nerviosidad y de una preocupación que me envolvieron automáticamente en nerviosidad y preocupación.

—¡Pero es un polluelo! —dijo, e inmediatamente la censura le pasó por los ojos, como si yo no le hubiera dicho quién piaba.

Me reí. Ofelia me miró, ultrajada. Y de repente rió. Ambas reímos entonces, un poco agudas.

Después de reírnos, Ofelia puso a caminar en el suelo al pollito. Si él corría, ella iba atrás, sólo parecía dejarlo autónomo para sentir nostalgia; pero si se encogía, ella lo protegía presurosa, con pena de que él estuviera bajo su dominio, «Pobrecito, es mío»; y cuando lo aseguraba, era con mano torcida por la delicadeza: era el amor, sí, el tortuoso amor. Es muy pequeño; por lo tanto, lo que necesita es mucho cuidado, uno no puede hacerle mimos, porque esto tiene sus peligros; no deje que lo agarren por casualidad; usted haga lo que quiera, pero el maíz es demasiado grande para su piquito abierto; porque él es blandito, pobre, tan chiquito, por lo tanto, usted no puede dejar a sus hijos que le hagan cariños; sólo yo sé el cariño que le gusta; se resbala por cualquier motivo, por lo tanto, el piso de la cocina no es lugar para el polluelo.

Hacía mucho tiempo que intentaba nuevamente escribir a máquina, buscando recuperar el tiempo perdido, y Ofelia entreteniéndome, y poco a poco hablando sólo para el polluelo, y amando por amor.Por primera vez me había abandonado, ella ya no era yo. La miré, toda de oro como estaba, y el pollito todo de oro, y los dos zumbaban como rueca y huso. También mi libertad por fin, y sin ruptura; adiós, y yo sonreía de nostalgia.

Mucho después advertí que era conmigo con quien Ofelia hablaba.

—Me parece —me parece— que lo voy a poner en la cocina.

—Pues ve.

No vi cuándo fue, no vi cuándo volvió. En algún momento, por casualidad y distraída, sentí que desde hacía rato había silencio. La miré un instante. Estaba sentada, con los dedos cruzados en el regazo. Sin saber exactamente por qué, la miré una segunda vez:

—¿Qué pasa?

—¿Yo?...

—¿Estás sintiendo algo?

—¿Yo?...

—¿Quieres ir al baño?

—¿Yo?...

Desistí, volví a la máquina. Un poco después oí la voz:

—Voy a tener que irme a casa.

—Está bien.

—Si usted me deja.

La miré sorprendida:

—Mira, si quieres...

—Entonces —dijo—, entonces me voy.

Fue caminando despacio, cerró la puerta sin ruido. Me quedé mirando la puerta cerrada. Eres rara,pensé. Volví a mi trabajo.

Pero no conseguía salir de la misma frase. Bueno —pensé impaciente mirando el reloj—, ¿y ahora qué? Me quedé indagando sin gusto, buscando en mí misma lo que podría estar interrumpiéndome. Cuando ya desistía, volví a ver una cara extremadamente tranquila: Ofelia. Menos que una idea me pasó por la cabeza y, ante lo inesperado, ésta se inclinó para oír mejor lo que sentía. Lentamente empujé la máquina. Obstinada, fui apartando despacio las sillas del camino. Hasta pararme lentamente ante la puerta de la cocina. En el piso estaba el pollito muerto. ¡Ofelia!, llamé, en un impulso, a la niña prófuga.

A una distancia infinita yo veía el piso. Ofelia, inútilmente intenté alcanzar a la distancia el corazón de la chica callada. ¡Oh, no te asustes mucho!; a veces uno mata por amor, pero juro que un día uno se olvida, ¡lo juro! Uno no ama bien, oye, repetí como si pudiera alcanzarla antes de que, desistiendo deservir a lo verdadero, ella altivamente fuera a servir a la nada. Yo que no me había acordado de avisarle que sin el miedo existía el mundo. Pero juro que eso es la respiración. Estaba muy cansada, me senté en el banco de la cocina.

Donde estoy ahora, batiendo despacito el pastel para mañana. Sentada, como si durante todos estos años hubiera esperado pacientemente en la cocina. Debajo de la mesa, tiembla el pollito de hoy. El color amarillo es el mismo, el pico es el mismo. Como se nos promete en la Pascua, en diciembre vuelve. Ofelia es la que no volvió: creció. Fue a ser la princesa hindú por la que su tribu esperaba en el desierto.

[Del libro: Clarice Lispector – Cuentos reunidos, texto completo]