martes, 17 de diciembre de 2013

Recomendaciones de lecturas de Adriana

Cuento:

Demasiada felicidad - Alice Munro - Editorial Lumen (Premio Nobel de este año, increíble escritora. Mirar ahí la paciencia de llevar adelante el argumento, administración perfecta de la información, cualquier historia aparentemente pueril y cotidiana se transforma en un gran cuento. Trabaja sobre las emociones).

Cuentos reunidos - Kjell Askildsen - Editorial Lengua de trapo (Otro gran narrador de historias cotidianas, todo lo narra, todo puede ser narrado. Noruego, vive, hace dos años estuvo en Bs As, cascarrabias, es un contundente observador de la soledad. Ver el manejo de los diálogos, la escasa explicación, la confianza en la inteligencia del lector, la mirada desconfiada, la valentía de ser malísimo con los personajes). 

Todos los fuegos el fuego - Julio Cortázar (Cualquier edición)

Octaedro - Julio Cortázar (Cualquier edición) Aunque es nuestro y lo queremos mucho, no todos lo han leído completo. En estos dos libros está Cortázar en su mejor momento. ¿Qué mirar? En cuanto a los temas: su percepción del tiempo. En cuanto al estilo: el uso de oraciones subordinadas, la puntuación, el ritmo, el paso de una dimensión a otra del relato sin fisuras, ver cómo lo hace, cuándo ocurre. Otro gran tema: el manejo del lenguaje, transforma en literario el uso coloquial de la lengua. 

Novela: 

La casa de las bellas durmientes - Akutagawa - Editorial Anagrama

Kafka en la orilla - Aruki Murakami - Editorial Tusquets

La presa - Kensaburo Oè - Editorial Anagrama

Seda - Alessandro Baricco - Editorial Anagrama

El palacio de la luna - Paul Auster - Editorial Anagrama

El juguete rabioso - R. Arlt (cualquier editorial)

Las garras del niño inútil - Luis Mey - Editorial Ateneo

Notas:

Son novelas de iniciación, donde el personaje pierde la inocencia, abandona la infancia y el mundo se le revela. Cualquiera que elijan, mirar eso, cómo se produce el cambio, qué personajes son salvadores, quién oficia de motor del cambio. Pensar si existe en alguna de ellas algún intertexto.

Es una novela sobre el amor y la ilusión. Lo imposible nos arrebata lo que es posible y es amado. Aquí mirar la escritura, la relación con las narraciones tradicionales, qué elementos de la oralidad narrativa están presentes. ¿Cómo trabaja el contexto histórico?

Maravillosa!!! La vejez y la juventud. Mirar las descripciones en el relato, los racontos y la naturalidad con que los introduce, el secreto, la atracción de lo secreto y el trabajo sobre lo ominoso. Todo se cuenta con naturalidad, sin moralidad.

Elijan los que quieran. Lean por pálpito. No me gusta dar tarea específica.Tengo muchos más para recomendarles pero así está bien. Marquen los libros, no le teman a eso.  Lean con lápiz o marcador, escriban en los bordes, escriban si les inspira algún cuento o novela, discutan con los autores o arrodíllense de emoción ante el talento, no se me ocurre otra cosa.

Borscht - Juan Martini

[De: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161471-2011-01-31.html]

Eduardo Grosman entra en su departamento. Son las seis y media de la mañana. Enciende la luz del comedor y vacía los bolsillos sobre la mesa: un paquete de cigarrillos americanos, un encendedor Ronson de oro, monedas, un pañuelo blanco que tiene sus iniciales bordadas con hilo azul, tres o cuatro billetes de diez pesos, tickets, pastillas de menta y un bolígrafo. Deja también las llaves, sobre la mesa. Enciende un cigarrillo. Sopla el humo. Se mira en un espejo. Se mira los ojos. Se pasa una mano por el pelo. En la piel de la cara se ve ya el despuntar de la barba. Entonces se sienta en una silla, frente a la mesa, golpea suavemente el cigarrillo en el borde de un cenicero de cristal y se afloja la corbata.

El departamento no es suyo. Es de su mujer. O está a nombre de su mujer. Es un departamento chico. Tres ambientes, cocina, baño y un trastero. Su mujer está durmiendo. En otro dormitorio duermen los hijos de su mujer. Dos varones. Una hora más tarde ella se levantará y los despertará para que vayan al colegio. Después se volverá a acostar. El y su mujer duermen en camas separadas. A los dos les gusta dormir y que no los molesten. Que no los toquen, que no los despierten, que el sueño sea un refugio, o un lugar a salvo.

Entonces Eduardo Grosman apaga el cigarrillo, se incorpora, deja el saco en el respaldo de una silla, va al baño, se lava los dientes y la cara: se tira agua en la piel de la cara, en los ojos, se frota el cuello y la nuca con agua fría. Trata de no hacer ruido. Cierra la puerta del dormitorio de los hijos de su mujer y abre la puerta de su dormitorio. Huele el olor ligeramente ácido y familiar. Ella, es posible, tomó un par de copas la noche anterior. Su mujer llegó al departamento a eso de las once. Venía de bailar tango en una milonga de la calle Junín, a cuatro cuadras del departamento. Los chicos estaban dormidos. Les apagó el televisor. Se sirvió un whisky con hielo, se sacó los zapatos y miró el cielo desde la ventana de su dormitorio. Después cerró las persianas, se sirvió un poco más de whisky y se echó en la cama con el vaso a mano.

El, ahora, cierra la puerta. Se dejó la camiseta que tenía debajo de la camisa y se pone un pantalón pijama de color celeste. Se sienta en la cama. Ve, en la penumbra, el vaso que su mujer dejó en el suelo. Le queda todavía un trago de whisky. Ella duerme cubierta con una enagua negra de satén. Tiene las piernas largas, el pelo ondulado, la cintura angosta. A sus 37 años es una mujer atractiva. Parece un poco más joven y en las milongas los tipos hacen cola para sacarla a bailar. A él le gustan las enaguas de satén. A él le gusta su mujer. A él no le molesta el olor un poco ácido que deja en el aire, por las noches, la respiración de su mujer. Si él quisiera, ahora, se acostaría en la cama de ella. Le acariciaría el cuerpo envuelto en satén. La despertaría apenas, lo suficiente para que ella se entere de que él le está separando las piernas y empieza a entrar en ella. Lo indispensable para que no sea, técnicamente, un asalto o una violación. Y ella se dejará. Todavía dormida, casi con placer, ella lo dejará hacer sobre ella. Lo dejará jadear, empujar, tocar, y le acariciará la nuca, el pelo húmedo de la nuca, el cuello, mientras él se mueve sobre ella, gime, y termina.

Pero no lo hará. No sería justo. Y tampoco le quedan muchas fuerzas. Está cansado, Eduardo Grosman, cansado y vencido. Necesita hundirse en la almohada, en la oscuridad que queda de la noche, no fumar más, olvidarse, y dormir. Pero sobre todo necesita no hacer cuentas. No hacer más cuentas. La vida se le ha convertido en un cálculo de probabilidades, por un lado, y por otro en un balance continuo. Está harto de esa vida. Se recuesta en su cama. Acomoda la almohada. Mira, boca abajo, en la penumbra, la pared. Y antes de dormirse, Eduardo Grosman se acuerda de su abuelo, el padre de su madre. Y siente, o recuerda, en este momento, el olor inconfundible y pesado del borscht. También piensa en las piernas de su mujer cuando ella baila tango. Y piensa en cómo le miran las piernas, a su mujer, los tipos que quieren bailar con ella. Pero el olor a borscht, o el recuerdo del olor a borscht, lo lleva enseguida a la figura de su abuelo. Un hombre alto, flaco, siempre vestido de negro, que se llamaba Sasha. Su abuelo lo iba a buscar los sábados a la salida de Hebraica. El nadaba en la pileta de invierno de Hebraica y a las seis de la tarde su abuelo lo esperaba en la salida. Con su traje negro, su camisa blanca y la kipá. Sasha, su abuelo, jugaba al poker. Su abuelo le ponía una mano en el hombro y los dos caminaban por la calle Sarmiento.

“¿Cuántos largos hiciste?”, le preguntaba Sasha. Y él mentía: Cuarenta. Su abuelo sabía que él mentía, pero nunca le dijo nada. “Está bien”, decía su abuelo. Pero yo a tu edad me hacía cincuenta o sesenta largos en el mismo tiempo. Y Eduardo Grosman también sabía que Sasha, su abuelo, mentía.

Cuando suena el reloj y su mujer se levanta para despertar a los hijos, él ya duerme. Abrazado a la almohada. Con una respiración suave y pareja. No es, o no parece, la respiración de un fumador empedernido. Ella se levanta cubierta con su enagua negra de satén, se pone un pullover de hilo y sale del dormitorio. Descalza. Los pies delgados, que los zapatos para bailar tango desnudan y ocultan al mismo tiempo. Las piernas firmes, largas, que los tipos no pueden dejar de mirar cuando ella hace firuletes en la pista. Pero hoy, ella, no quiere despertarse del todo, quiere seguir durmiendo, hasta el mediodía, y al mediodía le gustaría que él se despierte, se dé una ducha, y la lleve a comer un revuelto Gramajo en el restaurante Río Bamba. Un revuelto Gramajo y un balón de cerveza muy fría. Entonces sería feliz. Por eso despierta con cuidado a sus hijos. Los ayuda a vestirse. Les pide que no griten. Se asegura de que lleven todos los útiles en los portafolios de cuero. Les da plata para que desayunen en el bar de la esquina. Y les pide que miren a los dos lados antes de cruzar la calle. Después cierra la puerta con llave, vuelve a su pieza, se acuesta y se duerme. Eduardo Grosman, en la cama de al lado, hace rechinar los dientes. Ella está acostumbrada y no le presta atención. Ya no. Pero hace tres o cuatro años el bruxismo de él la ponía nerviosa y la despabilaba.

Alejandro Feuer, Sasha, jugaba al poker. Jugaba en clubes. Perdía mucho dinero. Se endeudaba con usureros. Prestamistas goim, porque no podía o no quería pedirle dinero prestado a un judío. Pero de vez en cuando ganaba. A veces ganaba mucho. Y entonces pagaba sus deudas, o parte de sus deudas, y salía a festejar con su mujer. Iban, por ejemplo, a comer cualquier cosa en La Emiliana para después pedir de postre un omelette surprise.

Eduardo Grosman hace lo mismo. Juega al poker en un club que está cerca del Hospital de Clínicas. Con los años fue perdiendo sus cargos directivos en dos o tres compañías de seguros. Ahora vende por su cuenta seguros de vida para una empresa americana. La noche pasada perdió 3150 dólares. Pagó con tres cheques, la cifra que perdió más los intereses. Un robo. Pero ganó tiempo.

En la planta baja del edificio hay un restaurante. Nunca comieron allí, ellos. Es un local chico, humilde, oscuro, del que sale siempre olor a borscht. A su abuelo le gustaba el borscht. A él no. Pero el olor a borscht, el olor caliente y fuerte del borscht está ligado a su memoria como un código. Puede pasar mucho tiempo sin recordarlo, pero cuando lo hace, las imágenes y las sensaciones se deslizan como las huellas de una premonición. La infancia nunca es transparente. Esther, su abuela materna, hacía borscht una vez por mes. El nunca supo el porqué de esa frecuencia, pero era una costumbre más, o una manera de darle el gusto o de honrar a Sasha, su abuelo, y la casa de la calle Viamonte se llenaba de olor a repollo, zanahorias, remolacha, papas, cebollas, tomates, apio, perejil, porotos y carne hirviendo largamente en un caldo espeso y rojo. El recuerda, por ejemplo, que su abuela Esther revolvía la sopa con un pañuelo en la cabeza y una mano en la cintura, y lloraba. Si él, cuando tenía diez años, le preguntaba a su abuela por qué lloraba ella meneaba la cabeza y no respondía.

Poco después de las dos de la tarde su mujer, despierta desde una hora antes, aceptó que él seguiría durmiendo y se levantó, se dio una ducha, se puso un vestido liviano, zapatos de tacos bajos, un saquito de lana y salió. Se encontraría con Julia, una amiga, caminarían por la avenida Santa Fe, tomarían el té en el Petit Café, comerían tostados de jamón y queso, fumarían, y la tarde iría pasando con la intensidad y la mansedumbre de una primavera anticipada en la que todavía no florecieron ni los lapachos ni los jacarandaes. Por supuesto, ellas hablarían de hombres y de milongas, de historias entreveradas entre el amor y las conquistas fugaces, entre deseos y trivialidades.

Por eso, cuando los hijos de ella vuelven del colegio, encienden el televisor, se preparan la merienda y se pelean, Eduardo Grosman, boca abajo en su cama, la cara hundida en la almohada, destapado, abre los ojos y se frota, uno contra el otro, los pies desnudos, cortos y anchos. Después, como si el cuerpo le reclamase lentitud, se incorpora, se despereza, toca con los pies el suelo de madera y mira la luz que se filtra por las persianas de hierro. Sabe entonces que es una tarde radiante, que su mujer no está, y que los hijos de ella no miran el televisor en blanco y negro, encendido y con el volumen alto: escuchan, en cambio, por la radio, las aventuras de Tarzán. Eduardo Grosman abre las persianas y mira el cielo. Dos meses atrás, desde allí, se veían subir y bajar, ir y venir, a los aviones de la Marina y de la Fuerza Aérea que bombardeaban la Plaza de Mayo. Era el comienzo del fin de Juan Perón.

En la cocina se prepara café y saca un cigarrillo del paquete que encuentra en una repisa. Lo hace girar entre los dedos y lo huele. El tabaco está fresco. Se llena los pulmones de humo. Tose. Se sirve una taza de café humeante. Le pone azúcar. Y con el cigarrillo entre los labios, la taza en una mano y el diario que su mujer ha dejado en la cocina en la otra se dirige al comedor. Los hijos de ella escuchan la radio y han desplegado sobre la mesa sus soldaditos de plomo. No juegan. Mueven un jeep o una moto con sidecar o un caballo. Pero están distraídos. O sólo le prestan atención a la radio. Eduardo Grosman apaga el televisor y se sienta. Los hijos de ella lo miran. El mayor tiene once años y el menor ocho. El les hace una mueca, con la lengua bajo el labio inferior, imitando a un mono. Los hijos de su mujer se ríen. El toma su café, fuma, hojea el diario. Siempre ha leído ese diario. También lo había leído su padre. Y, antes, Alejandro Feuer, su abuelo materno. Cuando termina de leer hace los crucigramas. Casi nunca los resuelve por completo. Pero siempre le faltan, para lograrlo, apenas tres o cuatro palabras. Les dice a los hijos de ella que cuando termine Tarzán hagan los deberes. Y se va al dormitorio. Elige la ropa que se pondrá: un traje liviano de lana gris, una camisa celeste, una corbata azul con rayas verdes, medias grises y zapatos marrones. Después se afeita y se da una ducha.

Cuando sale, su mujer todavía no ha vuelto. Son las siete de la tarde. No tardará mucho. A esa hora ella les prepara el baño a los hijos y un poco más tarde les cocina algo. Después los acuesta y cuando se quedan dormidos se cambia y va un par de horas a la milonga de la calle Junín. Esa es su rutina, las cosas que hace casi todas las noches. Eduardo Grosman camina por Corrientes, pasa frente a los cines Cataluña y Radio City, llega a la avenida Callao y en el bar El Ciervo toma otro café y hace dos llamadas desde un teléfono público. Después, en la mesa del bar, repasa su agenda. El día siguiente, a primera hora de la tarde, tiene una cita de trabajo. Un cliente. Un hombre de 62 años al que piensa venderle un seguro de vida en dólares. Lo ideal sería acostarse, esta noche, a las dos, máximo a las tres de la mañana...

Ya son casi las ocho cuando toma un taxi. Podría ir caminando hasta el club, pero le gusta viajar en taxi, mirar la ciudad desde la ventanilla de un auto, fumar, sin sobresaltos, imaginar con quiénes se sentará a jugar, proponerse hacerlo con calma, esperando las cartas favorables, por un lado, y por otro las ocasiones ideales para mentir, para apostar con seguridad cuando intuya que los otros no tienen juegos o que no están dispuestos a pagar para ver si él lo tiene o no.

Sasha Feuer murió en septiembre de 1925 mientras esperaba un taxi. Salió de un club en la calle Rivadavia, caminó hasta la avenida de Mayo, encendió un cigarrillo y esperó. No hacía frío. Había perdido. La semana siguiente celebraría Rosh Hashaná. El ya tenía 70 años y Esther, su mujer, 67. Ella prepararía knishes, arenques marinados, vareniques con cebollas salteadas, y muchos postres: leicaj, strudel y rugelach, el preferido del único nieto que tenían, Eduardo, hijo de Ruth Feuer y de Daniel Grosman, un buen muchacho de 19 años que nadaba croll y había ganado algunas medallas en torneos estudiantiles.

Esa noche, Sasha, de pronto, cayó fulminado en la esquina de avenida de Mayo y San José. Lo asistió Renée Lightower, una norteamericana que había llegado a Buenos Aires antes de la Gran Guerra, había puesto una joyería en la calle Maipú, y jugaba al poker todas las noches en el mismo club que Sasha.

Las versiones sobre su muerte nunca pudieron aclararse. Esther, su mujer, sostuvo siempre que había sido un infarto. Ruth, su hija, creyó en cambio en el relato de un ajuste de cuentas que le contó un año después, en 1926, David Podolsky, el mejor amigo de Sasha, un judío ucraniano dueño de una peletería. La mujer de Podolsky, Sarita, le había enseñado a Esther a hacer el borscht. Y Podolsky le contó a Ruth que a su padre lo había envenenado un goi que no podía cobrarle una vieja cuenta.

Ahora Eduardo Grosman tiene tres nueves en la mano y pide dos cartas. Una pantalla, alrededor del foco que ilumina la mesa, deja los rostros de los jugadores casi en penumbras. El recibe las cartas que pidió. Mira el tapete verde y sus manos sobre el tapete, los puños de la camisa, el reloj de pulsera. Se ha sacado el saco para jugar y le gusta ver el reflejo de la luz en sus gemelos de oro. Orejea las cartas. Tiene un cigarrillo entre los labios.

Su mujer y sus hijos no son judíos. Son goim. Y Esther, su abuela materna, y Ruth, su propia madre, no le han perdonado nunca que se casara con una cristiana. Gracias al cielo, piensa, su padre y su abuelo ya no están en este mundo.

La primera carta es un siete de corazones. Aspira, en medio de una nubecita de humo, el cigarrillo y continúa lenta, devotamente, la tarea de orejear las cartas. Se toma demasiado tiempo para hacerlo y el jugador que está a su derecha le roza el brazo izquierdo con el codo. Es una mesa redonda, de madera y felpa, la misma mesa de todas las noches.

Esther, su abuela, siguió, después de la muerte de Sasha, haciendo borscht una vez por mes. Y siguió revolviendo el borscht, de vez en cuando, con una cuchara de madera, con la otra mano en la cintura, y con un pañuelo en la cabeza.

La segunda carta que recibe es el cuarto nueve, un nueve de tréboles con el que su trío se convierte en poker. El, con un gesto habitual, apuesta. Ni a su mujer ni a los hijos de su mujer les gusta el borscht. Y a él no le importa. A él tampoco le gusta. El olor del borscht es fuerte y flota, denso, en el aire de la cocina de la casa de Esther.

Entonces decide retirarse. Gana esa mano con un poker de nueves y completa así una noche de suerte. La mesa termina, él se levanta de la mesa, cambia las fichas, habla con un par de compañeros de juego. No se jacta. Sólo habla, comenta dos o tres incidencias propias del poker. Piensa que pagará las deudas y que ordenará un poco su vida. Sale a la calle. Es temprano, apenas las diez y media de la noche. Toma un taxi. Pasará por la milonga de la calle Junín. Le dará una sorpresa a su mujer. Su abuela lloraba. Revolvía el borscht y lloraba. Es un viaje corto. Paga y recibe el vuelto. El chofer le dice: “Se cae Perón, ¿no?”. Entra en el local. Escucha una grabación de la orquesta de Osvaldo Pugliese que toca sin Pugliese porque Pugliese es comunista y Perón no lo quiere ni ver. En la barra pide un whisky con hielo. Enciende un cigarrillo. Su mujer está bailando. Eduardo Grosman la mira bailar. Es una mujer atractiva. Y los tipos le miran las piernas mientras ella hace firuletes. Alberto Morán canta “No me escribas”.

Treinta y cuatro aviones North American AT-6, Beechcraft AT-11, Gloster Meteors y Anfibios Catalina tiraron bombas de fragmentación de 50 y de 100 kilos sobre la Plaza de Mayo a lo largo de cinco horas.

Desde la ventana de su dormitorio, el 16 de junio, Eduardo Grosman vio, a lo lejos, los aviones subir y bajar contra un cielo nublado. El tipo que baila con su mujer la abraza demasiado, la estrecha demasiado contra su pecho, y él cree ver en los ojos de ella un relámpago de disgusto. Entonces deja la copa sobre el mostrador y camina hacia la pista. Se abre paso entre los bailarines con suavidad. Llega junto a su mujer y al hombre que baila con ella. Con un gesto le pide disculpas al hombre. Toma del brazo a su mujer y se aleja con ella. El tipo, en el centro de la pista, se toca la traba de la corbata, y vacila. En los altavoces Morán desgrana versos de “No me escribas”. Ella le pregunta qué hace allí tan temprano, y se le nota en la voz que está complacida. El le dice que tenía ganas de verla, de hablar con ella, de caminar con ella. Y ella le dice que recoge su abrigo en el guardarropa y se van. El termina el whisky en la barra, paga, se acerca a la puerta, y espera.

Cuando por fin salen a la calle son apenas las once de la noche. No hace frío y en el aire hay olor a jazmines. De pronto, frente a ellos, un hombre insulta a otro y comienza un forcejeo. Se suman tres hombres que salen de la milonga. En el tumulto, alguien los empuja desde atrás, a Eduardo Grosman y a su mujer. Se golpean contra un tipo que huele a fijador para el pelo y contra una rubia que tiene corrida la pintura de los ojos. El sabe qué pasa. Lo sabe de inmediato. Por eso se saca a otro tipo de encima. En la mirada del hombre que usa una traba de oro reconoce el rencor. Abre la puerta de un taxi. Ella sube primero. El se deja caer en el asiento: se lleva una mano al vientre. Con la otra busca los cigarrillos y enciende uno con el Ronson. Abre la ventanilla y sopla el humo. El tumulto quedó atrás. Ella se queja. Recibió un codazo en la espalda. Saca un espejito de la cartera y se mira. No ve que él sangra. No ve que la sangre se desliza entre los dedos de él y que le mancha la camisa, la corbata y el saco. Ella no ve que Eduardo Grosman sangra. Por eso no grita.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Blog de lengua

http://blog.lengua-e.com/

miércoles, 6 de noviembre de 2013

martes, 29 de octubre de 2013

10 libros cásicos para niños

jueves, 24 de octubre de 2013

La canción que cada uno tiene adentro: Leonardo Oyola



 

Everlasting love
por Buzz Cason y Mac Gayden. Fue primeramente un éxito para el cantante de soul estadounidense Robert Knight en 1967

"Dos corazones saben perderse dándolo todo cuando se unen
La única manera en la que te deje, y por un rato.
Es solo si vos alguna vez lo crees necesario.
No te vas a arrepentir de pedírmelo, porque siempre voy volver a suplicarte
Que no te olvides de recibir esto que nos unió.
Abre bien los ojos, y date cuenta, que te estoy hablando de algo eterno
Que te necesito a mi lado
Vení, y se mi orgullo, no te voy a fallar,
porque desde el primer momento te mostré quien soy."

Hearts gone astray, leaving her when they go.
I went away just when you needed me so.
Filled with regret, I'll come back begging you. (mmm)
Forgive forget, was the love we once knew.


Open up your eyes, then you realize.
Here I stand with my everlasting love.
Need you by my side.
Girl to be my bride.
You'll never be denied everlasting love....


oh...


Hearts gone astray deep in hurt when they go.
I went away just when you needed me so.
You wont regret I'll come back begging you.
Wont you forget, welcome love we once knew.


Open up your eyes, then you'll realize.
Here I stand with my everlasting love
Need you by my side.
Girl to be my bride.
Never be denied everlasting love.


From the very start open up your heart, feel that you've fall in,
Everlasting love......


need a love to last forever.
need a love to last forever.
need a love to last forever.
need a love to last forever.........


I need a love to last forever

viernes, 18 de octubre de 2013

Las Uvas de La Ira–John Steinbeck

 

Las Uvas de La Ira – John Steinbeck

El amante de Lady Chatterley - David Herbert Lawrence

 

El amante de Lady Chatterley - Texto completo

El Fiord - Osvaldo Lamborghini

¿Y por qué, si a fin de cuentas la criatura resultó tan miserable -en lo que hace al tamaño, entendámonos- ella profería semejantes alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón? Arremetía, descansaba; abría las piernas y la raya vaginal se le dilataba en círculo permitiendo ver la afloración de un huevo bastante puntiagudo, que era la cabeza del chico. Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba, pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil, lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su dolor. Entonces, El Loco Rodríguez, desnudo, con el látigo que daba pavor arrollado a la cintura -El Loco Rodríguez, padre del engendro remolón, aclaremos-, plantaba sus codos en el vientre de la mujer y hacía fuerza y más fuerza. Sin embargo, Carla Greta Terón no paría. Y era evidente que cada vez que el engendro practicaba su ágil retroceso, laceraba -en fin- la dulce entraña maternal, la dulce tripa que lo contenía, que no lo podía vomitar.

Se producía una nueva laceración en su baúl ventral e instantáneamente Carla Greta Terón dejaba escapar un grito horrible que hacía rechinar los flejes de la cama. El Loco Rodríguez aprovechaba la oportunidad para machacarle la boca con un puño de hierro. Así, reventábale los labios, quebrábale los dientes; éstos, perlados de sangre, yacían en gran número alrededor de la cabecera del lecho. Preso de la ira, al Loco se le combaban los bíceps, y sus ya de por sí enormes testículos agigantábanse aun más. Las venas del cuello, también, se le hinchaban y retorcían: parecían raíces de añosos árboles; un sudor espeso le bañaba las espaldas; las uñas de los pies le sangraban de tanto querer hincarse en las baldosas del piso. Todo su cuerpo magnífico brillaba, empapado. Un brillo de fraude y neón.

Hizo restallar el látigo, El Loco en varias ocasiones; empero, los gritos de Carla Greta Terón no cesaban; peor aún: tornábanse desafiantes, cobraban un no sé qué provocador. La pastosa sangre continuábale manándole de la boca y de la raya vaginal; defecaba, además, sin cesar todo el tiempo. Tratábase -confesémoslo- de una caca demasiado aguachenta, que llegaba, incluso, a amarronarle los cabellos. El Loco, en virtud de ser él quien la había preñado, cumplía la labor humanitaria de desagotar la catrera: manejaba la pala como hábil fogonero y a la mierda la tiraba al fuego.

Vino otro pujo. El Loco le bordó el cuerpo a trallazos (y dale dale dale). Le pegó también latigazos en los ojos como se estila con los caballos malleros. El huevo bastante puntiagudo, entonces, afloró un poco más, estuvo a punto de pasar a la emergencia definitiva y total. Pero no. Retrocedió, ágil, lacerante, antihigiénico. Desesperadamente El Loco se le subió encima a la Carla Greta Terón. Vimos cómo él se sobaba el pito sin disimulo, asumiendo su acto ante los otros. El pito se fue irguiendo con lentitud; su parte inferior se puso tensa, dura, maciza, hasta cobrar la exacta forma del asta de un buey. Y arrasando entró en la sangrante vagina. Carla Greta Terón relinchó una vez más: quizás pretendía desgarrarnos. Empero, ya no tenía escapatoria, ni la más mínima posibilidad de escapatoria: El Loco ya la cojía a su manera, corcoveando encima de ella, clavándole las espuelas y sin perderse la ocasión de estrellarle el cráneo contra el acerado respaldar.

"Pronto, ya, ¡quiero!", musitó Alcira Fafó, a mi lado. Yo me cubrí con las sábanas hasta la cabeza y me fui retirando, reptando, hacia los pies de nuestro camastro. Una vez allí aspiré hondamente el olor de nuestros cuerpos, que nunca lavamos. "Las fuerzas de la naturaleza se han desencadenado", dije, y me zambulií de cabeza en la concheta cascajienta de Alcira Fafó. Sebastián -digámoslo-, mi aliado y compañero, el entrañable Sebas, apareció en escena: "¡Viva el Plan de Lucha!", cacareó, desde su rincón. Yo iba a contestarle, estimulándolo, mas no pude: El Loco Rodríguez, que ya había concluido su faena con la Carla Greta Terón, comenzó a hacerme objeto -y no ojete, como dice Sebasó de una aguda penetración anal, de un rotundo vejamen sexual. Con todo, peor suerte tuvo mi pobre amigo, cuyos ojos agónicos brillaban, intermitentes, en el solitario rincón que le habíamos asignado, rincón donde yacía -todo el tiempo- entre trapos viejos y combativos periódicos que en su oportunidad abogaron por el Terror. (Como nunca le dábamos de comer parecía, el entrañable Sebas, un enfermo de anemia perniciosa, una geografía del hambre, un judío de campo de concentración-si es que alguna vez existieron los campos de concentración-, un miserable y ventrudo infante tucumano, famélico pero barrigón).

Y así, cuando advirtió que la fiestonga se iniciaba, la fiestonga de garchar, se entiende, empezó a arrastrarse con la jeta contraída hacia el camastro donde Alcira y yo nos refocilábamos, con el agregado, a mis espaldas, del abusivo Loco, nuestro Patrón: nunca le dábamos de cojer al entrañable Sebas, casto a la fuerza, recontracalentón, que ahora débilmente se arrastraba hacia el camastro, barriendo con la cara casi las baldosas, deteniéndose numerosas veces para recuperar el aliento vital, y murmurando a cada paso "CGT, CGT, CGT...", como para despistar, o, en una de esas, a modo de oración. Él se apoyaba en sus brazos -menos gruesos que palos de escoba- y con los pies se impulsaba hacia adelante, no sin cierto fervor. O mejor dicho todo fervor. Para siempre lo tengo retratado en mi memoria al extraordinario Sebastián. Juntos militamos en la Guardia Restauradora, años, años atrás.

Y yo lo miraba acercarse a pesar de que los rempujones del Loco no me dejaban mucho tiempo ni muchas ganas para la ecuánime, objetiva observación ¡Dogmático Sebastián! Su mirada era poesía, la revolución. Cada uno de sus movimientos trasuntaba un agradecimiento infinito hacia nosotros, que le íbamos a permitir -él creía- sacudirse la soledad de su carne y de su espíritu así como un perro se sacude el agua de la mar. Y si se lo permitíamos -en esa dirección su privilegiado cerebro empezó a funcionar-¡qué importaba que nunca le diéramos de comer ni de cojer! ¡Qué importaba que su estómago siempre vacío segregara esa baba verde cuya fetidez tornaba irrespirable el aire de nuestro agusanado cuarto! ¡Qué importaba que viviera entre vómitos de sangre, molestando incluso nuestro sueño porque cada una de sus arcadas era una especie de alarido sin fe! ¡Qué importaba qué!

Adelante camarada Sebastián, entrañable amigo, perro inmundo. Casi llegó a tocarnos con sus transparentes manos. Yo estaba preso en la cárcel formada por los brazos del Loco y con la cabeza sumergida en el bajo vientre de mi cajetoidea Alcira. Mi gran amor se desbordaba. Sentí en el centro en el cero de mi ser las vibraciones eyaculatorias del pijón del Loco, mientras el clítoris de Alcira Fafó, enhiesto y rugoso, me hacía sonar la campanilla, a rebato; pero vi, vi sin embargo de reojo cómo el temible, purulento Sebastián, intentaba acariciar las bien plantadas nalgas que sobre las mías galopaban, el culo de nuestro abusivo Dueño y Señor. Entonces, malévolo y dulce a la vez, con el talón le pegué al Loco desesperadas pataditas avisativas en sus fuertes pantorrillas, pataditas objetivamente alcahueteantes, caro Sebastián. Tal como yo lo esperaba (¿y era acaso para menos?) el Patrón reaccionó de inmediato. Después de echarme su guascón en mis adánicos adentros, se irguió y le aplicó un fabuloso patadón en la garganta a mi pobre amigo: de boca abajo que estaba lo puso boca arriba. Todo un espectáculo, el musculoso pie, magníficamente posado en el suelo después del golpe, recortándose nítido contra el cuello del derrotado: yo lo vi con mis propios ojos, y qué lejos aquellos tiempos, Sebastián, cuando un suboficial dado de baja por la libertadora pacientemente nos enseñaba el marxismo.

Y un hilito de baba se le escapó al entrañable Sebas por la comisura -izquierda- de los labios. Sus intermitentes ojos rodaron varias veces en una y otra dirección. Intentó limpiarse la boca con la mano, pero su extrema debilidad hizo que el gesto abortara: a la mitad de camino la mano no resistió más y sobre la panza enorme se le derrumbó. Los cuervos planearon sobre su figura, y yo, adolorido por la reciente penetración, lié con el elástico de las bombachas de Alcira Fafó una bolsa de hielo al área de mi desfloración.

Y también intercedí en un arranque de pietismo para que El Loco espantara a los pajarracos rapiñosos, aunque uno de ellos igual tuvo tiempo para arrancarle el dedo índice derecho al pobre Sebas, de un picotazo y tirón. Y eso era el dolor, todo el dolor, y no todo el dolor. Tenaces gotas de sangre brotaron de la frente de Sebastián. Yo me largué a llorar con desesperación. Como en la infancia: arrodillado en un rincón de la pieza, escondiendo la cara bajo el sobaco y aspirando el chivo olor. Las cucarachas me subían por la parte posterior de los muslos y, salvando el breve obstáculo de la bolsa de hielo, sometían mis lomos a una exhaustiva exploración. Entretanto, El Loco Rodríguez -Hijo de Puta Amo y Señor- espantaba, en efecto, a los cuervos, mas tratándolos como si fueran viejos amigos que se han puesto un poco pesados con el alcohol y los recuerdos del tiempo que se fue (y que fue mejor) cuando no era necesaria la insurrección. Y razón -como a nadie- en parte al Loco no le faltó: la atmósfera repentinamente se sobrecargó: "¡A usted lo conocí en una reunión del COR!".

Valiéndose de una enorme regla T, El Loco abrió el grisáceo ventanal del techo para que los cuervos evacuaran la deformada y deformante habitación. De uno en uno salieron, chorreando lágrimas, invocando los sagrados nombres de los caídos en la lucha, en el fragor. Y hasta con un dedo menos firmó en manifiesto el monolítico Sebas. Y El Loco del Látigo, preñador de Carla Greta Terón, desnudo como estaba salvo el orión, medio tórax afuera sacó para despedir a los oscuramente pájaros, sin rencor. En su envión: "Adiós".

Tuvo un ataque de histeria en medio de un pujo la Carla Greta Terón. Todos a una miramos hacia su lecho de parto porque ella yacente empezó a gritar: "Que se viene. Que ya está. Que se que se. Que ya estuvo. ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra!". Explicaba en su media lengua que era inminente -y no inmierdente, como dice Sebas-, que ya paría. Y a pesar de nuestras escépticas conjeturas su cuerpo de golondrina empezó a hincharse. Mientras dilataba ella se estrujaba con las manos, de las sienes hacia abajo, para que la criatura bajara. "¡No vaya a ser que se me atranque entre los parietales!", jodió, y El Loco, ni lerdo. Ni perezoso. Le ató a las piernas una bolsa de arpillera con la boca bien abierta para que el chico de mierda cayera en su interior. Había puesto un poco de aserrín en el fondo, además, por si la cabeza se separaba del tronco. Alcira le midió la dilatación de la concha con un centímetro de modista, y luego se repajeó con una enorme vela, ella. Yo, yo me le fui al humo en seguida, al humo regodeante de Alcira, y eyaculé frotando con unción la cabeza del porongo contra la parte áspera-rajada de su talón. Y todos nos perecíamos por minetear o garchar o franelear o rompernos los culos los unos a los otros: con los porongos. Hasta el exangüe Sebastián intentó un esbozo de sonrisa lúbrica, que era una verdadera elegía a los terremotos carnales, al ejercicio o no de la procreación. Entonces apareció. Tras hacer trizas la carne rosada de la cajeta de su madre Carla Greta Terón. La cabeza raquítica. Con una boquita no mayor que el punto de un lápiz. Pero con los ojos inmensos. Inmensos de espléndidos, de tristes, de grandes: Atilio Tancredo Vacán, su cabeza emergió.

"¡Loado sea!", regurgitó El Loco cayendo de rodillas sobre un montón de turro maíz. Alcira, con los brazos abiertos, recibió un baño de luz ventanal en su cuerpo desnudo, y su vagina sonrió. Sebastián besaba mis pies enfundados en unas sucias medias negras, largas hasta las ingles, -sucias medias negras de sucio seminarista- que, junto con el escapulario, constituían toda mi vestimenta. Y previendo lo que iba a ocurrir me erguí, sin restarle un solo centímetro a mi estatura. Era un deber hacerlo, aunque la humildad taimada que me caracteriza procurara estrangularme con mis propias manos. La baba pegajosa que fluía de mi boca me mojaba el cuerpo. Rasgué, sin embargo, todos los tapices a mi alcance. A traición, claro que a traición. Mutilé las bordadas escenas del bien y del mal, deformé su sentido, mordí algunas con mis dientes mellados. A traición. Salía un juguito dulzón, asqueroso y de rechupete y con sabor dulzón. A traición. Y todos estábamos modificados por la presencia del inmodificante Atilio Tancredo Vacán. Salté en todas las direcciones: ¡una nueva relación! Y ¡en! relación. Hombre con hombre hombre con hombres hombres hombres. Atravesé incluso aros de madera llameantes, y porque El Loco quiso fornicarme al vuelo, se me resbaló -y no relajó, como dice el intraducible Sebas- la bolsa de hielo: y no, a mí no me importó: ¡no eran momentos de andar cuidando el carajo del estilo! Me puse un frac de sirviente y un collar de perro: me los saqué rapidito, ¿no es cierto? ¡Guasca en el ojo! Con los restos de los tapices por mí rasgados me llegué hasta Carla Greta Terón, que ya tenía medio monstruo afuera, y se los di. Di. Y le dije: "¡Tomá, va, Larrecontraputamadrequeterrecontraparió Hijaderremilputas!" ¡Ya! ¡Y no! Me florié luego (y no) en unos pasos canyengues, pero no pude coronar mi baile: entre prematuros estertores, Atilio Taneredo Vaeán, ya definitivamente nacido parido escupido, cayó atroden de la sabol con los brazos y las piernas aplastados contra el cuerpo, al estilo de las momias aztecas. ¡Y no estaba muerto! "Huija", grité, "hurra, hermanos, respira y mueve la cola". Sebastián batió palmas y se arrastró hasta el lavatorio, dejando como siempre limaduras de saliva en el piso; y se prendió a la goteante canilla, lamiéndola, para engañar el estómago. El Loco, que no cabía de gozo en su rayada piel, le hizo un chiste de festejación: corrió tras él, lo tomó de las casi invisibles piernas, y lo metió de cabeza en el inodoro. Y tiró la cadena varias veces como broche de oro. Me reí a más no poder, retorciéndome, a la vez me arrastraba -yo también- hacia nuestro descojonado baño. "¡Uy uy uy, qué bueno!", dije, "hacéselo otra vez; yo te ayudo, Loco". El Patrón me miró con el asco en los ojos, y provisto de súbita jeringa me aplicó una inyección de brillantina sólida: endovenosa. A los tumbos, desesperado, a punto de desmayarme vomitar o cagar hasta las tripas, fui a remodelarme a un rincón, esperando que Sebastián se permitiera algún comentario para arrancarle la piel a dentelladas, convertirlo en una pura llaga. Alcira dijo: "Yo quiero acunarlo a Atilio Taneredo Vacán; a ese chico ya se le para". "Mierda: tomá tomá y tomá: ¡es pa mí nomás!", se opuso la Carla Greta Terón. Alcira Fafó se le abalanzó para degollarla con una navaja, y como se lo impedimos le gritó, a la otra que ya se revolcaba garchando con su hijo: "ojalá que un gato rabioso se te meta en la concha y te arañe arañe arañe, la puta que te parió!"

Estallaron todos los vidrios de la casa, se hicieron añicos. La primer bola de fuego incendió la cabellera de Alcira. Esta vez, en serio, fue necesario recurrir al chiste que se le hiciera a Sebastián, que semiahogado hipaba sobre unos titulares revolucionarios. La segunda bola de fuego calcinó la mano izquierda de Carla Greta Terón. Entonces apareció mi mujer. Con nuestra hija entre los brazos, recubierta por ese aire tan suyo de engañosa juventud, emergía, lumínica y casi pura, contra el fondo del fiord.

Los buques navegaban lentamente, mugiendo, desde el río hacia el mar. La niebla esfumaba las siluetas de los estibadores; pero hasta nosotros llegaba, desde el pequeño puerto, el bordoneo de innumerables guitarras, el fino cantar de las rubias lavanderas. Una galería de retratos de poetas ingleses de fines del siglo XVIII brilló, intensamente, durante un segundo, en la oscuridad. Pero no se acabó lo que se daba. Continuó bajo otras formas, encadenándose eslabón por eslabón. No perdonando ningún vacío, convirtiendo cada eventual vacío en el punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión. Por algo los vidrios se habían roto y eran bolas de fuego los ojos del lúcido, del crítico Sebastián. Tampoco era casual que mis manos rompieran el invisible aire de su contorno y, algo lastimadas, se extendieran hacia la figura de mi mujer, aunque luego se detuvieran a mitad de camino, crispadas, convertidas en dos puños increpantes, incapaces incluso de la salutación. Ella me mostró sus tobillos: dos muñones sangrantes. Ella transportaba en la mano derecha sus pies aserrados. Y me los ofrendaba a mí, a mí, que sólo me atrevía a mirarlos de reojo. Que no podía aceptarlos ni escupir sobre ellos. Que ahora miraba nuevamente hacia el fiord y veía, allá, sobre las tranquilas aguas, tranquilas y oscuras, estallar pequeños soles crepusculares entre nubes de gases, unos tras otros. Y hoces, además, desligadas eterna o momentáneamente de sus respectivos martillos, y fragmentos de burdas svásticas de alquitrán: Dios Patria Hogar; y una sonora muchedumbre -en ella yo podía distinguir con absoluto rigor el rostro de cada uno de nosotros- penetrando con banderas en la ortopédica sonrisa del Viejo Perón. No sabemos bien qué ocurrió después de Huerta Grande. Ocurrió. Vacío y punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión. Ocurrió. La acción -romper- debe continuar. Y sólo engendrará acción. Mi mujer me ofrece sus pies, que manan sangre, y yo los miro. Me pregunto si yo figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas. O si es al revés. O si los dos estamos inscriptos en ambos libros. Verdugos y verdugueados. No importa en definitiva: éstos son problemas para el lúcido, para el crítico Sebastián: él sabrá prenderse con su hocico de comadreja a cualquier agujero que destile humanidad. No le damos ni le daremos de comer. Ni de cojer. Jamás. Atilio Tancredo Vacán ya gatea. Chupa de la teta de su madre una telaraña que no lo nutre, seca ideología. El Loco me mira mirándome degradándome a víctima suya: entonces, ya lo estoy jodiendo. Paso a ser su verdugo. Pero no se acabó ni se acabará lo que se daba.

El Loco Rodríguez forzó con el cabo del látigo la puerta del comedor Chippendale. Tomó a Atilio Tancredo Vacán en sus brazos y se sentó a la cabecera de la mesa, acunándolo. Yo engrillé al entrañable Sebas para conducirlo al comedor; allí lo encadené a una argolla de hierro fijada en la pared especialmente para él. Quiso rehuir la cena pretextando su cáncer Alcira Fafó; a mí con esas; le hinqué, sin más, mi estilográfica en un seno, que allí quedó colgando, apenas prendida de la piel, y la obligué -y no ogarché, como dice Sebas- a sentarse a la siniestra del Loco. Quedaba por ubicar Carla Greta Terón, menester incluido en mi pliego de obligaciones porque yo era el maître. Me cuadré, sin embargo, frente al Trompa Capanga, Amo y Señor, esperando órdenes, que no tardaron en llegar. "Traigalá, nomás, rodando en su cama; la rociaremos con unas salsas para evitar que la carne la afecte", dijo, y repitió "ecte", con despectivo gesto, tras lo cual me aplicó (desprecio tras desprecio) un papirotazo en la cabeza de la garcha. Pero no hay amargura que a mí me derrote: hasta el dormitorio fui al trote, golpeándome la boca con la mano, dando alaridos, como hacen los indios. Pegué un resbalón de órdago con el apuro y la payasada, apuro plenamente justificado porque llegué justo a tiempo: Carla Greta Terón ya había llenado de agua su enorme vaso azul de material plástico, y se disponía a abrir la caja de útiles donde guardaba mortales dosis de barbitúricos. "Oh no, no", le dije, "con barbitúricos no, batracia", y la conduje hasta el ventanal del techo y le mostré el fiord grávido de luna. La tomé dulcemente de la mano y le miré el culo con fijeza obsesiva. Tragué saliva. "¿Ves?", le dije, mientras apartaba el humo con la mano para mostrarle una estremecedora asamblea de mecánicos de pie con la soga al cuello. "¿Ves?", insistí, al mismo tiempo que dejaba caer mi sinuoso perfil sobre sus redondas tetas. Un asambleísta caminaba sobre las acolchadas cabezas de los otros, profetizando: "Jamás seremos vandoristas, jamás seremos vandoristas". En seguida quedó inmóvil y empezó a cuartearse. Carla Greta Terón se desperezó como un gato y arrojó las letales pastillas al orinal. Aferré con mis dós manos la caja de útiles (era en forma de barca) y la estrujé contra mi pecho desnudo. "Si yo pudiera poseer esta caja de útiles no me importaría perder el resto", mentí. Y ella, la dulce, la incomparable Carla Greta Terón, asintió con el ondular de su hermosa cabellera. Yo me postré a sus pies y le besé las mantecosas rodillas. Empuñé mi miembro y le aparté con los dedos los pelos vaginales. Copulamos. Fue un polvacho rápido y frenético. Antes de echarnos el segundo ella me convenció de que me sacara las medias y el escapulario, mi única vestimenta. Y medias y escapulario también fueron a morir al orinal. Murieron, y ella y yo nos echamos el segundo. Perfecto. Qué lindos pechos los de Carla Greta Terón. Se los remamé hasta de leche materna empacharme. Cojer fue una gran alegría para ambos, cojer y acabar juntos, moción aprobada por unanimidad. Y cuando entré al comedor empujando la cama, yo, yo era otro.

Simultáneamente Sebastián y yo intercambiamos imperceptibles guiños con nuestros respectivos ojos (izquierdos) de la cara. Vi con alegría sonreír al entrañable Sebas, por primera vez desde que nos expulsaron de MARU: flotaba en el aire que estábamos en vísperas de grandes cambios. Tomé asiento frente al Loco y me anudé al cuello una servilleta a cuadros para no mancharme las tetillas de grasa. El Loco oprimió el botón; se escucho el previsible chasquido y del baúl tabla surgió una fuente de dos metros de diámetro. Veíase en el centro de la misma un gigantesco pavo real asado al spiedo, pero sin recurrir al vulgar expediente de quitarle sus hermosas plumas. También aparecieron docenas de botellas del tintillo de la costa que a mí me hace mover las orejas de alegría. Pero no sé por qué -o lo sé de sobra- se me cerró el estómago. Peor aún. Mis intestinos empezaron a planificar una inminente colitis. Al primer retortijón me doblé en dos y el Trompa Amo y Señor ya me miró con mala cara. "Date", me dijo, "date", repitió, "date tiempo para llegar hasta la chata: una sola vez te lo prevengo". Oh, sí: en la guerra revolucionaria uno tiene que ser ladino: "Si no es nada, si ya se me va a pasar, paisano", contesté, poniendo mi mejor cara de boludo. E ipso facto me cagué con alma y vida. Estruendosamente, para colmo. Una mueca de incontenible ira ensombreció el rostro del Loco, quien con esa habilidad que sólo puede dar la costumbre, sacó de su canana una puntera de acero y la añadió al extremo del Látigo. Pero el asombro lo detuvo, porque yo, mirándolo a los ojos y con una sonrisa de oreja a oreja, me recontracagué nuevamente. Alcira Fafó se mordió una mano para contener el grito, mientras Carla Greta Terón liberaba su angustia macheteándose con un mayúsculo consolador. Fue tremenda mi tercera deposición: salpiqué hasta el cielo raso, el cual quedó como hollado por patas de fieras, aunque era sólo mierda. Y entonces El Loco se resignó; vino hasta mí, me arrastró de los pelos por mi propia porquería, y levantó, dispuesto al castigo, el temible-hermoso LATIGO. El deseo de asegurarse una victoria aplastante, sin embargo, conspiró contra él: antes de empezar a pacificarme giró la vista para vigilar a Sebastián: lo sorprendió en cuatro patas, mostrándole airado sus verdinegros colmillos. Entonces El Loco cifró todas sus posibilidades en su rapidez de tigre. De una patada de taquito lo descuajeringó al estratégico Sebas, y luego se dedicó exclusivamente a mí. El primer LATIGAZO me arrepolló la oreja izquierda. Perdí toda mi tibieza centrista y grité, grité como un poseso: "¡Arriba los Pobres del Mundo!", y "¡Atrás, Atrás, Chancho Burgués!". El segundo me incrustó el esternón en la pared del estómago, toda cubierta de musgo. El tercero me arrancó un testículo y vi mi sangre. Con ella regando las baldosas del piso, inicié un desaforado recule en dirección al guerriloto Sebas, quien cuando estuve a su alcance me recibió con una tocadita de upite a modo de aliento y de saludo. El Señor Amo Capanga Loco levantó su látigo para estrechar vínculos conmigo por cuarta vez, y como de costumbre yo estuve en un tris de salir cagando aceite. Se me ocurrió llamar a la Sociedad Protectora del Prototraidor, pero un trallazo se me introdujo en la boca cuando la abrí para gritar: "Auxilio, socorro al cagón", a través del teléfono.

Sebastián gesticuló, muequeó, supuró, parió. Rápidamente yo tenía que definir la situación. La cantidad se transforma en calidad. O los fabulosos latigazos del Loco terminarían gustándome, era de cajón. Uno más y a la mierda la rebelión. Entonces, el lúcido, insurrecto Sebastián, volvería a pasarlas muy mal acusado de ideólogo: nuevamente para él, ayunos, lecturas censuradas, pizcas de picana, castidad, prohibidas incluso la homosexualidad a solas y la solidaria masturbación. Y tuvimos suerte, sin embargo: El Loco volvió a desviar su atención hacia Sebas, que pretendía refregarle por el rostro un panfleto recién redactado. El Patrón Rodríguez lo pateó un poco al livianito Bástian, hizo jueguito con él para obligarlo a planear por el aire; cuando Sebastián planeó, ensartóle El Loco el mango del látigo en el raquítico culo; Sebas describió su parábola profiriendo un "ah" melodioso, y postróse en un rincón luego del inevitable estrellamiento de su cráneo contra el muro: evidentemente, nuestra anterior militancia en el MRP no nos estaba sirviendo de mucho.

Patria o Muerte: reaccioné con todo. Me le prendí con los dientes del carnudo hombro al restallante Loco. Parando los ojos como un santito vi el agrandamiento de los poros de su cara, el extrañamiento de cada fibra de su piel. Como dándole un vuelco al mundo, contemplé toda su gama de fisuras. Descubrí que tenía dientes postizos, nariz de cartón, una oreja ortopédica (de sarga). Sebastián comprendió lo que estaba ocurriendo y carcajeó por mí, allá en su rincón. Atilio Tancredo Vacán fue amorosamente depositado sobre el intacto pavo y las mujeres iniciaron un baile esgrimiendo cuchillos y tenedores: ellas estaban desnudas.

La sangre del Mordido en olas se me colaba entre los dientes y me inundaba la boca. La Carla Greta Terón convertida ya en una S, en una Z, en una K o en una M rabiosa señalaba desesperada los huevos de nuestro ex amo y señor. Les pegué un rodillazo y se hicieron añicos: construidos estaban de frágil cristal. El Sebas se las ingenió como pudo para traerme la morsa. Apreté con ella la pierna derecha del Capado y comprobé con placer que la misma se encogía y enflaquecía tremendamente, hasta parecer la piernezuela despreciable de un bebé de pocos meses, algo que daba asco. El abrileño Bastián sometió su cuerpo quebrantado por el exilio a otro esfuerzo encomiable: arrastró hasta mí el descomunal revólver del Lejano Oeste que el Apretado guardaba celosamente en un cajón de ciruelas. Al entregármelo él reía como un bendito, y de puro gaucho corajudo y montonero nomás se encaprichó en montar el gatillo. Desde diez centímetros de distancia. apunté: la mira del revólver enfocaba la rodilla izquierda de Rodríguez. Oprimí el gatillo. ¡Qué infantil alegría cuando sonó el disparo! La bala se incrustó entre los quebradizos huesos sin orificio de salida. Hubo un derrame interno y -advertí- la pierna se puso negra. Repetí la operación ahora con el oído derecho del Baleado. Apreté el gatillo. Sonó el disparo. La cara, el cráneo entero del Iguez se puso negro. Ennegreciósele hasta el blanco de los ojos. Sólo la dentadura apretada-encastrada hasta crujirle de dolor permaneció blanca y luciente. "Ae ae", lo remedaron Alcira Fafó y Carla Greta Terón; y "no lo despenes pronto", me rogaron. "Y dale dale dale" mumuró haciéndose el chiquito el burguecida Bastiansebas, quien ya despojado de innecesarias reglas de seguridad, me preguntó: "¿Cómo te llamas?". "Rondibaras, Asangüi, Mihirlys", repuse, y él me tranquilizó con un rotundo "ta bien" mientras se apretaba el ombligo para que el pus saliera. Atilio Tancredo Vacán guardaba un terco silencio, pero se hacía la paja.

Y no todo era mentira, cosa prefabricada, representación dolosa en la estructura de Rodríguez, jaspeada por hermosas vetas de carne humana. Apunté a una de ellas; hice fuego con cierta tristeza; la sangre avanzó hacia mí como pidiéndome amparo. ¿Y si se lo daba? El rojo chorro en espiral se me anudó al cuello igual que una bufanda. La dogmática, lúcida Alcira, me increpó: "Rajáte ya mismo de ese repugnante-pugñoso oropel ! ". Desgarrándome, cabalgando sobre ciertas inquietudes del pasado -que al fin y al cabo existió- me rajé del oropel. Cerré los ojos e intenté continuar mi obra, en el último minuto. ¿Y si al Agonizante le propusiera un Frente, un Pacto Programático sobre la base de. Por qué no? Temblé. Ahora las riendas de la situación estaban en las manos de la implacable Alcira Fafó, Amena Forbes, Aba Fihur. Que me apartó de un empujón y clavó en la nuca del Sangrante un esterilizado punzón de cincuenta centímetros de largo. Rez murió en el acto. El revólver colgaba flojamente de mi brazo. Basti me miró a mí y yo a él: habíamos vivido para ese momento.

La habilidad de Arafó nos marginaba. Ella se movía como un pez en el agua. Con impecable y despersonalizada técnica organizó el descuartizamiento del hombre que acababa de morir; luego, hizo un rápido movimiento, imperceptible casi, para agarrar el látigo, pero, astuta se contuvo. Primero seccionó el pito, que fue a parar, dando vueltas por el aire, a las manos de Cali Griselda Tirembón; de ellas, a una sartén con aceite hirviendo. Lo que quedó de la hermosa veta de carne humana encontró su destino final en nuestro pútrido inodoro: Aicyrfó tuvo el especial cuidado de dividir la veta en pequeños trozos con su ALFILER De Marras, para luego hacerlos desaparecer sin pérdida de tiempo. Cortó también la pierna achicada y se la dio a despellejar a Alejo Varilio Basán, fanático de la masturbación. Ella se comió los ojos. Cagreta la cabeza entera. Yo, una mano crispada. El Basti lamió en su rincón trozos irreconocibles, y unas hormigas invasoras liquidaron el resto.

Sonó el gong. Era La Loca del Alfiler haciéndolo sonar. Sonó el gong. Era ella, levantando la tapa de la sartén y aspirando el aroma con fruición. Probaba con una bolita de miga de pan el ahora vitaminizado aceite y nos miraba a todos con ojos chispeantes. Golpeó otra vez el gong y luego batió palmas con el Alfiler entre los dientes. Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió a cada uno un pedazo de porongo frito, que cada uno devoró a su manera, murmurando apenas aquello de "con tu pan te lo comas". Recuerdo que me soné los mocos con los dedos y me los colgué de las pestañas, como si fueran lágrimas. Tenía perfecta conciencia.

El desesperado rumor venía de la sala. Mi mujer sometía la cerradura del ventanal del techo al trabajo de sus dientes. Sin pies, era difícil que pudiera afirmarse, abrir, luego de romper la cerradura con los dientes. Cedió la cerradura con un clanc de lo más austero. El barco partió, zarpó una vez más, luego de dejar a su única pasajera. Ella apareció en la puerta del comedor con la boca destrozada pero sin nuestra hija, que ahora seguramente aguardaba en algún lugar del puerto, otro barco, que tampoco tardaría en zarpar. Mi mujer apretó los labios. Sus ojos azules a todos nos abarcaron, en silencio. Vino hasta mí y me enseñó sus muñecas: dos muñones sangrantes. Apretaba entre las encías sus manos aserradas. Sin rabia, las escupió sobre la mesa. Hice un esfuerzo y me aproximé para verlas, verlas con los ojos bien abiertos. La izquierda se posó sobre la derecha; luego, la derecha sobre la izquierda. Tomaron una flor artificial del centro de mesa y la estrujaron. Los pétalos me golpearon en plena cara. Ella se fue, caminando de rodillas.

Las inscripciones luminosas arrojaban esporádica luz sobre nuestros rostros. "No Seremos Nunca Carne Bolchevique Dios Patria Hogar". "Dos, Tres Vietnam". "Perón Es Revolución". "Solidaridad Activa Con Las Guerrillas". "Por Un Ampliofrente Propaz". Alcira Fafó fumaba el clásico cigarrillo de sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de las letras, que eran de mil colores. Me lo agarró al entrañable Sebas de una oreja y lo derrumbó bajo el peso de la bandera. Yo la ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así, salimos en manifestación.

Octubre 1966 - Marzo 1967.


Osvaldo Lamborghini

Osvaldo Lamborghini nació en Buenos Aires en 1940. Poco antes de cumplir los treinta años, en 1969, apareció su primer libro, El fiord que había sido escrito unos años antes. Era un delgado librito que se vendió mucho tiempo, mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor, en una sola librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado, recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito.

En 1973 apareció su segundo libro, Sebregondi retrocede.

Poco después formó parte de la dirección de una revista de avant-garde, Literal, donde publicó algunos textos críticos y poemas. Por algún motivo, sus poemas causaron una impresión todavía más enfática de genio que su prosa.

Durante el resto de la década sus publicaciones fueron casuales, o directamente extravagantes (sus dos grandes poemas, os Tadeys y Die Verneinung [La negación], aparecieron en revistas norteamericanas). Unos pocos relatos, algún poema, y escasos manuscritos circulando entre sus numerosos admiradores. Pasó por entonces varios años fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Pringles. En 1980 salió su tercero y último libro, Poemas. Poco después se marchaba a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, Las hijas de Hegel, por cuya publicación no se preocupó (no se preocupó siquiera por mecanografiarla). Y volvió a irse a Barcelona, donde murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.

Esos últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron increíblemente fecundos. Su espolio reveló una obra amplia y sorprendente, que culmina en el ciclo Tadeys (tres novelas, la última interrumpida, y un voluminoso dossier de notas y relatos adventicios) y los siete tomos del Teatro proletario de cámara, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que trabajaba al morir

Referencia: El fiord, cuento de Osvaldo Lamborghini
© Apocatastasis: Literatura y Contenidos Seleccionados

El niño proletario - Osvaldo Lamborghini

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
    Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
    El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
    En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
    Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
    Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
    Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.
    ¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
    La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
    Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
    oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
    No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
    Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
    Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
    Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
    Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
    Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
    Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
    A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
    Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
    Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
    —Yo quiero succión —crují.
    Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
    Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
    —Habrás de lamerlo. Succión—
    ¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
    A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
    Era un espacio en blanco.
    Era un espacio en blanco.
    Era un espacio en blanco.
    Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
    Desde la torre fría y de vidrio . De sde donde he con templado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
    Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
    Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
    —Ahora hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
    —Con un alambre —dijo Estebanñ en la calle de tierra don de empieza el barrio precario de los desocupados.
    —Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
    Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

viernes, 13 de septiembre de 2013

viernes, 23 de agosto de 2013

Igualito que un tesoro – Sandra Langono

Primer Premio del Jurado del Concurso de relato breve “Yo te cuento Buenos Aires II, edición Bicentenario”

No, señor. Si no fue por el huevo. Fue por otra cosa. Vaya una a saber. Capaz que fue de rabia, nomás. Es que ¿sabe, señor?, una está harta y a la final una se cansa. Siempre tratándola a una como si una sería un trapo de piso. Una termina tirando la toalla*. Es así. Qué se le va a hacer. Mire, señor, yo ya se lo conté todo. Todito, le dije. Pero si quiere, yo se lo cuento todo de nuevo, ¿eh? Total, qué más me da a mí. Vea, yo entré a la feria a eso de las ocho, ¿sabe? En la calle no había casi nadie. El guacho* ese apareció después. Nada más el quiosquero estaba en la cuadra. Si yo me acuerdo porque me arrimé a mirar los diarios… que con este gobierno una se ha vuelto pobre, pero yo de chica supe ir a la escuela, y me arrimé a pispear* en los diarios por lo de la elecciones de ayer, ¿vio?; por eso del jefe de gobierno; si yo lo vi por la tele; dicen que es la primera vez que Buenos Aires va tener jefe de gobierno y entonces, digo yo, el Intendente… (1) ¿qué? Yo no sé, yo no entiendo, señor, pero, usted digamé, ¿no nos va a pasar otra vez lo mismo? Que siempre nos prometen y nos prometen y después…, nada. Después, con noso¬tros… ah, no, si te he visto no me acuerdo. Mire la que nos hizo el patilla (2). Y nosotros… si habremos sido pajarones*. Nosotros lo votamos al patilla como si habría sido la reencarnación propia del General (3). Y usted se acuerda cómo ha¬blaba y cómo nos prometía que esto, que lo otro y después, ja…, a llorar a la iglesia y ahora mire cómo estamos. Y a quién íbamos a votar, ¿eh? ¿A quién? En mi casa siempre se fue peronista*, siempre. ¿Y ahora? Y no, no había nadie en la calle ni en la feria, tampoco. Yo voy siempre a esa feria porque ahí hay gente bue¬na y siempre me dan algo. Y después que está cerca de la iglesia, de La Redonda, ¿vio?; la que está cruzando Cabildo, justo antes de llegar a la plaza. La que se pone linda los fines de semana; se llena de gente y están los puestos y es alegre y hay pibes*; y del otro lado, del lado de La Redonda, están los juegos y los pibes se entretienen, ahí, y los fines de semana se la pasan jugando toda la tarde. ¿Qué va a ser de los críos, ¿eh? Digamé qué va a ser de los críos si a mí me pasa algo. Si yo soy lo único que tienen. Capaz que por eso me puse así, como una fiera. Capaz que por eso me la agarré así con ese guacho. Nada más la carnicería estaba abierta y algún que otro puesto, capaz, no sé. Pero la carnicería sí que estaba abierta y esta¬ba el carnicero. Y ahí fue que compré el huevo, en la carnicería que está a gatas* uno entra. Si yo cuando venía por la calle, por Juramento, vi que la feria estaba abierta porque lo vi desde afuera al carnicero preparando el mostrador. La Luisa me había prestado unos pesos. Cinco. Cinco pesos me dio la Luisa. Y yo me iba para la Estación de Barrancas, ¿vio?; como todas las mañanas. Agarro derechito por Juramento y me voy caminado hasta la barranca. En la estación siempre algo se vende. Yo vendo cositas: broches, hilos de coser, agujas… esas cosas. ¿Eso se lo dije? Yo, antes, no tenía tanta necesidad como ahora. Antes yo iba a trabajar y los críos iban a la escuela. Hasta que empezó a venirse todo abajo y cada vez peor. Después empezaron a echar gente y me echaron a mí también. Quién nos iba a decir, digamé, quién nos iba a decir a nosotros que el patilla nos iba a hacer el corte de mangas* que nos hizo (4). Porque, la verdad, señor, la verdad es que a este gobierno no le importa nada de todos nosotros y una los ve por la tele y ve las fotos en las revistas, con esas pilchas* y esos autos importados y las casas como pala¬cios y las mujeres todas llenas de anillos y collares y las pieles y los flequillos to¬dos iguales (5) y a una le da tanta rabia, señor, tanta rabia, porque nos han tratado como si seríamos quién sabe qué, señor, no me lo diga. De la textil me echaron y al Alberto terminaron por echarlo también… Si usted vio que hay una punta de gente en la calle, sin trabajo y sin nada que hacer que eso es lo peor de todo (6). Y vea, señor, acuerdesé bien de lo que yo le digo, que nosotros somos los primeros en caer porque somos los de más abajo, pero van a seguir cayendo, como moscas van a caer, usted ya lo va a ver y entonces ¿qué van a hacer con todos nosotros, eh? ¿Qué va a pasar con todos nosotros? Después al Alberto, no sé qué le pasó que se mandó a mudar* cuando me quedé de la más chica, de la Lola. Un buen día se levantó y se fue y no volvió más y yo me quedé sola, señor. Sola con todo. Hacía un frío esta mañana. A mí me temblaban hasta los dientes. Total, que cuando vi los huevos… Esos huevos, ahí. Parecían recién salidos de la gallina: tan ovaladitos, tan limpios; si hasta parecían calentitos, mire. No me pude resistir y entré. Que si yo habría sabido… Pero entré, nomás. Los dedos me transpiraban en el bolsillo. Yo acariciaba los cinco pesos. Se me hacía agua a la boca. Es que yo antes sabía comer huevo seguido, ¿sabe? Antes, cuando teníamos la casita; ahora fuimos a parar a la calle y por lo menos nosotros conseguimos donde dormir; pero ¿y los otros? ¿Y toda esa gente que tiene que dormir a la intemperie? Total que vi los huevos y me dio como un antojo, como un ataque de comer huevo. Igual pensé en los críos, ¿eh? No se vaya a pensar que no. Qué sé yo. Con esa plata, capaz me alcanzaba para comprar un poco de polenta aunque más no sea. Pero no me las pude aguantar. No me pude contener como quién dice. Y fui y me lo compré con los ojos cerrados. El carnicero me lo metió en una bolsita y yo me lo guardé en el bolsillo. Lo acariciaba con la punta de los dedos, mire. Si hasta me dan unas ganas de largarme a llorar. Lo acariciaba igualito que si tendría un tesoro. ¿Y sabe qué? Vea, señor, que si una sería adivina yo me lo comía ahí nomás al huevo. ¡Pero qué me iba a imaginar, yo! ¿Eh? Digameló usted, señor: ¿cómo me lo podía imaginar, yo? Yo salía de la feria contenta. Salía por la puerta donde está el puesto de flores. Y ahí, justo en la esquina de Juramento y Ciudad de la Paz, había estacionado uno de esos camiones de mercadería, ¿vio? Y justamente ahí fue que se me apareció este degenerado saliendo de atrás del camión. Yo lo vi que venía para el lado de la puerta de la feria. Verlo lo vi, la verdad. Pero no le di ni cinco. Me pensé que sería uno de esos guachos que salen de farra* corrida y que volvía a su casa medio bo¬rracho o algo así. Era un guacho bien vestido, no vaya a creer. Usted lo vio, no tendría más de 30. Bien vestido, sí. Uno de esos guachos que usan traje con zapa¬tillas seguro que importadas; y con el pelo bien cortito y como engominado y con os pelitos parados. Y tenía una pulsera y una cadena en el cuello. Pero a la pulse¬ra y a la cadena se las vi después, cuando ya estaba en el piso. Yo no sé si el tipo hizo como que se tropezaría o si se tropezó, nomás. Eso no lo sé. Pero el tipo se me venía encima como una bolsa de papa y yo me corrí. Y esa fue mi desgracia. Agatita* alcancé a correrme. Si yo vi cómo el guacho estiraba los brazos como para agarrarse de algo, de mí, capaz, y yo me corrí para no irme al diablo junto con él. Fue un impulso cuando me lo vi venir. Que si yo sabía la que se me venía me quedaba quietita ahí nomás y aguantaba el cimbronazo*. Pero usted fijesé cómo son las cosas, señor. Yo tuve la mala suerte de correrme. Y el desgraciado pasó de largo y se fue de jeta* al piso*. Si usted lo habría visto, señor… Como una bolsa de papa, cayó. Y ahí me vino la otra mala idea. Porque a mí me dio risa. La verdad que me entró una risa bárbara. Cuando vi cómo el tipo se estampaba de jeta en el piso, tan fifí*, él, agrandado como galleta en el agua*, porque era uno de esos guachos que la miran a una como si una sería un piojo, como le digo, no me pude aguantar y largué la carcajada. ¡Para qué, señor, para qué! La que se me vino des¬pués fue una verdadera tragedia. Yo, la verdad, no me recuerdo muy bien lo que pasó después. Preguntelé al carnicero, que estaba ahí nomás, del otro lado del mostrador de la carnicería y estaba acomodando la carne en la mesada. Que si el carnicero me habría dado una mano, capaz yo no estaría ahorita acá, con usted. Lo que me acuerdo muy bien es que el guacho se volvió loco. Perdió los estribos*, como quién dice. “Vieja de mierda”, me grita el guacho; eso sí que lo escuché bien clarito; me dice “vieja de mierda” y pega el salto y se me abalanza como una bes¬tia. Yo veía cómo la cadena se le reboleaba en el cogote*. ¿Y sabe cómo apretaba los dientes y estiraba los labios? Parecía propio, propio un perro. Y empezó a dar¬me una de puñetazos… había que ver cómo me daba. Una salsa*, pero una salsa… Meta trompada de acá y de allá me tenía. Pero a mí eso no me importó, ¿eh? Una ya ha pasado por tantas, que a la final ya se le hacen como callos a una, ¿me en¬tiende? Eso sí, me había agarrado como un ardor. Como una quemazón, acá, en el pecho. Y los ojos me ardían de una manera… Hasta que me dio ese trompazo en la nariz. Yo me fui para atrás de golpe. Y el huevo saltó, señor. No sabe cómo sal¬tó. Salió disparado del bolsillo y cayó. Y claro, se hizo pedazo contra el piso. A mí se me saltaron las lágrimas, se lo juro. Y encima, el muy hijo de mala madre, ¿sabe lo que hizo? Se arrimó al huevo partido, levantó el pie y lo estrujó más y más y más contra el huevo. Y se reía. Y más pisoteaba, más se reía. Mire que hay que ser hijo de una mala madre, no me lo diga señor. Ahí fue que a mí se me borró todo. No vi más nada. Se me borraron los gritos y los golpes y la risa de ese hijo de una gran perra. Ciega me puse. ¿Y sabe, qué? Me levanté como si tendría un volcán adentro del cuerpo. Cacé la cuchilla del carnicero y le entré a dar y dar. A cuchilla¬zo limpio lo tenía al desgraciado. No sé ni dónde le daba, mire. Hasta que vi el ojo. Recién ahí paré de darle. Cuando vi al ojo rodar por el suelo. Ahí me quedé con el cuchillo en esta mano, y con esta otra, me agaché y levanté el ojo del piso. Y se lo juro, señor, que diosito me castigue si le miento, se lo juro por los críos, que cuando pude abrir la mano, el huevo estaba ahí. Recién hervido. Tierno. Tibio. Hasta me pareció que latía. Se me escurría en la mano. Y a mí se me hizo que el huevo me llamaba. ¿Y qué quiere que le diga, señor? Hacía tanto frío. ¡Y yo tenía tanta hambre!

Sandra Langono
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la gar¬ganta. En la otra, una edición bellísima de “Príncipe y mendigo”, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora joven recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, con otra historia: “La au-topista del sur”… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: Quiero ser escritora. Esa soy yo.

Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la garganta. En la otra, una edición bellísima de Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora jovencita recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, medio de casualidad con otra historia: La autopista del sur… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: quiero ser escritora. Esa soy yo.

El reflejo de la daga en la pared - Marcelo Petetta

Ganador del concurso "Yo Te Cuento Buenos Aires III", 2012

Viernes por la tarde. Toma el colectivo 60 en Panamericana: cuerpos transpirados, olores y murmullos lo rozan y molestan aunque pensando en lo que lo espera preferiría quedarse ahí arriba, pero nada detiene al destino y la parada llega. Baja en Puente Pacífico y camina despacio hasta Godoy Cruz con la mochila del colegio al hombro. En la puerta del edificio saluda al encargado y sube por la escalera para hacer más lento el regreso.
Como todas las semanas, a la hora de siempre, sucederá. Comenzará el dolor. Dolor que arrancará en la boca del estómago y se transmitirá a todo su cuerpo en intervalos insoportables. Ella se meterá en la cama, cerrará la puerta (a veces con llave; otras, no), dejará sobre la mesa de luz los frascos de pastillas bien a la vista, para que él los vea si entra. Ya no se levantará hasta el lunes por la mañana (eso si, en el medio, una pastilla de más no le provoca la muerte).
Él también se encerrará en su cuarto y bajará las persianas para no oír los gritos de las prostitutas de Godoy Cruz. Con música de Floyd, tumbado en la cama, hará el intento de derramar alguna lágrima que (ya sabe) no va a fluir. Muchos viernes atrás se secaron sus ojos.
Sin embargo, éste no parece ser un fin de semana más; desde que llegó del colegio percibió las diferencias. A ella aún no se la ve tan mal. Es más, cuando lo recibió parecía entusiasmada en el preparativo de algo distinto a la misa rutinaria de los viernes, hasta le hizo la comida. Raro.
Almuerza en silencio y se encierra en su cuarto (por primera vez en mucho tiempo antes que ella). Baja la persiana para que el sol de noviembre no caliente su pequeño mundo. Enciende el ventilador de techo, aprieta el play del pasacasete, se desnuda (le hubiese gustado estar completamente desnudo, pero el pudor hace que se deje puestos los calzoncillos). Cierra los ojos y ve el ventilador. Los abre y sólo escucha su incesante zumbido. Cuando cierra los ojos lo ve, cuando abre los ojos lo escucha. No es un viernes como todos.
En este momento oye los pasos de ella en el pasillo que se dirigen a la habitación. Con los ojos cerrados y el dolor en la boca del estómago se le acelera el pulso, trata de escuchar la música para relajarse y no puede, el ventilador tampoco se oye. Abre los ojos para ver si se cortó la luz, pero el pasacasete mantiene las luces encendidas. Mira el techo y el ventilador sigue girando sin ruido. El silencio aturde: se tapa los oídos con fuerza; mira otra vez el techo y las palas del viejo ventilador le devuelven una imagen de extrema belleza en forma de dagas brillantes, como si alguien con mucha paciencia hubiese dado lustre al acero. El filo de sus puntas, la delicada forma asesina, su poder hipnótico. Trata de calmarse y gira la cabeza hacia el costado, hacia la ventana por donde no pasa ni un rayo de luz. Mira. Ahora, la imagen de las dagas reflejadas ha cambiado el paisaje del cuarto, la cortina se ha transformado en un lienzo enorme en el que, de pared a pared, algún extraño pintor ha dejado su huella.
Entonces lo ve. Su elefante apoyado contra el placard.
-Tardaste mucho- dice y levanta la cabeza de la almohada.
-No pensaba venir. Parece ser un día distinto el de hoy, ¿no?
-Es verdad. Hay algo raro dando vueltas por la casa. Fantasmas, quizá.
-No. Acá no hay fantasmas. Ni espíritus. Ni hablar de ángeles.
Se hace un silencio que él interrumpe con una directa a su mentón.
-¿Qué son esas dagas en el techo? ¿Las hiciste vos? ¿Y la imagen en la cortina?
Como siempre, nada conmueve al elefante.
-¿Miraste bien la imagen?- Pregunta el elefante.
Mira hacia la ventana y vuelve a verla: la cara de ella extremadamente hermosa, el cuerpo cubierto por un fino camisón de los que usa todos los viernes. La imagen sobre la tela irradia su fría belleza de forma casi perfecta. Sin embargo, hay algo raro.
-¿Te das cuenta de la diferencia de ésta con las anteriores?
Él piensa que al elefante le encanta preguntar, como si de esa forma fuera más eficaz. Busca detalles, qué hay en esa imagen. Un escalofrío le recorre el cuerpo semidesnudo. Es horrible: el color de la cara, la expresión, sus ojos....
-¿Está……? ¿Está muerta?
- ¡Ajá¡ Total y completamente muerta -lo dice sin mover un solo músculo.
Vuelve a mirarla y busca algún indicio de vida. No, todo inerte salvo un hilo de color negro deslizándose por el lado izquierdo del camisón, algo así como tinta china, la misma con la que más de una vez ensució su guardapolvo escolar en las clases odiosas de caligrafía.
-No es tinta -dice el elefante. Es sangre.
El ruido ensordecedor del tren sobre las vías de Pacífico lo molesta y despoja la habitación de dagas, lienzos y elefantes. Los gritos de una mujer y un hombre discutiendo le llegan desde la vereda. Cuando vuelve el silencio escucha los suaves acordes de Mother y el zumbido del ventilador. El corazón le late con fuerza; está sudando. Se levanta de la cama y camina hasta el baño, abre la canilla de la ducha y se mete bajo el agua helada, las palpitaciones aumentan. Luego comienza a relajarse y decide salir. Se seca despacio tratando de detener el tiempo, ya no quiere esto, ya no tiene fuerzas, no hay lágrimas, sólo un interminable dolor en la boca del estómago que casi no lo deja respirar. En el cuarto se quita la toalla de la cintura y vuelve a tirarse boca arriba, esta vez desnudo. La sábana roza sus genitales, produciéndole una suave excitación; el agua fría, el contacto con su intimidad lo relajan. Se queda dormido. Despierta y el cuarto está a oscuras, ha anochecido. Afuera, el paso de los colectivos y las bocinas de los ansiosos conductores apresurados por llegar a sus propios infiernos. A pesar del largo sueño siente que el cansancio no lo ha abandonado, es nuevamente una triste pero distinta tarde de viernes. Levanta los ojos. Vuelve a ver las dagas que giran en el techo, ahora con más brillo. Se abraza a sí mismo, quiere asegurarse de que está despierto. El silencio invade la habitación y el pequeño departamento. Vuelve a sonar Mother. La música devoradora de Waters lo levanta de la cama y, parado sobre ella, estira un brazo y toma por el mango una de las dagas del ventilador; las otras siguen girando sin percatarse de la ausencia de su compañera. Está desnudo pero no le importa. Se sienta con suavidad sobre las sábanas, pasa un dedo por el borde filoso. Lo recorre un escalofrío. Es como el contacto con la piel de una mujer: placer y temor.
Con el escalofrío en la espalda, se levanta y abre la puerta. La oscuridad del departamento le indica que están solos. Desnudo camina por el pasillo. Llega a la habitación de ella. Se detiene. Con la mano libre empuja la puerta que cede. No hay duda en él. Acostumbrado a la oscuridad puede distinguir su cuerpo inerte, cubierto en partes por una fina sábana de algodón blanco. Se acerca y la mira por última vez. Levanta la mano derecha y ve el reflejo de la daga en la pared. Con absoluta frialdad la descarga varias veces sobre su pecho; la sangre le inunda el brazo y ella no emite queja, ¿habrá tomado muchas pastillas hoy? Regresa temblando por el pasillo, se acuesta. No sabe cuándo lo gana el sueño.
Cuando despierta es lunes. No entiende cómo ha dormido tanto; seguramente ha sido la calma del deber terminado. Mira el techo y el ventilador está girando. Sus paletas de madera le tiran un aire dulzón. Falta una. Permanece un rato mirando ese vacío, hasta que alguien golpea la puerta y escucha su voz indiscutible, apremiante, apurándolo para que se levante.
-El café está listo –dice-. Vas a llegar tarde al colegio.

jueves, 25 de julio de 2013

Fogwill inédito: Estados Alterados (2000)

En el 2000 Gabriel Levinas decidió reeditar una revista que marcó buena parte de la contracultura de los 80s. Como redactor de El Porteño original, Rodolfo Fowgill fue nuevamente convocado para escribir en el número 1º de esa flamante etapa. Por cuestiones de diagramación y espacio, el texto del autor nunca fue publicado completo y por eso, Plazademayo.com hoy pone a disposición de los lectores esta pieza casi inédita, un escrito sobre lo que Fowgill mejor conocía: la literatura.

Fogwill inédito, Estados alterados (2000)

miércoles, 17 de julio de 2013

Creatividad

 

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El sur–Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.