jueves, 25 de julio de 2013

Fogwill inédito: Estados Alterados (2000)

En el 2000 Gabriel Levinas decidió reeditar una revista que marcó buena parte de la contracultura de los 80s. Como redactor de El Porteño original, Rodolfo Fowgill fue nuevamente convocado para escribir en el número 1º de esa flamante etapa. Por cuestiones de diagramación y espacio, el texto del autor nunca fue publicado completo y por eso, Plazademayo.com hoy pone a disposición de los lectores esta pieza casi inédita, un escrito sobre lo que Fowgill mejor conocía: la literatura.

Fogwill inédito, Estados alterados (2000)

miércoles, 17 de julio de 2013

Creatividad

 

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El sur–Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

sábado, 13 de julio de 2013

Dominó de libros

 

viernes, 5 de julio de 2013

Razones para leer

miércoles, 3 de julio de 2013

Un hombre sin suerte - Samanta Schweblin

            El día que cumplí ocho años, mi hermana -que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo-, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.

            -Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá- Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.

         La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.

          Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.

         Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:

          -Sacate la bombacha.

         Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:

           -¡Sacate la puta bombacha!

          Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.

          Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.

           -Vamos, vamos –dijo papá.

          Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía hablar, daba explicaciones a las enfermeras.

          -Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.

         Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuanto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.

          -¿Qué tal? –preguntó.

       Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.

           -Bien –dije.

           -¿Estás esperando a alguien?

         Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:

          -¿Y porqué estás sentada en la sala de espera?

      No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.

          -Acá está –dijo-, sabía que lo tenía en algún lado.

          El papelito tenía el número 92.

          -Vale por un helado, yo te invito –dijo.

          Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.

          -Pero es gratis –dijo él-, me lo gané.

          -No.

          Miré al frente y nos quedamos en silencio.

          -Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.

         Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.

           -Es mi cumpleaños –dije.

          “Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.

           -Pero… -dijo y cerró la revista-, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?

         Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi qué, aún así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:

            -No tengo bombacha.

           No sé porqué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.

            -Pero es tu cumpleaños –dijo él.

             Asentí.

             -No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.

            -Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.

       Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.

              -Yo sé donde conseguir una bombacha –dijo.

              -¿Dónde?

              -Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.

           Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.

             -Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló- es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.

             Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.

            -Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme-, es mejor que vayamos rodeando la pared.

            -No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.

            -Ok, darling –dijo.

            -Quiero saber a dónde vamos.

            -Te estás poniendo muy quisquillosa.

          Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.

             -Es acá –dijo.

         Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.

         -Esas no –dijo él-, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas-. Mira todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida my lady?

Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.

              -Ésta –dije-. Pero no tengo dinero.

             Se acercó un poco y me dijo al oído:

             -Eso no hace falta.

             -¿Sos el dueño de la tienda?

             -No. Es tu cumpleaños.

             Sonreí.

             -Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.

             -Ok Darling –dije.

         -No digas “Ok Darling” –dijo él- que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.

             Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.

              -Todavía podés elegir el otro.

             Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.

               -Hay que probarla –dijo.

            Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.

              -¿Cómo te llamás? –pregunté.

              -Eso no puedo decírtelo.

              -¿Porqué?

               Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.

               -Porque estoy ojeado.

               -¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?

               -Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.

               Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.

               -Podrías escribírmelo.

               -¿Escribirlo?

              -Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.

              -Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?

                -¿Y cómo se enteraría?

                -La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.

                -Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.

                -Yo sé lo que te digo.

            Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.

               -Pero es mi cumpleaños –dije.

             Y quizá sí lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.

               -No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.

Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo  y nos sonreímos.

              Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.

            Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

Cuatro fantásticos - Fabián Casas

Hubo alguien antes pero yo no lo conocí. Aunque muchos me dicen que tengo algo de su carácter y de su boca. Esas cosas. A mí no me preocupa paracerme a alguien. Hay tantas caras en el mundo que uno, tarde o temprano, termina siendo otro. Yo quisiera hablar acá de los que conocí. Ellos dejaron sus huellas en mi vida y pienso que una forma de retribuirles que me hayan pisado es contar quiénes eran, lo que me enseñaron. Esas cosas.

Para esa época mamá trabajaba en la fábrica de corpiños Peter Pan. Un nombre glorioso. No sé si todavía sigue funcionando. Mamá, por lo que me cuentan todos, era una mujer despampanante, parecía una vedette. Piernas, culo, caderas. Vivíamos en un departamentito del barrio de Once, muy chiquito, yo pensaba que era como el caño de Hijitus: el dormitorio de mamá, el living donde yo dormía en un sofá cama y una kitchenet empotrada en la pared. Eso era todo. Mamá tenía ropa tirada por todas partes. Y cosméticos y revistas que se traía de la peluquería de su amiga. Mi madre era una gran lectora. A veces, cuando ella iba a bailar, yo me quedaba con la peluquera, una paraguaya que me hablaba de sus hijos quienes, decía, tenían casi mi misma edad y estaban con su padre en Asunción. Yo no asociaba Asunción con un lugar físico, mas bien me parecía un verbo.

En mi memoria, el primero de todos fue Carmelo. Petiso, musculoso, ex boxeador. Mamá me lo presentó una noche cuando la pasó a buscar para salir. Yo estaba mirando algo en la tele muy chiquita, diminuta, que la peluquera nos había traído de Ciudad del Este. ¿Ven? Ciudad del Este sí me parecía un lugar.

Carmelo se me acercó y me estrechó la mano. Pensé que me iba a besar, porque yo era un niñín y la gente, por lo general, cuando me conocía, me besaba. Pero él me dio su mano, callosa, grande como un teléfono. Ese gesto me gustó. A partir de aquella noche Carmelo empezó a venir seguido a casa y cuando pasaba a buscar a mamá se quedaba cada vez más tiempo conmigo, charlando de las hazañas de su época de boxeador. Y un día de campo, a la luz del sol, sucedió una cosa increíble: la piel de Carmelo, al aire libre, tenía el color de la cinta scotch. Quiero que esto quede bien claro. No era como si estuviera recubierto de cinta, como una momia; tenía el color y la consistencia de la cinta scotch. Así que lo bauticé –para mis adentros- Carmelo Scotch. Debe haberse visto extraordinario, casi desnudo, bajo las luces del ring.

Cuando empecé a sufrir de los bronquios, mamá me tuvo que llevar a un hospital para que me curaran. Me hacían inhalaciones, me daban pichicatas, me decían que tenía que tomar sol. Carmelo se preocupó mucho por mi salud y le dijo a mi mamá que yo tenía que hacer ejercicios, correr, saltar. Esas cosas. Entonces se apareció en equipo de gimnasia y me explicó que tenía un plan para volverme un atleta. Extendió sobre la pequeña mesa de fórmica naranja del living, un mapa con las etapas de ejercicios que él creía que me iban a cambiar el físico. Empezamos a practicar por las mañanas, en el gimnasio donde trabajaba Carmelo. Abdominales, carrera en velocidad, cintura, cinta. Era grandioso. Él se paraba a mi lado mientras yo la sudaba y me gritaba: “Vamos, más fuerte, ¡téngale bronca al cuerpo! ¡bronca, bronca!”. Después nos duchábamos juntos. Una vez me contó, mientras nos secábamos, que la alegría más grande de su vida la tuvo cuando le tocó pelear como semifondo de Nicolino Locce. “No sabés lo que era pisar el ring del Luna repleto… sólamente vos iluminado y todos mirándote… las lucecitas rojas de los puchitos en la negrura de las tribunas…”. Fue empate.

Y aún llevo en mis oídos el grito de guerra de Carmelo Scotch: “ ¡Téngale bronca al cuerpo!”.

Una tarde, mamá me dijo que lo había dado de baja. Tuvo que pasar una semana de hostigamiento para que me dijera por qué. ¡Le había levantado la mano! Mamá era inflexible. Y para elegir a sus novios, una verdadera renacentista. Pasó del deporte al arte ¡Y al segundo candidato lo capturó delante de mis narices! El profesor Locasso había llegado al colegio para cubrir una suplencia y, sin lugar a dudas, para cobrar lo que pudiera cobrar sin hacer prácticamente nada. Llegaba, ponía sobre el escritorio un paquete de facturas o de merengues –yo iba al cole de mañana- y mientras cruzaba sus pies sobre una silla empezaba a engullir sin parar. Nos decía que teníamos que pintar lo que se nos ocurriera. En la hora de Locasso nos podíamos rascar el higo sin problemas. Así que agarrábamos hojas y dibujábamos cualquier cosa. Cuando se las llevábamos para que les echara una mirada, mientras masticaba y dejaba de leer el diario, miraba nuestro dibujo y nos decía su célebre muletilla: “más color, alumno, más color”. Aunque la hoja estuviera untada de témpera como un pastel del panadería, el repetía “más color, alumno, más color”. Estaba bueno. Nos hacía reir. Por supuesto, para nosotros su nombre cambió de profesor Locasso al de profesor Más Color. E imagínense mi sorpresa la noche en que lo vi sin su guardapolvo, con un traje oscuro que le quedaba un poco grande, y con una botella de vino en la mano en el umbral de la puerta de mi casa. El profesor Más Color era un hombre de unos cuarenta años, con una herradura de pelo blanco que le bordeaba la nuca y que siempre estaba demasiado larga, descuidada. La frente le brillaba como una bola de billar. De cuerpo atlético, cuando caminaba por el patio del colegio, lo hacía a zancadas.

Según pude reconstruir mucho después, Más Color había entablado relación con mi mamá en el acto del 9 de julio, en el cual di dos pasos adelante y recité un poema alusivo. El colegio se venía abajo de gente y la noche anterior yo había estado muy nervioso. Tenía miedo de que en el momento de recitar el poema se me apareciera en la cabeza la laguna de Chascomús. Pero fue glorioso. Verso a verso, demostré que tenía talento para recitar poemas y durante toda esa semana patria mis compañeros y mis maestros no pararon de elogiar mi perfomance. Pero volvamos al idilio de mi madre. De más está decir que fue la comidilla del colegio. Todos mis compañeros sabían que mi mamá salía con Más Color. A veces, en los recreos, algunos se animaban a preguntarme si eso me molestaba. Yo les repreguntaba: “¿Que ustedes sepan o que ellos salgan?”. Silencio. Otros compañeros que trataban de ser más comprensivos conmigo, me decían que me habría convenido más que mi mamá saliera con el profesor de matemáticas –materia dificilísima- que con el de dibujo. Tenían razón. No puedo negar que yo ya había hecho ese razonamiento.

El romance de mi mamá con Más Color duró casi dos años. Cuando ellos terminaron la relación, yo entraba en quinto. A diferencia de Carmelo Scotch, mi vínculo con Más Color fue relajado. El tipo se quedaba a dormir en casa dos veces por semana y a veces salíamos los tres a dar un paseo. Sólo una vez salimos él y yo. Me llevó a ver una exposición de Salvador Dalí, pintor al que él admiraba. Le gustaban esas cosas retorcidas. Relojes doblados, crucifijos espaciales. Esa tarde, en un café, tuvimos el siguiente diálogo:

— ¿Te molestaría que yo pase más tiempo en tu casa?— me preguntó.
— No —le dije después de pensarlo un momento.
— Me parece que sería bueno que hubiera un hombre en la casa y yo estoy pensando en casarme con tu mamá. Todavía no se lo propuse porque primero quería saber tu opinión.
— El único problema es que la casa es muy chiquita- opiné.
— Si vos y tu mamá están de acuerdo, podríamos mudarnos a otro lugar. Con patio. ¿Te gustaría tener un patio para jugar?
— Sí —le dije después de pensarlo un momento.

Más Color pareció satisfecho con mi contestación. Nos estrechamos la mano y me llevó a viajar por el subte. Me mostró todas las combinaciones posibles y los diferentes modelos de trenes que existían. Cuando llegamos, tarde, a casa, se encerró con mi mamá a charlar en el dormitorio. Me pareció que discutían. Yo me puse el piyama, me lavé los dientes y me acosté a dormir. Me desperté a mitad de la noche y me pareció, todavía más nítido, que estaban discutiendo. La semana siguiente Más Color no se quedó a dormir ni una hora y si bien llamaba por teléfono y hablaba con mamá, yo empecé a presentir que algo andaba con mal color. Traté de recordar la charla que habíamos tenido para ver en qué se le podría haber complicado la cancha. Y saqué las siguientes conclusiones: a mi mamá, sin dudas, le convenía tener un hombre en casa. Es más, ella siempre estaba diciéndole a la peluquera paraguaya que deseaba encontrar un sustituto de padre para mí. Lo cual a mí me parecía razonable. Yo envidiaba, cuando iba a las casas de mis amigos, cómo ellos podían sentirse seguros y exhibir a sus padres. Así que por el lado del casamiento no debería haber habido problemas. Creo que el conflicto estuvo en la posibilidad de mudarse. Por algún motivo recóndito que a mí me costaba y aún me cuesta entender, mi mamá amaba la pocilga de plaza Once o The Eleven Park, como ella le decía. Algo en la casa tocaba su fibra más íntima y contra esas cosas es imposible marchar.

Una tarde de invierno, mientras mamá se hacía la toca, me comunicó que Más Color había entrado en la inmortalidad. Ahora pienso que mi infancia estuvo separada por tandas en las cuales mi madre me informaba las bajas de sus noviazgos. Yo seguí viendo a Más Color durante tres años –quinto, sexto y séptimo- pero, salvo saludos incómodos cuando nos encontrábamos de frente en el patio del colegio, nos evitábamos. Aunque, es justo decirlo, gracias a él conozco a la perfección la línea de subterráneos que cruza la ciudad. Jamás podría perderme.

Más Color ya era historia cuando me anoté en el ateneo de la iglesia de San Antonio para jugar a la pelota todas las tardes. Los curas te atrapaban con una cancha extraordinaria y, a cambio, te pedían que tomaras la comunión. Así que fui derecho a catequesis y terminé como monaguillo en un par de misas. Una tarde mamá me pasó a buscar y me dijo que la esperara porque quería confesarse. Me pareció raro ese gesto viniendo de ella. Pero es verdad que para ese entonces se pasaba mucho tiempo en la cama, como si algo le hubiera roto el ánimo. El padre Manuel la escuchó en silencio, en el confesionario. Mamá empezó a venir tarde de por medio para confesarse o para caminar charlando con el padre Manuel. Me dijo que el cura –que era muy joven- lograba darle ánimos para vivir. “Mamá ¿por qué no querés vivir?”, le pregunté. “No es que no quiera vivir, es que no tengo ánimos”, me contestó.

Una noche, en que me había quedado más de la cuenta en la casa de un amigo, me sorprendí viendo salir al padre Manuel de mi edificio. Lo que más me sorprendió fue que estaba vestido como un hombre cualquiera. El no me vio, pero yo lo vi clarísimo porque estaba en la vereda de en frente. No dije ni mú. Cuando entré a casa, mamá estaba con los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Al otro día se la pasó encerrada en su pieza con la peluquera paraguaya. Cuando abrían la puerta porque necesitaban ir al baño o a buscar algo a la cocina, salía un olor espantoso a cigarrillos. Creo que por eso yo no fumé nunca.

Decidí hablar con el padre Manuel después de que me encontré a mamá sentada en el livincito, con unas ojeras inmensas. Parecía que había estado sentada ahí desde su pubertad. “Todos los aparatos de la casa decidieron suicidarse”, me dijo con una voz muy ronca, apenas me vio. No andaba la heladerita ni el televisor y el calefón hacía un ruido horrible cuando abríamos la canilla de agua caliente.

El padre Manuel estaba leyendo en su cuarto, me dijeron. Le dije a la monjita que lo necesitaba urgente. Al rato lo vi venir por el corredor de la escuela. Esta vez tenía su sotana negra e impecable. Me acarició la cabeza y salimos a caminar por la cancha de fútbol que a esa hora –las dos de la tarde- estaba vacía. Era un día primaveral.

— Padre, no sé que le pasa a mi mamá— le dije. Sentí que la voz me salia del pecho.
— Hijo —me dijo, a pesar de que era muy joven— ¿sabés cuál fue el calvario de nuestro señor Jesucristo?
— ¿Todo el asunto de los romanos y las espinas en la cabeza y la traición de Judas?
— Exactamente. Quiero que pienses mucho en esa parte de la historia de nuestro Señor. Porque muchas veces en la vida los adultos tenemos que hacer grandes sacrificios. ¿Entendés?

No le entendía ni jota. Pero asentí. Me estaba dando un pesto bárbaro.

— Tu madre es una mujer ejemplar. Quiero que esto te quede bien claro. Y la mayoría de las veces las personas muy íntegras sufren demasiado. Ahora vamos a ir a la iglesia y nos vamos a arrodillar para rezar por ella.

Y así fue. Rezamos en silencio. Para ser sincero, yo no recé. Mi cabeza saltaba de una imagen a otra como si fuera un videojuego. Lo veía al padre Manuel con sotana, después lo veía en ropa sport, como lo vi cuando salía de mi edificio, después me lo imaginaba en calzoncillos, después jugando al fútbol… Al final me dio la mano y me dijo que me fuera tranquilo, que el Señor sabe lo que hace.

Lo cierto es que mamá no volvió a la iglesia y a los pocos meses lo trasladaron al padre Manuel a un convento en Córdoba. El Señor no se equivocaba porque mamá empezó a andar mejor y finalmente salió de esa melancolía en la que estaba hundida. Arreglamos el televisor, arreglamos la heladerita y sacamos el calefón y pusimos un termotanque.

Pasó casi toda mi secundaria sin que mi mamá trajera otro novio a casa.

Y justo cuando me estaba preparando para entrar en la Universidad, llegó el último y quizá el más importante para mí. Se llamaba Rolando, trabajaba poniendo antenas, en las alturas, y fue clave porque él me habló por primera vez de mi padre. Porque él estaba obsesionado con el tipo que fue mi padre.

Mamá lo conoció en un grupo que se reunía los domingos en el Hospital Pena. Era un grupo de ayuda psicológica para poder superar la tristeza de los domingos. No era que mi mamá se pusiera mala los domingos, fue acompañando a la peluquera paraguaya que los domingos a esos de las siete, invariablemente, se quería matar. Rolando estaba yendo porque era de un equipo de fútbol que se había ido a la B y por eso sufría los domingos sin partidos. Según mamá, fue un flechazo fulminante. Rolando tenía rulos, un corte tipo Principe Valiente y la voz ronca. Me cayó bien enseguida. Y más cuando me enteré que se la pasaba en los techos de los edificios arreglando y poniendo antenas.

Me encanta la gente que se cuelga de los techos, me encanta saltar por los techos de las casas.

Así que rápidamente —yo tenía 17 años— me le pegué como acompañante en su trabajo. Era superior. En el verano, subíamos a las cimas con una heladerita de telgopor donde poníamos seis latitas de cerveza. A veces, si no habíamos comido, nos llevábamos en un taper queso y dulce. Después de arreglar las antenas nos sentábamos a, como él decía, chamuyar. Rolando estaba obsesionado con la vida que llevaban algunas personas. “Fijate esos tipos que andan por el mundo jugando en el equipo que les hace de sparring a los Globetrotters. Eso es espantoso. Recorrer el mundo poniendo la cara para que esos negros guachopijas te hagan hacer el ridículo. Hay destinos espantosos ¿no?”. Y siempre, después de las cervezas, me hablaba de mi viejo: “Yo no sé cómo tu mamá le pudo creer a ese imbécil todo lo que le decía. ¿Vos sabés que tu viejo andaba metido en la guerrilla y que prefirió eso a tener una familia, cuidarte a vos, verte crecer… ¡Y tu mamá lo creía un tipo grosso, inteligente! ¿En serio nunca viste ni una foto suya?”.

Una tarde, mientras veíamos caer el sol desde los techos de un edificio altísimo, me dijo: “Vos sabés que yo ahora te quiero mucho”. “Sí, lo sé”, le dije y sentí que se me ponía la piel de gallina. “Pero antes no podía ni verte porque pensaba que eras un polvo de tu viejo hecho carne”. No le contesté nada porque me quedé pensando en su expresión, y me acordé de cuando el padre Manuel decía que Cristo era Dios hecho carne. Rolando se bajó todas las cervezas y al rato dijo: “A esta hora en Italia la llaman el Pomeriggio ¿sabés por qué?”. No dije ni mu. “Porque Pomeriggio significa tomate ¿ves el color que tiene el cielo?”. Qué capo. El cielo estaba rojísimo. Agregó: “¿Ves?, desde acá podemos ver toda la ciudad ¿no es fantástico? La mayoría de la gente no sabe que estamos acá arriba, mirándolos. Somos como dioses”.

A veces, antes de clavar una antena contra el techo, la levantaba con una sola mano y gritaba: “ ¡Ya tengo el poder!”. Y nos matábamos de risa. Otras veces se ponía melancólico y me decía: “Jurame que si vuelve tu viejo vos no te vas a dejar engrupir por él”. “¿De dónde va a volver, Rolando?”, le preguntaba. “ ¡Qué se yo, de la loma del orto!”, me largaba.

Pasó el tiempo y me sortearon para la colimba. Me tocó tierra y tuve que bajar de las cimas. Pasé un año en el infierno como asistente de un milico. En algún momento de ese año, mi mamá y Rolando rompieron. Ella me lo comunicó en una carta. Cuando volví a casa, conseguí trabajo arreglando antenas. A Rolando nunca lo volví a ver, pero supe de él por un portero de un edificio. Me dijo que le había agarrado vértigo y que por eso dejó de trabajar en las cimas. A mí eso me sonó a ciencia ficción.

A veces, cuando estoy en las alturas, con mi vianda, me doy cuenta de lo increíble que fue que me dejara acompañarlo y aprender el oficio. Porque el vértigo de los techos es una disciplina para personas solitarias. Para animales fabulosos. No se necesita a nadie acá arriba.

martes, 2 de julio de 2013

El punto