jueves, 24 de diciembre de 2015

Cicatrices - Marcelo Birmajer

 

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Hace mucho tiempo vivía en una aldea que no conocemos un muchacho de 20 años, justo y valiente. Pretendía a una doncella de su edad, blanca como la leche, y tan bella como vanidosa.

El muchacho tenía el rostro cruzado de cicatrices. La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.

El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus más estrafalarios deseos. Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.

El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en cómo satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando.

¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Más misterio!

En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacía imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago.

El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo. Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.

Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre. El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acercó impávido al prodigioso dúo.

· ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó.

-Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar.

Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo.

-Ahora ya tengo con quien conversar- dijo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a él.

-¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho.

-A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago.

El muchacho, que tenía un solo tema en su mente, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir:

-¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro!

-Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad.

-Pues, adelante-dijo el muchacho.

-¿Estás seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago.

-De nada he estado más seguro-dijo el muchacho.

El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presentó una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regresó con un espejo. Lo limpió con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho.

-Mírate-le dijo.

El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba.

-¡Prodigioso! – exclamó el muchacho.

-No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras?

-¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo:

-Momento-agregó-. ¡Sí he peleado contra los cosacos!

-No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.

-Sólo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-No el momento en que me la hicieron.

-Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás?

-No- dijo el muchacho

Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente.

Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba.

Corrió a ver a la doncella.

-Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.

El muchacho no respondió a su insulto. Se señaló una cicatriz y le contó su historia. Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida. Terminó de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...

de Marcelo Birmajer (periodista y escritor)

 

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martes, 22 de diciembre de 2015

Ya se encuentra en línea la biblioteca digital Libros y Casas

Se trata de una colección de libros de ficción. Una de las publicaciones, basada en una leyenda del Noroeste, incluye una aplicación

Ya se encuentra en línea la biblioteca digital Libros y Casas

Luego de entregar cien mil bibliotecas a las familias que reciben viviendas sociales en todo el país (un millón ochocientos mil libros) y de realizar más de mil talleres de lectura, el programa Libros y Casas lanza su biblioteca digital e interactiva con libros de ficción para grandes y chicos, libros ilustrados, de historietas, manuales, libros históricos y periodísticos para toda la familia.

La propuesta incluye también un libro interactivo, "La Vieja Diabla", basado en una leyenda del noroeste argentino, que incluye ilustraciones, animaciones y sonido. La aplicación puede descargarse desde la web del programa y también desde Google Play.

Los 14 títulos que integran la colección son:

  • 90 minutos (Relatos de fútbol)
  • Amores argentinos (Historietas sobre cuentos y novelas de amor)
  • Animales rimados y no tanto (Poesía infantil)
  • Bajo sospecha (Relatos policiales)
  • Brujas, princesas y pícaros (Cuentos clásicos infantiles)
  • Constitución de la Nación Argentina
  • Cosas Imposibles (Cuentos fantásticos y de terror)
  • El Nunca Más y los crímenes de la Dictadura. (Adaptación del informe de CONADEP, con información actualizada y fotos aportadas por el Archivo Nacional de la Memoria y ARGRA)
  • Hubo una vez en este lugar (Mitos y leyendas de este lado del mundo)
  • Manual de las Mujeres (Guía de derechos, salud sexual y reproductiva, familia y trabajo para adolescentes y familias adultas).
  • Manual del Hogar (Guía para el mantenimiento de la casa y la prevención de accidentes domésticos).
  • Mucha, mucha poesía. (Tres siglos de poesías y canciones argentinas)
  • Palabra de mujer (Crónicas sobre mujeres argentinas. Realizado conjuntamente con Revista Anfibia)
  • Todo queda en familia (Textos de humor)

Entre los autores de la biblioteca se encuentran Hebe Uhart, Eduardo Sacheri, Claudia Piñeiro, Sergio Bizzio, Mariana Enriquez, Rodolfo Fogwill, Selva Almada, Beatriz Vignoli María Elena Walsh, Silvina Ocampo, Laura Devetach, Roberto Arlt, Mariano Blatt, Oliverio Girondo, Hernán Casciari, Isidoro Blaisten, Santiago Varela, Ruth Kaufman y Ricardo Mariño entre otros.

También participaron de la biblioteca los ilustradores: Pablo Bernasconi, Luis Grane, Mariano Epelbaum, Alex Dukal, Matías Trillo, Eva Mastrogiulio, María Elina Méndez, Pablo Picyck, Fernanda Cohen y Cynthia Orensztajn.

Sobre Libros y Casas

Libros y Casas es un programa que se lleva adelante desde 2007 con el objetivo de democratizar el acceso a los libros y promover la lectura tanto en el ámbito privado como en los espacios comunitarios a través de distintas actividades.

Hasta el momento ha entregado cien mil bibliotecas -un millón ochocientos mil libros- a cada una de las familias que reciben las viviendas de los Programas Federales de Construcción de Viviendas, a lo largo de todo el país, y ha llevado adelante más de mil talleres de lectura. Se estima que el total de beneficiarios del programa alcanza el millón de personas.

Los textos fueron especialmente editados y seleccionados para que las familias cuenten con una biblioteca básica que incluye libros de ficción para grandes y chicos, libros ilustrados, de historieta, manuales, libros históricos y periodísticos.

El programa Libros y Casas  ha sido tomado como modelo  y fue replicado en Cuba (Bibliotecas Familiares) y en Chile (Maletín Literario). Su impacto en las prácticas de lectura fue evaluado en el año 2008 a través de encuestas en 13 provincias. De la información recolectada se concluyó que  la llegada de los libros impactó de manera positiva en los hogares, además de que gran parte de las familias contaban con menos de diez libros antes de recibir la biblioteca.

En 2015, de acuerdo con las nuevas prácticas surgidas a partir de los cambios en el acceso a las nuevas tecnologías y a su uso,  el programa complementa sus acciones a través de una plataforma web y libros interactivos explorando nuevas herramientas para promocionar la lectura

jueves, 17 de diciembre de 2015

Cómo se salvó Wang-Fô (Cuentos Orientales) - Marguerite Yourcenar

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo 

Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se

detenía durante la noche a contemplar los astros y

durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados,

ya que Wang-Fô amaba la imagen de las

cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del

mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser

pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de

arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus

pinturas por una ración de mijo y despreciaba las

monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose

bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba

respetuosamente la espalda, como si llevara encima

la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de

Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve,

de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos

al lado de un anciano que se apoderaba de la

aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era

cambista de oro; su madre era la hija única de un

comerciante de jade, que le había legado sus

bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había

crecido en una casa donde la riqueza abolía las

inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente

resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo

de los insectos, de la tormenta y del rostro de los

muertos. Cuando cumplió quince años, su padre

le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues

la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo

lo consolaba de haber llegado a la edad en que la

noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling

era frágil como un junco, infantil como la leche,

dulce como la saliva, salada como las lágrimas.

Después de la boda, los padres de Ling llevaron

su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo

se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en

compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar,

y de un ciruelo que daba flores rosas cada

primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón

límpido igual que se ama a un espejo que no se

empaña nunca, o a un talismán que siempre nos

protege. Acudía a las casas de té para seguir la

moda, y favorecía moderadamente a bailarinas

y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero

de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido,

para ponerse en un estado que le permitiera

pintar con realismo a un borracho; su cabeza se

inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por

medir la distancia que separaba su mano de la

taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de

aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang

hablaba como si el silencio fuera una pared y las

palabras unos colores destinados a embadurnarla.

Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban

las caras de los bebedores, difuminadas por

el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado

de las carnes lamidas de una forma desigual

por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color

de rosa de las manchas de vino esparcidas por los

manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de

viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la

habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling

admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado,

dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como

Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció

humildemente un refugio. Hicieron juntos el

camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba

en los charcos inesperados destellos. Aquella noche,

Ling se enteró con sorpresa de que los muros

de su casa no eran rojos, como él creía, sino

que tenían el color de una naranja que se empieza

a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma

delicada de un arbusto, en el que nadie se había

fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer

joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo,

siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga

a lo largo de las grietas de la pared, y el

horror que Ling sentía por aquellos bichitos se

desvaneció. Entonces, comprendiendo que

Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una

percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente

al anciano en la habitación donde habían muerto

sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer

el retrato de una princesa de antaño tocando el

laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo

bastante irreal para servirle de modelo, pero

Ling podía serlo, puesto que no era una mujer.

Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven

príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro.

Ningún joven de la época actual era lo bastante

irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó

posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después,

Wang-Fô la pintó vestida de hada entre

las nubes de poniente, y la joven lloró, pues

aquello era un presagio de muerte. Desde que

Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô

a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor

que lucha con el viento o con las lluvias de verano.

Una mañana la encontraron colgada de las ramas

del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda

que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas

con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de

costumbre, y tan pura como las beldades que cantan

los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la

pintó por última vez, pues le gustaba ese color

verdoso que adquiere el rostro de los muertos.

Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo

exigía tanta aplicación que se olvidó de verter

unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus

jades y los peces de su estanque para proporcionar

al maestro tarros de tinta púrpura que venían

de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se

marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su

pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad

en donde ya las caras no podían enseñarle ningún

secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos,

maestro y discípulo, vagaron por los caminos del

reino de Han.

Su reputación los precedía por los pueblos,

en el umbral de los castillos fortificados y bajo el

pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos

inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía

que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas

gracias a un último toque de color que añadía

a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle

que les pintase un perro guardián, y los señores

querían que les hiciera imágenes de soldados.

Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un

sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang

se alegraba de estas diferencias de opiniones que

le permitían estudiar a su alrededor las expresiones

de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de

su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle

masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el

anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes

tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos

de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado,

tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía.

Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su

avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el

tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô

estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía

escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales

de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-

Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano

se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto

a él para darle calor, pues la primavera acababa

de llegar y el suelo de barro estaba helado aún.

Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron

por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros

amedrentados del posadero y unos gritos de

mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció,

recordando que el día anterior había

robado un pastel de arroz para la comida del

maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo

y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô

a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de faroles.

La llama, que se filtraba a través del papel de colores,

ponía luces rojas y azules en sus cascos de

cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus hombros,

y, de repente, los más feroces rugían sin

razón alguna. Pusieron su pesada mano en la

nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse

en que sus mangas no hacían juego con el color

de sus abrigos.

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Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió

a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales.

Los transeúntes, agrupados, se mofaban

de aquellos dos criminales a quienes probablemente

iban a decapitar. A todas las preguntas que

hacía Wang, los soldados contestaban con una

mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling,

desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo

que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos

muros color violeta se erguían en pleno día

como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron

a Wang-Fô a franquear innumerables salas

cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba

las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino

y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del

poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras

emitían una nota de música, y su disposición

era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar

el palacio de Levante a Poniente. Todo se

concertaba para dar idea de un poder y de una

sutileza sobrehumanas y se percibía que las más

ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían

de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de

los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el

silencio se hizo tan profundo que ni un torturado

se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una

cortina; los soldados temblaron como mujeres,

y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el

Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida

por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía

un jardín al otro lado de los fustes de mármol

y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos

pertenecía a una exótica especie traída de

allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume,

por temor a que la meditación del Dragón

Celeste se viera turbada por los buenos olores.

Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos,

ningún pájaro había sido admitido en el

interior del recinto y hasta se había expulsado de

allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín

del resto del mundo, con el fin de que el viento, que

pasa sobre los perros reventados y los cadáveres

de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni

rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un

trono de jade y sus manos estaban arrugadas como

las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte

años. Su traje era azul, para simular el invierno, y

verde, para recordar la primavera. Su rostro era

hermoso, pero impasible como un espejo colocado

a demasiada altura y que no reflejara más que los

astros o y el implacable cielo. A su derecha tenía al

Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda

al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus

cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban

el oído para recoger la menor palabra que

de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre

de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—,

soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres

como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes

Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto

acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos

que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has

hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de

llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos

del suelo de jade transformaban en glauca como

una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por

aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar

en sus recuerdos si alguna vez había hecho del

Emperador o de sus ascendientes un retrato tan

mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco

probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento,

apenas había pisado la corte de los Emperadores,

prefiriendo siempre las chozas de los granjeros

o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas

y las tabernas del muelle en las que disputan los

estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo

Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando

su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—.

Voy a decírtelo. Pero como el veneno

ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras

nueve aberturas, para ponerte en presencia

de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi

memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había

reunido una colección de tus pinturas en la estancia

más escondida de palacio, pues sustentaba

la opinión de que los personajes de los cuadros

deben ser sustraídos a las miradas de los profanos,

en cuya presencia no pueden bajar los ojos.

En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-

Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a

mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto

de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas,

habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros

subditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi

puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre

o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y

viejos servidores que se me habían concedido se

mostraban lo menos posible; las horas daban

vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se

reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo.

Por las noches, yo los contemplaba

cuando no podía dormir, y durante diez años

consecutivos estuve mirándolos todas las noches.

Durante el día, sentado en una alfombra cuyo

dibujo me sabía de memoria, reposando la palma

de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla

seda, soñaba con los goces que me proporcionaría

el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país

de Han en medio, semejante al llano monótono

y hueco de la mano surcada por las líneas fatales

de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde

nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas

que sostienen el cielo. Y para ayudarme a

imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas.

Me hiciste creer que el mar se parecía a la

vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul

que una piedra al caer no puede por menos de

convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían

y se cerraban como las flores, semejantes a las

criaturas que avanzan, empujadas por el viento,

por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes

guerreros de delgada cintura que velan en las

fortalezas de las fronteras eran como flechas que

podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis

años, vi abrirse las puertas que me separaban del

mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las

nubes, pero eran menos hermosas que las de tus

crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos,

cuyo barro y piedras yo no había previsto,

recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus

jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas,

aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo

es como un jardín. Los guijarros de las orillas

me asquearon de los océanos; la sangre de los

ajusticiados es menos roja que la granada que se

ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los

pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales;

la carne de las mujeres vivas me repugna tanto

como la carne muerta que cuelga de los ganchos

en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados

me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo

impostor: el mundo no es más que un amasijo de

manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor

insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas.

El reino de Han no es el más hermoso de los

reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio

sobre el que vale la pena reinar es aquel donde

tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las

Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú

reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por

una nieve que no puede derretirse y sobre unos

campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por

eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a

reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que

me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear

lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte

en el único calabozo de donde no vas a poder salir,

he decidido que te quemen los ojos, ya que tus

ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que

abren tu reino. Y puesto que tus manos son los

dos caminos, divididos en diez bifurcaciones,

que te llevan al corazón de tu imperio, he dispuesto

que te corten las manos. ¿Me has entendido,

viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling

se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se

precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo

apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con

un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque

has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre

manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados

levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió

de su nuca, semejante a una flor tronchada.

Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô,

desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata

que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento

de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos

limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—,

y seca tus lágrimas, pues no es el momento

de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con

el fin de que la poca luz que aún les queda no se

empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte

sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte

sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô.

Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura

admirable en donde se reflejan las montañas,

el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos,

es verdad, pero con una evidencia que

sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras

que se miran a través de una esfera. Pero

esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu

obra maestra no es más que un esbozo. Probablemente,

en el momento en que la estabas pintando,

sentado en un valle solitario, te fijaste en un

pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al

pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño

te hicieron olvidar los párpados azules de las olas.

No has terminado las franjas del manto del mar,

ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô,

quiero que dediques las horas de luz que aún te

quedan a terminar esta pintura, que encerrará de

esta suerte los últimos secretos acumulados durante

tu larga vida. No me cabe duda de que tus

manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la

seda y el infinito penetrará en tu obra por esos

cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que

tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán

unas relaciones al límite de los sentidos humanos.

Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte

a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte

quemaré todas tus obras y entonces serás como

un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y

destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa

más bien, si quieres, que esta última orden es

una consecuencia de mi bondad, pues sé que la

tela es la única amante a quien tú has acariciado.

Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta

para ocupar tus últimas horas es lo mismo que

darle una ramera como limosna a un hombre

que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Emperador,

dos eunucos trajeron respetuosamente la

pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado

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la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó

las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba

su juventud. Todo en él atestiguaba una

frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía

aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en

la época en que la había pintado Wang, todavía

no había contemplado lo bastante las montañas,

ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos,

ni tampoco se había empapado lo suficiente

de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô

eligió uno de los pinceles que le presentaba un

esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado,

amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en

cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta

tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô

echó de menos a su discípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del

ala de una nube posada en una montaña. Luego

añadió a la superficie del mar unas pequeñas

arrugas que no hacían sino acentuar la impresión

de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo

singularmente húmedo, pero Wang-Fô,

absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando

sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas

del pintor, ocupaba ahora todo el primer

plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los

remos se elevó de repente en la distancia, rápido

y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando,

llenó suavemente toda la sala y luego cesó;

unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de

los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el

hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de

Wang se había apagado en el brasero del verdugo.

Con el agua hasta los hombros, los cortesanos,

inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la

punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del

corazón imperial. El silencio era tan profundo que

hubiera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje

viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la

huella de un enganchón que no había tenido

tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada

de los soldados. Pero lucía alrededor del

cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba

pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosamente

Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo

de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling

parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas

de los cortesanos sumergidos ondulaban en la

superficie como serpientes, y la cabeza pálida del

Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente

Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer,

si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había

bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador.

¿Qué podemos hacer?

—No temas nada, Maestro —murmuró el

discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni

siquiera recordarán haberse mojado las mangas.

Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un

poco de amargor marino. Estas gentes no están

hechas para perderse por el interior de una pintura.

Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable.

Los pájaros marinos están haciendo sus nidos.

Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó

sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó

de nuevo toda la estancia, firme y regular como el

latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo

insensiblemente en torno a las grandes

rocas verticales que volvían a ser columnas.

Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron

en las depresiones del pavimento de jade.

Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el

Emperador conservaba algunos copos de espuma

en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía

sobre una mesita baja. Una barca ocupaba

todo el primer término. Se alejaba poco a poco,

dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse

sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el

rostro de los dos hombres sentados en la barca,

pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la

barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debilitándose y

luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador,

inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera

delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca

de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha

imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho

de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente,

la barca viró en derredor a una roca que cerraba

la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra

del acantilado; borróse el surco de la desierta

superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling

desaparecieron para siempre en aquel mar de jade

azul que Wang-Fô acababa de inventar.