lunes, 2 de diciembre de 2019

Pájaros en la boca - Samanta Schweblin

Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no atender, pero el timbre volvió a sonar: ella sabía que yo estaba en casa. Fui hasta la puerta y abrí.

–Silvia –dije.

–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar.

Señaló el sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.

–No va a gustarte. Es... Es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.

–Siempre es sobre Sara –dije.

–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.

–¿Qué pasa?

–Además le dije a Sara que ibas a ir, así que te espera.

Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando de los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba sentada con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

–Hola papá.

Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros–, colgaba del techo, vacía.

–¿Qué es eso?

–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.

–Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.

–Dejame de joder. ¿Qué pasa?

–La tengo sin comer desde ayer.

–¿Me estás cargando?

–Para que lo veas con tus propios ojos.

–Aha... ¿estás loca?

Dijo que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.

–¿Qué le pasa a tu madre?

Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba atado en una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y empezaría con las culpas y las directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces la puerta de entrada. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.

–¿Qué mierda...?

–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.

–¡Dios santo Silvia, tu hija come pájaros!

–No puedo más.

–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?

Silvia se quedó mirándome, desconcertada.

–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros... –dijo y se quedó mirándome.

–No puedo llevármela.

–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.

–¡Come pájaros!

Silvia fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando por que ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le indiqué que podía usar el cuarto de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.

–Comés pájaros, Sara –dije.

–Sí papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

–Vos también.

–Comés pájaros vivos, Sara.

–Sí papá.

Me acordé de Sara a los cinco años, sentada a la mesa con nosotros, llegando apenas a su plato, devorando fanáticamente una calabaza, y pensé que, de alguna forma, solucionaríamos el problema. Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me pregunté qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, me tapé con la mano, como hacía Silvia, y la dejé sola frente a los dos cafés, intactos.

Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el tiempo en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las horas consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras "pájaro", "crudo", "cura", "adopción", sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público sonriendo y llevando los ojos hacia arriba, como si eso le diera un gran placer. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizás era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó, le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía decir "esto es culpa tuya, esto es lo que lograste", y ella podía decir algo absurdo como "esto pasa porque nunca le prestaste atención." Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.

–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras, carnes y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara a comer y entonces decía:

–Permiso papá.

Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día haciendo ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta del comedor, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta del baño. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo entonces volvió al programa que estábamos mirando.

Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en que iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizás el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

–Hola Sara.

–Hola papá.

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores. Preparé mi comida, me senté en el sillón y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:

–Papi...

Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.

–¿Qué? –dije.

–¿Me querés?

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer hubiera considerado "lo correcto", dije:

–Sí mi amor. Claro.

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto del programa.

Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:

–Sí papá.

–¿Porqué no salís un poco al jardín?

–No papá.

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara dije en el contestador:

–Es urgente, por favor.

Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:

–Permiso papá.

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningún ruido. Decidí que llamaría a Silvia una vez más. Pero levanté el tubo, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra.

–¿Le gustan los exóticos o prefiere algo más hogareño?

Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.

Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas veinte cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas –de modo que no ocuparan tanto espacio- y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

domingo, 25 de agosto de 2019

Borges para principiantes


El 24 de agosto de 1899 nacía en Buenos Aires Jorge Luis Borges. En homenaje al más célebre de los escritores argentinos del siglo XX y tomando esa fecha como referencia, se conmemora en todo el país el Día del Lector.

Día del Lector

En la fecha del nacimiento de Borges se celebra el Día del Lector.



Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras,]
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.

     Jorge Luis Borges, Elogio de la sombra, 1969.


Borges para principiantes: escritores recomiendan por dónde empezar

https://www.lanacion.com.ar/cultura/mi-primer-borges-cinco-libros-iniciarse-lectura-nid2279580


A 120 años de su nacimiento:

Cinco claves para leer a Jorge Luis Borges

https://www.clarin.com/cultura/claves-leer-jorge-luis-borges_0_-7NWri8SB.html


Borges, esplendor y dificultad: fue el mejor y sigue siendo incomprendido

https://www.lanacion.com.ar/cultura/borges-esplendor-y-dificultad-fue-el-mejor-y-sigue-siendo-incomprendido-nid2280515

jueves, 14 de marzo de 2019

Un día después - Vicente Battista

Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
    - ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
    Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
    El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
    La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
   -  ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
    Me miró; sonrió levemente.
    ­- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
     - ­No hay más que verte.
    ­- ¿Psicólogo?
     - ­Curioso.
    Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
    ­Uruguayo­mentí.
    Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
    ­- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
     - ­¿Y si no?­- preguntó.
     - ­Nos encontraríamos para el café.
    ­ -Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
    La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
    Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
    ­- Magnífica­ - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
    Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
    Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".
    Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
    Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
    -  ­Alguna vez fue refugio de los guanches -­ dijo Mercedes  a media voz.
    ­- ¿Los guanches?
    ­- Los primeros habitantes de la isla-­ completó.
    "Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
    ­ -Aquí no se pueden sacar fotos -­bromeó.
     - ­No pienso sacar fotos - ­dije.
    La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
     - ­No entiendo- ­dijo y había  espanto en su sorprensa.
    ­- No es necesario que entiendas -­dije y alcé el arma.
    ­- Hay un error ­-dijo, casi suplicante­-. Tiene que haber un error.
    Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
    Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
     - ­Me llamo Mercedes Gasset - dijo-­, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
    Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.

del libro "El final de la calle", de Vicente Battista. © 1992 Emecé

martes, 12 de marzo de 2019

viernes, 22 de febrero de 2019

Diálogo entre Jorge Luis Borges y Juan Rulfo

Rulfo: Maestro, soy yo, Rulfo. Que bueno que ya llegó. Usted sabe como lo estimamos y lo admiramos.

Borges: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.

Rulfo: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.

Borges: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.

Rulfo: No, eso sí que no. Juan cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.

Borges: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?

Rulfo: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.

Borges: Entonces no le ha ido tan mal.

Rulfo: ¿Cómo así?

Borges: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.

Rulfo: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.