sábado, 23 de agosto de 2014

Año Cortázar 2014: cien años con Julio

Año Cortázar 2014: cien años con Julio

El Ministerio de Cultura de la Nación, la Televisión Pública, el Museo Nacional de Bellas Artes, la Biblioteca Nacional, el Museo del Libro y de la Lengua, la Casa Nacional del Bicentenario y el Palais de Glace organizan el “Año Cortázar 2014: Cien años con Julio”, una serie de actividades en homenaje al escritor, para celebrar el centenario de su nacimiento, el 26 de agosto de 1914.

La conmemoración comenzó en marzo, en el Salón del Libro de Paris, donde la Argentina fue el país invitado de honor. Allí se exhibió una muestra de fotos de Sara Facio, amiga personal del autor de Rayuela, que incluyó 15 imágenes tan inéditas como memorables. Otra actividad destacada fue el mural que el dibujante Miguel Rep pintó en vivo, componiendo una línea de tiempo de la vida y la obra de Cortázar.

En el mes de Cortázar, nacido un 26 de agosto, 40 académicos y escritores del país y del exterior, se ocupan de repensar su legado literario en las jornadas internacionales "Lecturas y relecturas de Julio Cortázar". Con entrada libre y gratuita, se realizan 12 mesas de debate del 25 al 27 de agosto en la Biblioteca Nacional. El sociólogo Héctor Schmucler; el antropólogo Néstor García Canclini; el director de la Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar; el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González; los escritores Oliverio Coelho, Carlos Gamerro y Martín Kohan; el editor de las Cartas de Cortázar, el español Carles Alvarez Garriga; y los locales Daniel Link, Marcela Croce, Sylvia Saitta, Jorge Panesi y Américo Cristófalo, son sólo algunos de los expositores convocados a reflexionar sobre el rol del intelectual en la actualidad, analizar la obra cortazariana en sus múltiples aspectos, y trazar sus vínculos con temas como el cine, el jazz, el boxeo, la práctica de la traducción y la narrativa de hoy.

Además, en Buenos Aires, varias muestras retratan aspectos poco transitados de la vida del escritor. En el Museo Nacional de Bellas Artes se exhibe, por un lado, su colección personal, integrada por material fotográfico, documentación en papel y películas filmadas en super 8, que llega por primera vez al país y se presenta desde fines de agosto, hasta mediados de noviembre. Mientras que el segundo piso alberga la muestra “Los fotógrafos: ventanas a Julio Cortázar”.

Con curaduría de Juan Sasturain, la muestra “RompeCortázar. Relatos para armar” se compone de ocho historietas inspiradas en cuentos del escritor, que puede recorrerse en el Palais de Glace, del 26 de agosto al 21 de septiembre. Los textos elegidos son "La noche boca arriba", con guión y dibujo de Salvador Sanz; "Carta a una señorita en París", con guión de Diego Agrimbau y dibujo de Lucas Varela; "Reunión", por Enrique Breccia; "La señorita Cora", con guión de Lautaro Ortiz y dibujo de El Tomi; "La autopista al Sur", con guión Pablo de Santis y dibujo de Ignacio Minaverry; "La noche boca arriba", con guión de Carlos Sampayo y dibujo de Carlos Nine; "Ómnibus", con guión de Esteban Podetti y dibujo de Diego Parés; y "Axolotl", con guión de Jorge Zentner y dibujo de Pablo Túnica.

Además, habrá salas de lectura para adultos y para niños, con material impreso, audiovisual e interactivo, y se exhibirá un mural sobre la biografía de Cortázar realizado por Miguel Rep.

En tanto, en el Museo del Libro y de la Lengua, hasta el 31 de octubre, puede recorrerse "Rayuela. Una muestra para armar", una propuesta interactiva y lúdica -aspecto insoslayable en la obra de Cortázar- sobre una de las obras clave de las letras latinoamericana, que marcó un punto de inflexión en la literatura en español. La exposición acerca al visitante distintos circuitos: el que le dicte la habitual distribución del espacio, el que indica el tablero con las estaciones numeradas, o el que le sugiera la curiosidad. Y, como complemento, "El otro cielo", una exhibición bibliográfica que reúne las primeras ediciones de Cortázar.

En la Casa Nacional del Bicentenario, puede visitarse, del 20 de agosto al 28 de septiembre, Julio Cortázar 1914 - 2014, un recorrido por la vida del escritor y su producción literaria, a través de una selección de fotografías realizadas por Sara Facio, Manja Offerhaus, Alicia D'Amico y Dani Yako, fragmentos de algunos de sus textos, su voz y los datos más relevantes de su trayectoria. Previamente, esta muestra coproducida por Tecnópolis y el Ministerio de Cultura de la Nación, fue presentada en el Encuentro Federal de la Palabra, en abril de 2014.

Por último,del 16 al 30 de agosto la Televisión Pública propone actividades con entrada libre y gratuita. Los sábados 16, 23 y 30 a las 18, se realiza el ciclo “El perseguidor: Cortázar y el jazz” en el Estudio 1 del canal (Figueroa Alcorta 2977). El primer sábado se presenta Néstor Astarita Jazz Trío; el 23 es el turno de la Antigua Jazz Band; y el cierre del ciclo estará a cargo de Jorge López Ruiz Cuarteto.

El programa “Filmoteca, temas de cine”, con Fernando Martín Peña, que se emite de lunes a jueves a la medianoche por la Televisión Pública, presenta del 25 al 28 de agosto los films : Blow up (1966) de Michelangelo Antonioni (versión libre de “Las babas del diablo”, uno de los cuentos que Cortázar incluyó en Las armas secretas); El perseguidor (1962) de Osías Wilenski (escrito a partir del cuento homónimo de Julio Cortázar); Circe (1963) de Manuel Antín (basado en el cuento del mismo nombre (que integra la colección de relatos Bestiario); y L´ingorgo (1978) de Luigi Comencini (producción italiana basada en el cuento de Julio Cortázar “La autopista del sur”, incluida en Todos los fuegos el fuego).

Además, se exhiben fotografías estenopeicas realizadas por el colectivo Atalalata a partir de la obra cortazariana. “Una reiteración visible de su alma: Ilustración estenopeica para Julio”, es el nombre de la muestra que consta de 25 fotos que ilustran el cuento “Carta a una Señorita en París”.

De este modo, el Estado argentino rinde tributo a uno de los escritores más destacados del siglo XX, a cien años de su nacimiento y a cincuenta de la publicación de una de las obras fundamentales de la literatura universal.

viernes, 22 de agosto de 2014

10 películas basadas en cuentos de Cortázar

 

http://www.telam.com.ar/notas/201408/75289-10-peliculas-basadas-en-cuentos-de-cortazar.html

CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

10 películas basadas en cuentos de Cortázar

El 26 de agosto de 2014 se cumplen cien años del nacimiento de uno de los escritores clave de la literatura argentina -y por qué no mundial-, dueño de una imaginación única que supo ser plasmada en sus cuentos y novelas, varios de los cuales han inspirado a directores de cine de distintas latitudes. Aquí, una selección de aquellas películas que recrean, o reinventan, el mundo cortazariano en imágenes.

1

La cifra impar

Manuel Antín / 1962 / Argentina. Ópera del director argentino referente de la generación del 60, que dedicó tres de sus primeras cuatro películas a la obra de Cortázar. La cifra impar es una adaptación del cuento “Cartas de mamá”, incluido en Las armas secretas publicado en 1959. La historia transcurre entre la capital francesa y la argentina. En París, la pareja de Luis (Lautaro Murúa) y Laura (María Rosa Gallo) convive con el perturbador recuerdo de Nico, fallecido hermano de Luis y que tiempo atrás fuera pareja de Laura. Desde Buenos Aires llegan con frecuencia las cartas de la anciana madre de Luis (Milagros de la Vega), hasta que en una de ellas menciona a Nico y su deseo de viajar a París. Al cuento original, el guión de Manuel Antín y Antonio Ripoll incorpora una profunda lectura psicológica de los personajes que en su evolución roza lo fantástico, impulsada por la culpa ante el desafortunado destino de Nico, y una saludable variedad de recursos cinematográficos. Gran parte de la película fue rodada en el barrio latino de París, ciudad en la que vivió Cortázar. Pero el primer contacto entre el autor y la película se dio poco después en Buenos Aires durante una proyección previa al estreno. Suele considerarse a La cifra impar como la mejor de las adaptaciones cinematográficas de la obra de Cortázar, aunque su prestigio se consolidó con posterioridad. Al rechazo de la crítica de la época, que tildaba a la película de “afrancesada” y carente de argentinidad, la respuesta más positiva vino del propio Cortázar, quien colaboró con Antín en las siguientes películas. Ver ficha.

Fragmento de la película.

2

Circe

Manuel Antín / 1964 / Argentina. En 1951 Julio Cortázar publicó Bestiario, libro de cuentos al cual pertenece “Circe”, relato que rescata a la hechicera homérica que por única vez se enamora de Odiseo. Escritor y director dieron forma al guion a partir del intercambio de cartas y de cintas, previo encuentro en el Festival de Cannes. Parte importante de esta correspondencia fue publicada recientemente en el Tomo I de Cartas Cortázar por Editorial Alfaguara. Así como en el cuento, en la película el personaje de Circe se llama Delia (Graciela Borges). Se trata de una joven que carga con el peso de haber visto morir a sus dos novios, uno por un síncope y otro por un suicidio. Ahora ha aparecido un tercero (Alberto Argibay), quien intenta desentrañar las misteriosas conductas de Delia y liberarla de su predestinación. Aquí es donde aparecen las propuestas visuales propias de una adaptación cinematográfica: las costumbres que el personaje practica en el cuento son reemplazadas por elementos que forman parte de la puesta, como rejas, espejos y persianas, objetos que simbolizan el encierro interior de Delia. Al igual que en La cifra impar, la muerte de los amores pasados marca el pulso de los actos del presente y nuevamente es el perfil psicológico del personaje el motor de la película. Ver ficha.

Fragmento de la película.

3

El perseguidor

Osias Wilenski / 1965 / Argentina. Para la misma época en que Antín realizaba sus películas, otro director argentino, Osias Wilenski, realizaba su ópera prima El perseguidor, versión del cuento inspirado en el saxofonista Charlie Parker y que forma parte de Las armas secretas (1959). Narra el proceso autodestructivo de un músico de jazz llamado Johnny, entregado a las drogas, el alcohol y al destrozo de sus relaciones afectivas. El personaje principal fue interpretado por Sergio Renán. El perseguidor tiene sus defectos: es una película raramente elogiada y cuya persistencia se debe más que nada al cuento de Cortázar. El guión se entorpece por la inserción de frases contundentes (manchones de la pluma del guionista Ulises Petit de Murat, sobreviviente del cine gauchesco argentino). Entre sus virtudes está la creación de ambientes sombríos, desgastados, escenarios que bien pueden hallarse en una ciudad como Buenos Aires y es por eso que, con algo de distancia, este filme vale como un buen ejemplo de las búsquedas estéticas del cine argentino de los 60. Poco después de su estreno, la película fue secuestrada por la justicia debido al reclamo del padre Zulma Faiad, quien había hecho un desnudo siendo menor de edad. Pero lo más sobresaliente tiene que ver con la banda sonora. Al momento de dar su opinión, Cortázar solamente se mostró satisfecho con la música compuesta por Rubén Barbieri y ejecutada por Leandro “El gato” Barbieri. El asunto es que también hubo un prolongado conflicto con el pago de los derechos de autor por lo que Cortázar nunca simpatizó con la película de Wilenski. Ver ficha.

Fragmento de la película.

4

Intimidad de los parques

Manuel Antín /1965/ Argentina-Perú. Julio Cortázar no estaba muy convencido de realizar la que fue finalmente la última película de Antín en torno a su obra. Se trata de una adaptación en simultáneo de “El ídolo de las Cícladas" y "Continuidad de los parques", cuentos que formaban parte de Final de juego (1956). Fue rodada en Lima, Cuzco y las ruinas del Machu Pichu. Uno de los aspectos que no agradaban a Cortázar era el escenario elegido, en vista de que sus cuentos hacían referencia a la Antigua Grecia. En palabras de Antín: “Contra la voluntad de Cortázar adapté el mármol a la piedra. Me pareció que Machu Pichu era la Grecia de Latinoamérica”. La historia plantea un triángulo amoroso entre Teresa (Dora Baret), su marido Hector (Paco Rabal) y su ex amante Mario (Ricardo Blume), con quien la mujer había conocido las ruinas de Machu Pichu durante un viaje de estudios, experiencia que desembocó en el hallazgo de una estatuilla que influyó en las conductas de Mario. Los roles entre los personajes quedarán establecidos: Mario representa lo espiritual, mientras que el aspecto más terrenal corresponde Héctor y Teresa es el nexo entre estos dos mundos. Antín siempre reconoció que el hermetismo de su propuesta alejó a Intimidad de los parques del público. Fue, de hecho, la menos vista de sus tres películas sobre Cortázar. Ver ficha.

Fragmento de la película.

5

Blow up

Michelangelo Antonioni / 1966 / Italia-Gran Bretaña. La más conocida de las adaptaciones. El director italiano ya gozaba de una alta reputación en el panorama cinematográfico europeo y Blow Upfue su primera experiencia fuera de su país, rodada pocos años después de la publicación de Rayuela. Se trata de una adaptación de “Las babas del diablo”, correspondiente al libro Las armas secretas. Es la historia la de un fotógrafo de modas (David Hemmings) que al ampliar unas fotos descubre las pistas de un asesinato y se obsesiona con el hecho, a tal punto de aislarse de su vida cotidiana en su afán de develar el misterio. Este hallazgo en blanco y negro se contrapone a un mundo colorido, las modas juveniles y una cultura pop de los sesenta, si se quiere superficial, pero real al fin. Es la búsqueda de una realidad que trascienda lo que se ve a primera vista lo que vincula directamente a Blow Up con el cuento, aunque Cortázar aclaró que nunca encontró en ella una conexión precisa. Una colorida anécdota contada por Cortázar da cuenta de ello: “Italo Calvino, que es amigo mío, le escribió una vez un libro a Antonioni. Cuando llegó el momento de filmarlo, Italo descubrió que lo único suyo que había quedado era el tucán. Después supo por Mónica Vitti que le gustaba mucho la idea del tucán." Ver ficha.

Ver trailer.

 

6

Weekend

Jean-Luc Godard / 1967 / Francia. No se trata propiamente de una adaptación sino de una cita, aunque bastante extensa y con cierto peso dentro de la historia. Aunque no exista constancia de intercambio alguno entre Cortázar y Godard, se da por sentado que el cuento al que hace alusión el inicio de la película  es “La autopista del Sur”, publicado un año antes, relato que tendrá una adaptación más literal algunos años después con Il grande atasco de Luigi Comencini (ver puesto 7). Todo arranca con un idílico paseo al campo de un grupo de burgueses que prontamente se transforma en una sucesión de situaciones desagradables, empezando por un descomunal embotellamiento en la ruta provocado por un accidente fatal. Es esta famosa escena realizada mediante un extenso travelling la que hace referencia a “La autopista del sur”. Claro que en su desarrollo el cuento de Cortázar ofrece mucho más, a medida que el embotellamiento se prolongue y surja una miniatura de la sociedad moderna. Algo de esto se insinúa en Weekend, porque entre bocinazos e insultos, algunos ya han empezado a entretenerse al borde de la carretera. Ver ficha

Escena de la película.

7

El gran embotellamiento

Luigi Comencini / 1979 / Italia. Es la adaptación casi literal de “La autopista del sur”, el mismo que fuera abordado de manera parcial por Godard (ver posición 6). En ninguno de los dos casos aparece Cortázar acreditado en los títulos de presentación. Se trató de una película orientada claramente al público europeo en general, un tipo de producción muy frecuente en los 60 y 70 que intentaba contrarrestar el dominio del cine angloparlante. De allí que el reparto incluyera a figuras de varios países, empezando por los italianos Alberto Sordi, Marcello Mastroianni y Ugo Tognazzi, los españoles Fernando Rey, Angela Molina y José Sacristán y los franceses Gerard Depardieu y Annie Girardot. La cantidad de nombres con que se presentó la película (L ́Ingorgo, Una historia impossible, Il grande atasco), aún en la misma Italia, responde a esa premisa. La historia da cuenta de un gigantesco embotellamiento en la ruta que conduce a Roma. La prolongación del mismo irá sometiendo a los personajes a diversas situaciones hasta resquebrajar los pilares de la conducta humana. Habrá una pareja que se separa, un hombre que muere por falta de asistencia médica y una violación, secuencia particularmente desagradable debido a la indiferencia de los demás personajes y que es la única que se aparta del tono de comedia que presenta la película. La gran diferencia con el cuento original está en la elección del foco de atención. Mientras Cortázar se centra en las acciones, la película lo hará en los personajes. Cabe recordar, además, que en el cuento las personas son identificadas por el modelo de sus automóviles. Ver ficha.

Escena de la película.

8

Jogo subterrâneo

Roberto Gervitz /2005 / Brasil. El cuento “Manuscrito encontrado en un bolsillo” forma parte del libro Octaedro (1974). En primera persona, cuenta la historia de un hombre que practica un juego que consiste en establecer una ruta dentro de la red del metro de París. Si durante el trayecto encuentra una mujer que coincide con este trazado, él se otorga el derecho de abordarla. La cinta brasileña toma esta idea como punto de partida, y la aprovecha para redondear una buena ficción acerca de la soledad en las grandes ciudades. La red de subterráneos parisina es reemplazada por el menos glamoroso metro de San Pablo. Dato no menor, se trata de una ciudad realmente multitudinaria y, a diferencia del cuento de original, gran parte de la película se desarrollará sobre la superficie. El personaje principal es un pianista, Martín, cuyas probabilidades de éxito en el juego son remotas: o la ruta elegida por la mujer no coincide o es rechazado por temor. Aún así, Martín tendrá sus oportunidades, primero la madre de una niña autista y luego una escritora ciega. Finalmente una mujer despierta su interés y él la seguirá transgrediendo las reglas del juego. La elegida resulta ser una prostituta que intenta escapar de sus explotadores. A esta altura, poco y nada queda del cuento de Cortázar a excepción del nombre de unos de sus personajes: Ana. Ver ficha.

Primeras escenas.

9

Mentiras piadosas

Diego Sabanés / 2008 / Argentina. Entre las adaptaciones más recientes, sobresale esta película realizada por el debutante Diego Sabanés con un magnífico elenco en el que figuran muchos nombres más conocidos por su labor teatral, como Marilú Marini, Claudio Tolcachir y Rubén Szuchmacher. Se trata de una adaptación del cuento“La salud de los enfermos”, en la que también se reconocen varios elementos de otros textos de Cortázar pertenecientes al libro Todos los fuegos el fuego (1966). La historia transcurre en la intimidad de una familia burguesa. Pablo ha partido a París para probar suerte como músico. Pasa el tiempo y no hay noticias de él, lo cual comienza a preocupar a su madre. Temiendo por su salud, sus otros dos hijos escriben falsas cartas y envían regalos. El plan involucra a otros miembros de la familia y a la novia de Pablo, que es instada por Mamá a apresurar los preparativos de la boda para forzar el regreso de su novio. El montaje de una gran mentira tiene sus costos, pronto aparecerán las deudas y el desmantelamiento de los bienes familiares. Y lo más importante, o lo más cortazariano, es que todos los involucrados irán perfeccionando sus roles hasta acomodarse a esta construcción ficticia.Mentiras piadosas es una película recomendable en todo sentido. Ofrece una audaz apropiación de la literatura de Cortázar, un guion depurado en base a inteligencia y creatividad, todas las interpretaciones son de alto nivel y la ambientación que supera por mucho a otras películas más costosas del cine argentino. Debe considerarse que la historia está situada en los años 50 y que se trató de una producción de bajo presupuesto. Ver ficha

Trailer.

10

Diario para un cuento

Jana Bokova / 2008 / Argentina-España. En 1983 Julio Cortázar publicó su último libro, Deshoras, del que forma parte "Diario para un cuento". Es un complejo relato en el que el autor recupera vivencias algo dispersas de los primeros años 50, época en la que siendo muy joven vivía en Buenos Aires, con el recuerdo de un amor postergado en un primer plano. Quien haya leído este cuento difícilmente pueda imaginar una adaptación cinematográfica. Pero se hizo y muy bien. El derrotero de la directora checa Jana Bokova merece ser citado. Durante la Primavera de Praga (1968) dejó su país, vivió y se formó en Londres y París y a mediados de los ochenta llegó a la Argentina para realizar una serie de excelentes documentales para la BBC de Londres sobre el tango y el folclore argentino. Su primer largometraje en nuestro país fue acaso el único en tener a Cortázar como personaje principal, aunque éste se presente con el nombre de Elías, interpretado por Germán Palacios. Las señas particulares y los gustos de Cortázar son inconfundibles, algunos tomados textualmente del cuento y otros directamente del mundo cortazariano. Así aparece su pasión por el jazz, por Carlos Gardel, por los poetas ingleses, su admiración por Bioy, la época en la que trabajaba como traductor y el futuro escritor que observa a un chico jugando a la rayuela y que finalmente marcha a París. Elías/Julio Cortázar pasa buena parte de sus horas en un burdel. Allí conoce a varios personajes, entre ellas a las prostitutas que le piden la traducción de las cartas de sus novios extranjeros. Con una de ellas tendrá un romance, la Anabel del cuento original. También habrá un romance con una mujer burguesa y un asesinato que lo salpicará hasta que decida dejar la Argentina, justo al momento de la muerte de Eva Perón. Puede ser que la película esté muy al borde del estereotipo porteño (puerto, prostitutas, salones, tango en demasía, Eva Perón), pero seguramente la directora checa siente que ella tiene algo en común con el Cortázar de aquellos años, y es la sensibilidad del recién llegado. En el tema de las adaptaciones, lo mínimo que se le puede pedir a un cineasta es que se apropie de la obra original, que la incorpore a su universo. Y para reforzar esta idea, el joven Julio es tratado por muchos lugareños como "un extranjero". Y en gran parte lo era. Ver ficha

Trailer.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Samanta Schweblin–Bio

Samanta Schweblin
Samanta Schweblin
nació en Buenos Aires, en 1978, donde estudió cine y televisión. Su primer libro de cuentos “El núcleo del disturbio” del 2002, obtuvo los premios del Fondo Nacional de las Artes y el Concurso Haroldo Conti. Su segundo libro, “Pájaros en la boca” del 2009, obtuvo el premio Casa de las Américas, ha sido traducido a trece idiomas y publicado en veintidos países. Becada por distintas instituciones vivió temporalmente en Oaxaca (México), Umbria y Toscana (Italia) y Berlín (Alemania), donde reside actualmente. Fue recientemente seleccionada por la prestigiosa revista GRANTA como una de los “mejores jóvenes narradores en Español” y acaba de obtener la última edición del premio Juan Rulfo de Francia.
 

Perdiendo velocidad - Samanta Schweblin

[De: http://www.samantaschweblin.com.ar/]

del libro Pájaros en la boca

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
     —¿Qué pasa? —le pregunté.
     Tardó en sacar la vista de los huevos.
     —Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
     Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
     —No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
     —¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
     Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
     Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
     —Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
     Miró los huevos.
     —Creo que me estoy por morir.
     Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
     —Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
     Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.

     Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
     —¿Café? —pregunto.
     —¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

En la estepa - Samanta Schweblin

[De: http://www.samantaschweblin.com.ar/]

del libro Pájaros en la boca

No es fácil la vida en la estepa, cualquier sitio se encuentra a horas de distancia, y no hay otra cosa más para ver que esta gran mata de arbustos secos. Nuestra casa está a varios kilómetros del pueblo, pero está bien: es cómoda y tiene todo lo que necesitamos. Pol va al pueblo tres veces por semana, envía a las revistas de agro sus notas sobre insectos e insecticidas y hace las compras siguiendo las listas que preparo. En esas horas en las que él no está, llevo adelante una serie de actividades que prefiero hacer sola. Creo que a Pol no le gustaría saber sobre eso, pero cuando uno está desesperado, cuando se ha llegado al límite, como nosotros, entonces las soluciones más simples, como las velas, los inciensos y cualquier consejo de revista parecen opciones razonables. Como hay muchas recetas para la fertilidad, y no todas parecen confiables, yo apuesto a las más verosímiles y sigo rigurosamente sus métodos. Anoto en el cuaderno cualquier detalle pertinente, pequeños cambios en Pol o en mí.
          Oscurece tarde en la estepa, lo que no nos deja demasiado tiempo. Hay que tener todo preparado: las linternas, las redes. Pol limpia las cosas mientras espera a que se haga la hora. Eso de sacarles el polvo para ensuciarlas un segundo después le da cierta ritualidad al asunto, como si antes de empezar uno ya estuviera pensando en la forma de hacerlo cada vez mejor, revisando atentamente los últimos días para encontrar cualquier detalle que pueda corregirse, que nos lleve a ellos, a uno al menos: el nuestro.
          Cuando estamos listos Pol me pasa la campera y la bufanda, yo lo ayudo a ponerse los guantes y cada uno se cuelga su mochila al hombro. Salimos por la puerta trasera y caminamos campo adentro. La noche es fría, pero el viento se calma. Pol va adelante, ilumina el suelo con la linterna. Más adentro el campo se hunde un poco en largas lomas; avanzamos hacia ellas. En esa zona los arbustos son pequeños, apenas alcanzan a ocultar nuestros cuerpos y Pol cree que esa es una de las razones por las que el plan fracasa noche a noche. Pero insistimos porque ya van varias veces que nos pareció ver algunos, al amanecer, cuando ya estamos cansados. Para esas horas yo casi siempre me escondo detrás de algún arbusto, aferrada a mi red, y cabeceo y sueño con cosas que me parecen fértiles. Pol en cambio se convierte en una especie de animal de caza. Lo veo alejarse, agazapado entre las plantas, y puede permanecer de cuclillas, inmóvil, durante mucho tiempo.
Siempre me pregunté cómo serán realmente. Conversamos sobre esto varias veces. Creo que son iguales a los de la ciudad, sólo que quizá más rústicos, más salvajes. Para Pol, en cambio, son definitivamente diferentes, y aunque está tan entusiasmado como yo, y no pasa una noche en la que ni el frío ni el cansancio lo persuadan de dejar la búsqueda para el día siguiente, cuando estamos entre los arbustos, él se mueve con cierto recelo, como si de un momento a otro algún animal salvaje pudiera atacarlo.

          Ahora estoy sola, mirando la ruta desde la cocina. Esta mañana, como siempre, nos levantamos tarde y almorzamos. Después Pol fue al pueblo con la lista de las compras y los artículos para la revista. Pero es tarde, hace tiempo que debió haber regresado, y todavía no aparece. Entonces veo la camioneta. Ya llegando a la casa me hace señas por la ventanilla para que salga. Lo ayudo con las cosas, él me saluda y dice:
          —No lo vas a creer.
          —¿Qué?
          Sonríe y me indica que entremos. Cargamos las bolsas pero no las llevamos hasta la cocina, no una vez que algo sucede, que al fin hay algo para contar.           Dejamos todo a la entrada y nos sentamos en los sillones.
          —Bueno —dice Pol; se frota las manos—, conocí a una pareja, son geniales.
          —¿Dónde?
          Pregunto sólo para que siga hablando y entonces dice algo maravilloso, algo que nunca se me hubiera ocurrido y sin embargo entiendo que lo cambiará todo.
          —Vinieron por lo mismo —dice. Le brillan los ojos y sabe que estoy desesperada por que continúe—, y tienen uno, desde hará un mes atrás.
          —¿Tienen uno? ¡Tienen uno!, no lo puedo creer…
          Pol no deja de asentir y frotarse las manos.
          —Estamos invitados a cenar. Hoy mismo.
          Me alegra verlo feliz y yo también estoy tan feliz que es como si nosotros también lo hubiéramos logrado. Nos abrazamos y nos besamos, y enseguida empezamos a prepararnos.
          Cocino un postre y Pol elige un vino y sus mejores puros. Mientras nos bañamos y nos vestimos me cuenta todo lo que sabe. Arnol y Nabel viven a unos veinte kilómetros de acá, en una casa muy parecida a la nuestra. Pol la vio porque regresaron juntos, en caravana, hasta que Arnol tocó la bocina para avisar que doblaban y entonces vio que Nabel le señalaba la casa. Son geniales, dice Pol a cada rato y yo siento cierta envidia de que ya sepa tanto sobre ellos.
          —¿Y cómo es? ¿Lo viste?
          —Lo dejan en la casa.
          —¿Cómo que lo dejan en la casa? ¿Sólo?
          Pol levanta los hombros. Me extraña que el asunto no le llame la atención, pero le pido más detalles mientras sigo adelante con los preparativos.
          Cerramos la casa como si no fuéramos a volver durante un tiempo. Nos abrigamos y salimos. Durante el viaje llevo el pastel de manzana sobre la falda, cuidando que no se incline, y pienso en las cosas que voy a decir, en todo lo que quiero preguntarle a Nabel. Puede que cuando Pol invite a Arnol con un puro nos dejen solas. Entonces quizá pueda hablar con ella sobre cosas más privadas, quizá Nabel también haya usado velas y soñado con cosas fértiles a cada rato y ahora que lo consiguieron puedan decirnos exactamente qué hacer.
          Al llegar tocamos bocina y enseguida salen a recibirnos. Arnol es un tipo grandote y lleva jeans y una camisa roja a cuadros; saluda a Pol con un fuerte abrazo, como un viejo amigo al que no ve hace tiempo. Nabel se asoma tras Arnol y me sonríe. Creo que vamos a llevarnos bien. También es grandota, a la medida de Arnol aunque delgada, y viste casi como él; me incomoda haber venido tan bien vestida. Por dentro la casa parece una vieja hostería de montaña. Paredes y techo de madera, una gran chimenea en el living y pieles sobre el piso y los sillones. Está bien iluminada y calefaccionada. Realmente no es el modo en que decoraría mi casa, pero pienso en que se está bien y le devuelvo a Nabel su sonrisa. Hay un exquisito olor a salsa y carne asada. Parece que Arnol es el cocinero, se mueve por la cocina acomodando algunas fuentes sucias y le dice a Nabel que nos invite al living. Nos sentamos en el sillón. Ella sirve vino, trae una bandeja con una picada y enseguida Arnol se suma. Yo quiero preguntar cosas, ya mismo: cómo lo agarraron, cómo es, cómo se llama, si come bien, si ya lo vio un médico, si es tan bonito como los de la ciudad. Pero la conversación se alarga en puntos tontos. Arnol consulta a Pol sobre los insecticidas, Pol se interesa en los negocios de Arnol, después hablan de las camionetas, los sitios donde hacen las compras, descubren que discutieron con el mismo hombre, uno que atiende en la estación de servicio, y coinciden en que es un pésimo tipo. Entonces Arnol se disculpa porque debe revisar la comida, Pol se ofrece a ayudarlo y se alejan. Me acomodo en el sillón frente a Nabel. Sé que debo decir algo amable antes de preguntar lo que quiero. La felicito por la casa, y enseguida pregunto:
          —¿Es lindo?
          Ella se sonroja y sonríe. Me mira como avergonzada y yo siento un nudo en el estómago y me muero de la felicidad y pienso “lo tienen”, “lo tienen y es hermoso”.
          —Quiero verlo —digo. “Quiero verlo ya”, pienso, y me incorporo. Miro hacia el pasillo esperando a que Nabel diga “por acá”, al fin voy a poder verlo, alzarlo.
          Entonces Arnol regresa con la comida y nos invita a la mesa.
          —¿Es que duerme todo el día? —pregunto y me río, como si fuera un chiste.
          —Ana está ansiosa por conocerlo —dice Pol, y me acaricia el pelo.
          Arnol se ríe, pero en vez de contestar ubica la fuente en la mesa y pregunta a quién le gusta la carne roja y a quién más cocida, y enseguida estamos comiendo otra vez. En la cena Nabel es más comunicativa. Mientras ellos conversan nosotras descubrimos que tenemos vidas similares. Nabel me pide consejos sobre las plantas y entonces yo me animo y hablo sobre las recetas para la fertilidad. Lo traigo a cuenta como algo gracioso, una ocurrencia, pero Nabel enseguida se interesa y descubro que ella también las practicó.
          —¿Y las salidas? ¿Las cacerías nocturnas? —digo riéndome— ¿Los guantes, las mochilas?— Nabel se queda un segundo en silencio, sorprendida, y después se echa a reír conmigo.
          —¡Y las linternas! —dice ella y se agarra la panza— ¡esas malditas pilas que no duran nada!
          Y yo, casi llorando:
          —¡Y las redes! ¡La red de Pol!
          —¡Y la de Arnol! —dice ella— ¡No puedo explicarte!
          Entonces ellos dejan de hablar: Arnol mira a Nabel, parece sorprendido. Ella no se ha dado cuenta todavía: se dobla en un ataque de risa, golpea la mesa dos veces con la palma de la mano; parece que trata de decir algo más, pero apenas puede respirar. La miro divertida, lo miro a Pol, quiero comprobar que también la está pasando bien, y entonces Nabel toma aire y llorando de risa dice:
          —Y la escopeta —vuelve a golpear la mesa— ¡por Dios, Arnol! ¡Si sólo dejaras de disparar! Lo hubiéramos encontrado mucho más rápido…
          Arnol mira a Nabel como si quisiera matarla y al fin larga una risa exagerada. Vuelvo a mirar a Pol, que ya no se ríe. Arnol levanta los hombros resignado, buscando en Pol una mirada de complicidad. Después hace el gesto de apuntar con una escopeta y dispara. Nabel lo imita. Lo hacen una vez más apuntándose uno al otro, ya un poco más calmados, hasta que dejan de reír.
          —Ay… Por favor… —dice Arnol y acerca la fuente para ofrecer más carne—, por fin gente con quien compartir toda esta cosa… ¿Alguien quiere más?
          —Bueno, ¿y dónde está? Queremos verlo —dice al fin Pol.
          —Ya van a verlo —dice Arnol.
          —Duerme muchísimo —dice Nabel.
          —Todo el día.
          —¡Entonces lo vemos dormido! —dice Pol.
          —Ah, no, no —dice Arnol—, primero el postre que cocinó Ana, después un buen café, y acá mi Nabel preparó algunos juegos de mesa. ¿Te gustan los juegos de estrategia, Pol?
          —Pero nos encantaría verlo dormido.
          —No —dice Arnol—. Digo, no tiene ningún sentido verlo así. Para eso pueden verlo cualquier otro día.
          Pol me mira un segundo, después dice:
          —Bueno, el postre entonces.
          Ayudo a Nabel a levantar las cosas. Saco el pastel que Arnol había acomodado en la heladera, lo llevo a la mesa y lo preparo para servir. Mientras, en la cocina, Nabel se ocupa del café.
          —¿El baño? —dice Pol.
          —Ah, el baño… —dice Arnol y mira hacia la cocina, quizá buscando a Nabel—, es que no funciona bien y…
          Pol hace un gesto para restarle importancia al asunto.
          —¿Dónde está?
          Quizá sin quererlo, Arnol mira hacia el pasillo. Entonces Pol se levanta y empieza a caminar, Arnol también se levanta.
          —Te acompaño.
          —Está bien, no hace falta —dice Pol ya entrando al pasillo.
          Arnol lo sigue algunos pasos.
          —A tu derecha —dice—, el baño es el de la derecha.
          Sigo a Pol con la mirada hasta que finalmente entra al baño. Arnol se queda unos segundos de espaldas a mí, mira hacia el pasillo.
          —Arnol —digo, es la primera vez que lo llamo por su nombre— ¿te sirvo?
          —Claro —dice él— me mira y se da vuelta otra vez hacia el pasillo.
          —Servido —digo, y empujo el primer plato hasta su sitio— no te preocupes, va a tardar.
          Sonrío para él, pero no responde. Regresa a la mesa. Se sienta en su lugar, de espaldas al pasillo. Parece incómodo, pero al fin corta con el tenedor una porción enorme de su postre y se la lleva a la boca. Lo miro sorprendida y sigo sirviendo. Desde la cocina Nabel pregunta cómo nos gusta el café. Estoy por contestar, pero veo a Pol salir silenciosamente del baño y cruzarse a la otra habitación. Arnol me mira esperando una respuesta. Digo que nos encanta el café, que nos gusta de cualquier forma. La luz del cuarto se enciende y escucho un ruido sordo, como algo pesado sobre una alfombra. Arnol va a volverse hacia el pasillo así que lo llamo:
          —Arnol —me mira, pero empieza a incorporarse.
          Escucho otro ruido, enseguida Pol grita y algo cae al piso, una silla quizá; un mueble pesado que se mueve y después cosas que se rompen. Arnol corre hacia el pasillo y toma el rifle que está colgado en la pared. Me levanto para correr tras él, Pol sale del cuarto de espaldas, sin dejar de mirar hacia adentro. Arnol va directo hacia él pero Pol reacciona, lo golpea para quitarle el rifle, lo empuja hacia un lado y corre hacia mí. No alcanzo a entender qué pasa, pero dejo que me tome del brazo y salimos. Escucho tras nosotros la puerta ir cerrándose lentamente y después el golpe que vuelve a abrirla. Dentro Nabel grita. Pol sube a la camioneta y la enciende, yo subo por mi lado. Salimos marcha atrás y por unos segundos las luces iluminan a Arnol que corre hacia nosotros.
          Ya en la ruta andamos un rato en silencio, tratando de calmarnos. Pol tiene la camisa rota, casi perdió por completo la manga derecha y en el brazo le sangran algunos rasguños profundos. Pronto nos acercamos a nuestra casa a toda velocidad y a toda velocidad nos alejamos. Lo miro para detenerlo pero él respira agitado; las manos tensas aferradas al volante. Examina hacia los lados el campo negro, y hacia atrás por el espejo retrovisor. Deberíamos bajar la velocidad. Podríamos matarnos si un animal llegara a cruzarse. Entonces pienso que también podría cruzarse uno de ellos: el nuestro. Pero Pol acelera aún más, como si desde el terror de sus ojos perdidos, contara con esa posibilidad.

Mujeres desesperadas - Samanta Schweblin

[De: http://www.samantaschweblin.com.ar/]

del libro El núcleo del disturbio

Parada en el medio de la ruta Felicidad ha creído ver, en el horizonte, el débil reflejo de las luces traseras del auto. Ahora, en la oscuridad cerrada del campo, sólo se distinguen la luna y su vestido de novia. Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no tendría que haber tardado tanto. Desprende del tul algunos granos de arroz. Apenas puede adivinar el paisaje: el campo, la ruta y el baño.
       Quiere llorar, pero todavía no puede. Corrige los pliegues del vestido, se mira las uñas, y contempla, cada tanto, la ruta por la que él se ha ido. Entonces algo sucede:
       -No vuelven- dice una mujer.
       Felicidad se asusta y grita. Por un segundo cree encontrarse frente a un fantasma. Intenta controlarse, pero el cuerpo no deja de temblarle. Mira a la mujer: nada parece sobresaltarla, tiene una expresión vieja y amarga, aunque conserva entre las arrugas grandes ojos claros y labios de perfectas dimensiones.
       -La ruta es una mierda- dice la mujer. Saca de su bolsillo un cigarrillo, lo enciende y se lo lleva a la boca- Una mierda. Lo peor…
       Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
       -¿Y qué? ¿Vas a esperarlo?- dice la mujer.
       Ella mira el lado de la ruta por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se anima a responder.
       -Nené- dice la mujer, y le ofrece la mano.
       Ella extiende con duda la suya y se saludan. Los movimientos de Nené son firmes y fuertes.
       -Mirá- dice Nené; se sienta junto a Felicidad- voy a hacértela corta- pisa el cigarrillo apenas empezado, enfatiza las palabras- se cansan de esperar y te dejan. Eso es todo. Parece que esperar es algo que no toleran. Entonces ellas lloran y los esperan… Y los esperan… Y sobre todo, y durante mucho tiempo: lloran, lloran y lloran todavía más.
       Aunque lo intenta, Felicidad no logra entenderla. Está triste, y cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría comprender lo que se siente tras haber sido abandonada junto a un baño de ruta, ella sólo cuenta con esa vieja hostil que antes le hablaba y ahora le grita.
       -¡Y siguen llorando y llorando durante cada minuto, cada hora de todas las malditas noches!
       Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
       -Y meta llorar y llorar… Y te digo algo: esto se acaba. Estoy cansada, agotada de escuchar a tantas estúpidas desgraciadas. Y una cosa más te digo… -se interrumpe, parece dudar, y pregunta- ¿Cómo dijiste que te llamabas?
       Ella quiere decir Felicidad, pero se traga el llanto, hipando.
       -Hola… ¿Te llamabas…?
       -Fe, li…- trata de controlarse. No lo logra, pero resuelve la frase- cidad.
       -No, no, no. Ni se te ocurra. Por lo menos aguantá algo más que las demás.
       Felicidad empieza a llorar.
       -No. No voy a seguir soportando esto. No puedo. ¡Felicidad!
       Ella fuerza una respiración ruidosa y retiene el llanto, pero enseguida la situación le es insostenible y todo vuelve a empezar.
       -No puedo creer, que él…- respira- que me haya…
       Nené se incorpora, mira a Felicidad con desprecio y se aleja furiosa, campo adentro. Ella intenta contenerse, pero al fin se descarga:
       -¿Desconsiderada!- le grita, pero después se incorpora y la alcanza- espere… No se vaya, entienda…
       Nené camina ignorándola.
       -Espere- Felicidad vuelve a llorar.
       Nené se detiene.
       -Callate- dice- ¡Callate tarada!
       Entonces Felicidad deja de llorar y Nené le señala la oscuridad del campo.
       -Callate y escuchá.
       Ella traga saliva. Se concentra en no llorar.
       -Bueno, ¿y? ¿Lo sentís?- mira hacia el campo.
       Felicidad la imita, intenta concentrarse.
       -Lloraste demasiado, ahora hay que esperar a que se te acostumbre el oído.
       Felicidad hace un esfuerzo, tuerce un poco la cabeza. Nené espera impaciente a que ella al fin comprenda.
       -Lloran…- dice Felicidad, en voz baja, casi con vergüenza.
       -Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! ¿No me vez la cara? ¿Cuándo duermo? ¡Nunca! Lo único que hago es oírlas todas las malditas noches. Y no voy a soportarlo más, ¿se entiende?
       Felicidad la mira asustada. En el campo, voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten a gritos los nombres de sus maridos.
       -¿Y a todas las dejan?
       -¡Y todas lloran!- dice Nené.
       Entonces gritan:
       -¡Psicótica!
       -¡Desgraciada, insensible!
       Y otras voces se suman:
       -¡Dejános llorar, histérica!
       Nené mira hacia todos lados. Grita al campo:
       -¿Y que hay de mí…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches? ¿Eh? ¿Qué hay?
      -¡Tomate un calmante! ¡Loca!
      Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya. Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez más violentos.
       -¡Vení, turrita!; ¡vení y da la cara!
       -Vení, dale. A ver cuanto te dura esta nueva amiguita…
       -¡Dónde estás vieja! ¡Hablá infeliz!
       -¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos desgraciada!
       Algunas voces dejan de gritar para reírse.
       Nené se deja caer y se sienta resignada.
       -¡Déjenla en paz!- dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
       -Hay… Que miedo…- dice una de las voces- así que ahora tenés compañerita…
       -Yo no soy compañerita de nadie- dice Felicidad- sólo trato de ayudar…
       -Ay… Solo trata de ayudar…
       -¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
       -¡Por qué es una morsa flaca!
       -No, la dejaron porque…- se ríen- …porque mientras ella se probaba su vestido de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…- vuelven a reírse.
       Las voces se escuchan cada vez más cerca. Es un griterío donde es difícil separar a las que lloran de las que se ríen.
       -¡Porqué no se callan, cotorras!- grita Nené.
       -¡Ya te vamos a agarrar, turra!
       Felicidad siente bajo los pies el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas. Nené comienza a retroceder hacia la ruta. Felicidad la sigue.
       -¿Cuántas son…?- pregunta.
       -Muchas- dice Nené- demasiadas.
       Pero Felicidad no puede escucharla, los insultos son tantos y están ya tan cerca que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
       -¿Qué hacemos?- insiste Felicidad.
       Entonces Nené adivina en ella los signos contenidos del llanto.
       -No se te ocurra llorar- le dice.
       Retroceden cada vez más rápido. Ya casi están sobre la ruta. A lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Felicidad piensa ahora, por última vez, en el amor. Piensa para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
       -Si para nos subimos- grita Nené.
       -¿Qué?
       Ya están cerca del baño.
       -Que si el auto para…
       El murmullo las sigue y ya parece estar sobre ellas. No alcanzan a verlas, pero saben que están ahí, a pocos metros. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, y sin acercarse demasiado, oculta aún en la oscuridad, espera a que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino aún no ha visto a las mujeres y baja apurado agarrándose la bragueta. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen exclusivamente a él. Se detiene pero ya es tarde; en sus ojos el espanto de un conejo frente a las fieras. Mientras, Nené rodea el auto para subir del lado del conductor, pero cuando intenta abrir la puerta se encuentra con que la mujer ha puesto las trabas de seguridad.
       -¡Abra, vamos! ¡Tenemos que subir!- dice Nené mientras forcejéa la puerta.
       -Si se quiere bajar dejála- dice Felicidad- por ahí ellos sí se quieren.
       Desde el interior del coche la mujer grita qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra. Nené grita y golpea desesperada los vidrios:
       -¡Abrí, nena! ¡Abrí!
       La mujer se cambia de asiento y enciende el motor. El hombre escucha el automóvil pero no se vuelve para mirar. Está absorto y parece adivinar, en la oscuridad, la masa descomunal de mujeres que corren hacia él.
       -¡Abrí, tarada!- Nené golpea los vidrios con los puños, forcejea la manija de la puerta.
       Detrás, Felicidad mira al hombre y a Nené, al hombre y a Nené. La mujer acelera nerviosa haciendo patinar las ruedas. Nené y Felicidad retroceden. Parte del auto cae a la banquina y las salpica de barro. Al fin las ruedas vuelven a morder el asfalto y el auto se aleja.
       Aunque tras ellas los gritos de las mujeres continúan, el reflejo anaranjado de las luces traseras alejándose parece sumirlas en una silenciosa tristeza. A Felicidad le hubiese gustado abrazar a Nené, apoyarse en su hombro al menos. Es entonces cuando pequeños pares de luces blancas comienzan a iluminar el horizonte.
       -¡Vuelven!- dice Felicidad.
       Pero Nené no responde. Enciende un cigarrillo y contempla en la ruta los primeros pares de luces que ya están casi sobre ellas.
       -¡Son ellos!- dice Felicidad- se arrepintieron y vuelven a buscarnos…
       -No- dice Nené, y suelta una bocanada de humo- son ellos, sí; pero vuelven por él.

Agujeros negros - Samanta Schweblin

[De: http://www.samantaschweblin.com.ar/]

del libro El núcleo del disturbio

El doctor Ottone se detiene en el pasillo y, muy despacio al principio, comienza a balancearse sobre las plantas de sus pies, con la mirada fija en alguno de los azulejos blancos y negros que cubren todos los pasillos del hospital, así que el doctor Ottone está pensando. Después toma una decisión, vuelve a entrar al consultorio, prende las luces, deja sobre el sillón sus cosas y busca, entre todo lo que hay en su escritorio, la carpeta de la señora Fritchs, así que Ottone está ocupado con algún tema y se propone encontrar una solución, una repuesta al menos, o derivar ese tema a otro doctor, por ejemplo al doctor Messina. Abre la carpeta, busca una página determinada que encuentra y lee: “...Agujeros negros ¿Me entiende? Usted está acá, por ejemplo, y de pronto está en su casa, en su cama, con el pijama ya puesto, y sabe perfectamente que no ha cerrado el consultorio, ni apagado las luces, ni recorrido lo que tenga que recorrer para llegar a su casa, es más, ni siquiera se ha despedido de mí. ¿Entonces? ¿Cómo puede ser que usted esté en su cama con el pijama puesto? Bueno, eso es un espacio vacío, un agujero negro como le digo, un tiempo cero, como lo quiera llamar, ¿qué más si no?...”
       El doctor Ottone guarda la carpeta, recoge sus cosas, apaga las luces, cierra con llave y se dirige hacia el consultorio del doctor Messina, a quien está seguro de encontrar a esa hora. Ottone efectivamente encuentra a Messina pero dormido sobre el escritorio y con una estatuilla en la mano. Lo despierta y le entrega la carpeta de la señora Fritchs. Messina, un poco dormido aún, se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué se ha despertado con una estatuilla en la mano. Con un gesto, Ottone responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone, galleta que Ottone acepta. Messina abre la carpeta.
       -Lea la página quince- dice Ottone.
       Messina busca, encuentra y lee, todo cuidadosamente, la página quince. Ottone espera atento. Cuando termina su lectura, Ottone le pide una opinión.
       -¿Y usted cree en esto, Ottone?
       -¿En agujeros negros?
       -¿De qué estamos hablando?
       Así que Ottone recuerda el vicio de Messina de responder sólo con preguntas y eso lo pone nervioso.
       -Hablamos de agujeros negros, Messina...
       -¿Y usted cree en eso, Ottone?
       -No, ¿Y usted?
       Messina abre otra vez su cajón.
       -¿Quiere otra galleta, Ottone?
       Ottone agarra la galleta que Messina le ofrece.
       -¿Cree o no cree?- Insiste Ottone.
       -¿Yo conozco a esta señora...?
       -...Fritchs, la señora Fritchs. No, no creo que la conozca, sólo vino a verme dos veces y es su primer tratamiento.
       Alguien toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone reconoce al portero y pregunta:
       -¿Qué necesita, Sánchez?
       El portero explica con sorpresa que la señora Fritchs espera al doctor Ottone en la sala de ese piso. Messina recuerda al portero que son las diez de la noche y el portero explica que la señora Fritchs se niega a irse.
       -No quiere irse, está en pijama, sentada en la sala y dice que no se va si no habla con el doctor Ottone, qué quiere que le haga yo...
       -¿Por qué  no la trajo, entonces?- pregunta Messina mientras mira la estatuilla.
       -¿La traigo acá? ¿A su consultorio? ¿O al del doctor Ottone?
       -¿Que le pregunté yo a usted?
       -Que porqué  no la traje.
       -¿No la trajo a dónde, Sánchez?
       -Acá.
       -¿Dónde es acá?
       -A su consultorio, doctor.
       -¿Entiende ahora, Sánchez?, ¿A donde tiene que traerla entonces?
       -A su consultorio, doctor.
       Sánchez se inclina levemente, saluda y se retira. Ottone mira a Messina, la mandíbula de Messina que oprime la fila de dientes superior con la inferior, así que Ottone está nervioso y aún espera una respuesta de Messina, doctor que comienza a guardar sus cosas y a acomodar papeles del escritorio. Ottone pregunta.
       -¿Se va?
       -¿Me necesita para algo?
       -Dígame al menos qué opina, qué cree que conviene hacer. ¿Por qué no la ve usted?
       Messina, ya desde la puerta del consultorio, se detiene y mira a Ottone con una leve, apenas marcada, sonrisa.
       -¿Qué diferencia hay entre la Señora Fritchs y el resto de sus pacientes?
       Ottone piensa en contestar, así que su dedo índice empieza a subir desde donde reposa hacia la altura de su cabeza, pero se arrepiente y no lo hace. Queda entonces el dedo índice de Ottone suspendido a la altura de su cintura, sin señalar ni indicar nada preciso.
       -¿A que le tiene miedo, Ottone?- pregunta Messina y se retira cerrando la puerta, dejando a Ottone solo y con su dedo índice que baja lentamente hasta quedar colgado del brazo. En ese momento entra la Señora Fritchs. La señora Fritchs lleva un pijama, celeste, con detalles y puntillas blancas en cuello, mangas, cinto y otros extremos. Ottone deduce que esta señora está en un estado nervioso considerable, y deduce esto por sus manos, que ella no deja de mover, por su mirada y por otras cosas que, aunque comprueban esos estados, Ottone considera que no necesitan ser enumeradas.
       -Señora Fritchs, usted está muy nerviosa, va a ser mejor si se calma.
       -Si usted no me soluciona este problema yo lo denuncio doctor, esto ya es un abuso.
       -Señora Fritchs, tiene que entender que usted está haciendo un tratamiento, los problemas que tenga no se van a solucionar de un día para el otro.
       La Señora Fritchs mira indignada a Ottone, rasca el brazo derecho con la mano izquierda y habla.
       -¿Me toma por estúpida? Me está diciendo que tengo que seguir dando vueltas por la ciudad en pijama, pijama en el mejor de los casos, hasta que usted decida que el tratamiento está terminado. ¿Para qué pago yo ese seguro médico, a ver?
       Ottone piensa en el doctor Messina bajando las escaleras principales del hospital y esto le provoca diversas sensaciones, sensaciones en las que no va a profundizar ahora.
       -Mire- dice Ottone con paciencia, empezando a balancearse, lentamente al principio, sobre las plantas de sus pies- cálmese, entienda que usted está con problemas psicológicos, usted inventa cosas para ocultar otras cosas más importantes. Todos sabemos que usted no pasea en pijama por el hospital.
       La señora Fritchs desenrosca pliegues de las puntillas de su camisón, así que      Ottone entiende que la charla será larga.
       -Siéntese por favor, relájese, vamos a hablar un rato- dice Ottone.
       -No, no puedo. Va a llegar mi marido a casa y yo no voy a estar, tengo que volver, doctor, ayúdeme.
       Ottone desarrolla rápidamente la primera de las sensaciones postergadas de Messina bajando las escaleras. Aire entrando por las costuras del abrigo, entonces frío, un poco de frío.
       -¿Tiene dinero para regresar?
       -No, no llevo plata cuando ando en camisón por casa...
       -Bueno, yo le presto para que vuelva a su casa y pasado mañana, en el horario que a usted le corresponde, hablamos de estos problemas que tanto le preocupan...
       -Doctor, yo le acepto el dinero si quiere, y vuelvo a casa, perfecto. Pero ya le expliqué, sabe, dentro de un rato estoy acá de nuevo, y cada vez es peor. Antes pasaba cada tanto, pero ahora, cada dos o tres horas, zas, agujero negro.
       -Señora...
       -No, escuche, escúcheme. Me recupero, o sea, vuelvo a donde estaba ¿Cómo le explico? A ver, desaparezco de casa y aparezco en casa de mi hermano, entonces me desespero, imagínese, tres de la mañana y aparezco en pijama, pijama en el mejor de los casos, en el cuarto matrimonial de mi hermano. Entonces trato de volver, ¿Sabe  doctor qué sufrimiento? Hay que salir del cuarto, de la casa, todo sin que nadie se de cuenta, tomar un taxi, todo en pijama, doctor, y sin plata, imagínese, convencer al taxista de que le pago al llegar. Y cuando estoy por llegar, zas, fin del agujero y aparezco en casa otra vez.
       Ottone aprovecha este tiempo para analizar la segunda sensación de Messina escaleras abajo. Entrada a un auto, ambiente más agradable, alivio al dejar el peso del portafolio en el asiento del acompañante.
       -Aparte imagínese, andaba por casa siempre con dinero y un abrigo atado a la cintura del camisón, no sea cosa. Pero ahora no, basta, cuando caigo en agujeros ya no vuelvo. Si igual nunca llego, tomo taxis que casi nunca alcanzan a dejarme donde les pido. No, basta, ahora me quedo donde esté hasta que pase el agujero y listo.
       -¿Y cuánto tiempo tardan en pasar estos agujeros negros?
       -Y, vea, yo no puedo decirle con exactitud, una vez fui y volví en el momento, sin problema. Y otra estuve en casa de mi madre unas cuántas horas, diga que ahí sé donde están las cosas, preparé unos mates y paciencia, tardó tres horas, doctor, una vergüenza.
       Ottone piensa en cuántos minutos ya  ha estado  la señora Fritchs en el hospital y no obtiene un número definido, quizás cinco, quizás diez, no sabe.
Sánchez toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone pregunta:
       -¿Qué pasa, Sánchez?
       - Lo busca el doctor Messina.
       -Cómo ¿No se fue?
       -Sí, se fue, pero al rato estaba acá de vuelta, me parece que el doctor está un poco angustiado, anda a medio desvestir, o vestir, no sé decirle, doctor, y pregunta por usted.
       -¿Qué pregunta, Sánchez?
       -Si usted está, si puede usted hacerle el favor de ir a verlo. Me parece que está enojado, doctor...
       El doctor Ottone mira a la señora Fritchs, señora que rasca con la mano derecha su brazo izquierdo y contesta la mirada de Ottone con un gesto recriminatorio.
       -Va a tener que disculparme.
       -No, lo acompaño.
       -No, hágame el favor, señora, quédese acá. El doctor Messina enojado es ya de por sí todo un problema.
       Sánchez acompaña la opinión de Ottone con un movimiento de cabeza y se retira caminando por el pasillo, pasillo que Ottone recorre ahora, unos metros detrás.
       Se asoma Messina, minutos después, no sabe bien Messina después de qué, tras el biombo de su consultorio, para descubrir a la señora Fritchs sentada en un sillón. Messina mira su propia mano y se pregunta por qué tiene, otra vez, esa estatuilla. Mira desconcertado el escritorio, el lugar vacío donde la había dejado un rato atrás. Luego mira a la Señora Fritchs y la señora Fritchs, con las manos aferradas a los brazos del sillón, como si fuese a caer hacia o desde algún lado, mira al doctor Messina.
       -¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi consultorio?
       -El doctor Ottone dijo...
       -¿Por qué está en pijama?
       -El portero y el doctor Ottone fueron a buscarlo al...
       -¿Usted es la señora Fritchs?
       -Usted también está en pijama- dice la señora Fritchs mientras observa asustada la estatuilla en la mano del doctor.
       Messina verifica su apariencia, plantea mentalmente distintas hipótesis sobre las razones de su propio paradero actual, deja la estatuilla en su lugar y acomoda el cuello de su camiseta hasta que éste queda centrado con respecto al eje del cuello, posición de camiseta que hace de Messina un hombre más seguro.
       -¿Usted es la señora Fritchs?
       -El doctor Ottone dijo que lo esperara acá.
       -¿Yo le pregunté algo sobre Ottone, señora?
       -Sí, soy la señora Fritchs, espero al doctor Ottone.
       -¿Le parece que éste puede ser el consultorio de un doctor como el doctor Ottone?
       -No sé, me parece que no, yo solamente lo espero.
       Compara Messina mentalmente la figura de esa señora con la de su mujer y no obtiene ningún beneficio.
       -¿Usted es la  señora que tiene problemas con los agujeros negros?
       -¿Usted no los tiene?
       En ese momento Messina comprende algunas cosas, cosas de las que sólo rescata dos como planteos pertinentes. Primero, lo que puede estar pasándole; segundo, que tras la señora Fritchs se esconde una persona de suma inteligencia. Piensa una pregunta para comprobar el segundo planteo:
       -¿Por qué espera al doctor Ottone?
       -Ottone y el portero fueron a buscarlo a usted al hall ¿Usted es el doctor...?
       -¿Messina?
       -Eso, Messina, necesito que alguien me ayude.
       Messina busca y encuentra sobre su escritorio la carpeta de la señora Fritchs y, de espaldas a  esta señora, revisa el contenido, a la vez que relaciona ideas de agujeros negros, gente en pijamas y estatuillas. Pregunta:
       -¿Qué cree usted que nos esté pasando?
       -A usted no sé doctor, pero a mí nada- responde Sánchez que entra por la puerta y le alcanza un juego de llaves. Messina mira rápidamente el sillón vacío donde un segundo antes estaba la señora Fritchs.
       -¿Qué hace acá, Sánchez? ¿No tiene nada mejor que hacer?
       Sánchez, brazo extendido hacia Messina con llaves enganchadas al extremo del dedo índice, habla:
       -Acá tiene las llaves doctor. Yo me voy.
       -¿A dónde se va usted? ¿Dónde está la Señora Fritchs?
       -Mi horario termina a las diez, ya son diez y media, yo me voy.
       -¿Dónde está la señora Fritchs?
       -No sé, doctor, por favor tome las llaves.
       -¿Y Ottone? ¿Donde está Ottone?
       -Lo está buscando a usted, doctor, yo me voy.
       Messina sale de su consultorio sin tomar las llaves y recorre el pasillo de azulejos blancos y negros hasta el hall, donde encuentra a Ottone. Pliega Ottone los dedos de su mano derecha hasta obtener un puño cerrado, sin aire en el interior, para luego forzar estos dedos con la mano izquierda, lo que produce una serie de crujidos en los nudillos, así que Ottone ha visto a Messina, está sumamente angustiado, y le desagrada ver a este doctor, el doctor Messina, a medio vestir, o desvestir, Sánchez no ha sabido decirle y él no alcanza ahora  a elaborar una definición correcta.
       Messina va a preguntarle algo pero descubre en su propia mano la estatuilla, así que se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué tiene esa estatuilla en la mano. Ottone, con un gesto, responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone. Galleta que Ottone acepta sin preguntarse por qué ambos, Ottone y Messina, ya no se encuentran en el hall, sino en el consultorio del segundo de los doctores mencionados.
       Y aunque Messina piensa en decirle algo a Ottone, decide que será mejor no hacerlo y simplemente deja la estatuilla sobre una mesada del hall, porque, en efecto, ya están otra vez en el hall y no en el consultorio del doctor Messina.
       -¿Está usted bien?- pregunta Ottone.
       -¿Usted cree que yo puedo estar bien en el estado en que me encuentro?
       Observa Ottone la camiseta desarreglada de Messina.
       -¿Que opina ahora de esto, Messina?
       -¿De qué?
       -De los agujeros negros.
       -¿Dónde está la señora Fritchs?
       -Está en su consultorio.
       -¿Me está cargando, Ottone? ¿No se da cuenta de que yo vengo de ahí?
       Piensa Ottone en algo que no explica, y cuando ve a la señora Fritchs, corriendo, lejos, de un pasillo a otro, propone a Messina ir a buscar a esta señora. Abre grandes los ojos Messina y se acerca a Ottone como quien piensa en contar un secreto. Ottone escucha:
       -¿No se da cuenta de que ella sabe?
       -¿Que sabe qué cosa?
       -¿Por qué cree usted que corre así la señora?
       Amaga Ottone un nuevo crujimiento de sus dedos, pero Messina reacciona rápido, toma fuerte su muñeca, y dice:
       -¿No se dio cuenta?
       -¿De qué?
       -¿No se dio cuenta de lo que pasó la última vez que usted crujió sus dedos?
       -¿Estuvimos ahí?
       -¿En un agujero negro?
       -¿Sí?
       -¿Hace falta que le responda?
       Interrumpe la conversación el sonido de las llaves de la puerta, colgadas del dedo de Sánchez a la altura de la frente de ambos médicos. Sánchez:
       -Las llaves, yo me voy.
       Propone Messina a Sánchez:
       -¿Por qué antes de irse no nos va a buscar a la señora?
       A lo que asiente Ottone, contento, y agrega:
       -Sí, traiga a la señora  y le aceptamos las llaves.
       Messina le señala a Sánchez los pasillos por donde, salteadamente, cruza la señora Fritchs, a veces caminando preocupada, a veces con paso presuroso. Da Messina unas palmaditas en la espalda de este Sánchez a quien Ottone sonríe y dice alegre:
       -Vaya, Sánchez, vaya y traiga a la señora.
       Mira Sánchez hacia los pasillos y ve un par de veces a la señora Fritchs cruzar de una puerta a otra. Luego mira al doctor Messina, al doctor Ottone, deja las llaves sobre la mesada del hall y explica a estos doctores:
       -Yo soy el portero, mi turno terminó a las diez. Veo que tienen algunos problemas, pero yo no tengo nada que ver, no sé si me interpretan...- y se retira.
Messina mira las llaves que han quedado al lado de la estatuilla y luego, desesperanzado, mira a Ottone, doctor que a la vez mira a Messina, aunque sus percepciones tienen que ver ahora con otras cosas, cosas como Sánchez bajando las escaleras, Sánchez sintiendo el aire frío de la calle en la cara, Sánchez pensando en que siempre está más desabrigado de lo que debería, y que todo es culpa de su madre que, a diferencia de otras madres, nunca le recuerda las cosas. Piensa entonces Messina en Sánchez subiendo al colectivo ciento treinta y cuatro, ramal dos, o tres, los dos van, y cuando está a punto de pensar en Sánchez abriendo la puerta de su casa, casa lógicamente de este mismo Sánchez, lo que ve es a la señora Fritchs, o mejor dicho, no la ve, o más bien la ve desaparecer ante sus ojos. Entonces dice Messina al doctor Ottone:
       -¿Vio eso, Ottone?
       -¿Ver qué?
       -¿No vio eso?
       Ottone está a punto de responder,  y este inminente momento se deduce por su dedo índice que, lentamente, comienza a ascender hacia la altura de su cabeza, pero cuando lo hace, cuando este dedo llega a la altura citada y Ottone enuncia sus primeras palabras, entonces este Doctor, el doctor Ottone, se encuentra no con el doctor Messina, sino con Clara, es decir su esposa, en su casa, los dos en pijama.
En un pasillo del hospital, ahora aún más lejos de su consultorio, Messina se pregunta, una vez más, qué hace ahí a esas horas de la noche, a medio vestir, o desvestir, con una estatuilla en la mano y, cuando va a preguntarse eso pero en voz alta, lo que queda ahora es, simplemente, el pasillo del hospital, vacío.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Frankenstein - Mary Wollstonecraft Shelley

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson

martes, 5 de agosto de 2014

El sueño - Mary Shelley

La época en la que aconteció esta pequeña leyenda que se va ahora a narrar, fue el comienzo del reinado de Enrique IV de Francia, cuyo ascenso e ilícita apropiación, mientras los demás traían la paz al reino cuyo cetro él había empuñado, fueron inadecuados para cicatrizar las profundas heridas mutuamente infligidas por los bandos enemigos. Existían entre los que ahora parecían tan unidos, enemistades privadas y el recuerdo de daños mortales; y, a menudo, las manos que se habían apretado en aparente saludo amistoso, cuando soltaban su apretón, asían la empuñadura de su daga, haciendo más caso a sus pasiones que a las palabras de cortesía que acababan de salir de sus labios. Muchos de los más fieros católicos se retiraron a sus distantes provincias; y, mientras ocultaban en soledad su enconado descontento, anhelaban no menos ansiosamente el día en que pudieran mostrarlo abiertamente.

En un enorme y fortificado castillo, construido en una empinada escarpa dominando el Loira, no lejos de la ciudad de Nantes, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, la joven y hermosa condesa de Villeneuve. El año anterior lo había pasado en completa soledad en su apartada mansión; y el luto que llevaba por su padre y dos hermanos, víctimas de las guerras civiles, era una gentil y buena razón para no aparecer en la corte, y mezclarse en sus festejos. Pero la huérfana Condesa había heredado un título de alcurnia y extensas tierras; y pronto comprendió que el Rey, su guardián, deseaba que ella otorgara ambos, junto con su mano, a algún noble cuyo nacimiento y talentos personales le dieran derecho a la dote. Constanza, como respuesta, expresó su intención de profesar votos y retirarse a un convento. El Rey se lo prohibió seria y resueltamente, creyendo que semejante idea era el resultado de la sensibilidad sobreexcitada por la pena, y confiando en la esperanza de que, después de un tiempo, el genial espíritu de la juventud despejaría esta nube.

Había pasado un año y la Condesa todavía persistía; y, finalmente, Enrique, partidario de no ejercer presión, y deseoso también de juzgar por sí mismo los motivos que habían conducido a una joven tan hermosa, y agraciada con los favores de la fortuna, a desear enterrarse en un claustro, anunció su intención de visitar su castillo, ahora que había expirado el período de su luto; y si no aportaba, dijo el monarca, suficientes atractivos para hacerla cambiar de plan, daría su consentimiento para su realización.

Constanza había pasado muchas horas tristes, muchos días de llanto, y muchas noches de doloroso insomnio. Había cerrado sus puertas a todos los visitantes; y, como doña Olivia de «La doceava noche», hizo votos de soledad y llanto. Dueña de sí misma, fácilmente silenció los ruegos y protestas de sus subordinados, y alimentó su pesar como si fuera la única cosa que amara en este mundo. Con todo, era demasiado penetrante, demasiado amargo, demasiado ardiente, para ser un huésped favorecido. De hecho, Constanza, joven, ardiente y vivaz, luchaba, forcejeaba y anhelaba abandonarlo; pero todo lo que era alegre en sí mismo, o hermoso en su apariencia externa, servía únicamente para renovarlo; y con paciencia podía soportar mejor el peso de su aflicción, cuando, cediendo ante ella, la oprimía pero no la torturaba.

Constanza había abandonado el castillo para vagar por las tierras vecinas. Aun siendo excelsos y vastos los aposentos de su mansión, se sentía acorralada entre sus paredes, bajo los calados techos. Asociaba las extensas tierras altas y el viejo bosque con los queridos recuerdos de su vida pasada, lo que la inducía a pasar horas y aun días bajo sus frondosos abrigos. El movimiento y el cambio perpetuo, como el viento agitando las ramas, o el viajero sol esparciendo sus rayos sobre ellas, la calmaban y la disuadían a abandonar ese tedioso pesar que embargaba su corazón con tan implacable agonía bajo el techo de su castillo.

Existía un lugar al borde del bien arbolado parque, un rincón de tierra, desde donde podía percibir el campo que se extendía más allá, todavía muy poblado de altos y umbrosos árboles; un lugar del que ella había abjurado, pero hacia donde, inconscientemente, todavía tendían siempre sus pasos, y en donde de nuevo, por veintava vez ese día, se encontró de improviso. Se sentó en un montículo herboso y contempló melancólicamente las flores que ella misma había plantado para adornar el frondoso escondrijo, templo de la memoria y del amor para ella. Cogió la carta del Rey, que era para ella motivo de tanto desespero. El abatimiento se apoderó de sus facciones, y su noble corazón preguntaba al hado por qué, siendo tan joven, desprotegida y desamparada, tenía que enfrentarse a esta nueva forma de vileza.

«Únicamente deseo -pensó- vivir en la mansión de mi padre, lugar familiar de mi infancia, para rociar con mis frecuentes lágrimas las tumbas de los que amé; y aquí en estos bosques, donde me posee un loco sueño de felicidad que me induce a festejar eternamente las exequias de la Esperanza.»

Un crujido entre las ramas llegó a sus oídos; su corazón latió velozmente; todo de nuevo estaba en calma.

-¡Qué tonta soy! -medio murmuró-. Víctima de mi vehemente fantasía: porque aquí fue donde nos conocimos, aquí me senté a esperarlo, y ruidos como éste anunciaban su deseada proximidad; cada conejo que se agita, cada pájaro que despierta de su silencio, hablan de él. ¡Oh, Gaspar, en una ocasión mío! ¡Nunca alegrarás de nuevo con tu presencia este amado lugar, nunca más!

De nuevo se agitaron las ramas y se oyeron pasos entre los matorrales. Constanza se levantó; su corazón latía a gran velocidad; debía ser la tonta de Manon, con sus impertinentes súplicas para que regresara. Pero los pasos eran más firmes y más silenciosos que los de su doncella; y entonces, emergiendo de las sombras, pudo percibir directamente al intruso. Su primer impulso fue huir, y luego de nuevo verlo, oír su voz, estar juntos antes de que ella interpusiera votos eternos entre ambos, y rellenar el inmenso abismo que la ausencia había abierto; eso ofendería a los muertos y suavizaría la fatal pena que hacía palidecer sus mejillas.

Y ahora él estaba frente a ella, el mismo ser querido con el que ella ha intercambiado promesas de felicidad. Parecía, como ella, triste. Constanza no pudo resistir la implorante mirada que le suplicaba que se quedara.

-Vengo, señora -dijo el joven caballero- sin ninguna esperanza de lograr doblegar tu inflexible voluntad. Vengo de nuevo a verte, y a despedirme antes de partir para Tierra Santa. Vengo a suplicarte que no te entierres en vida en un oscuro claustro para evitar a alguien tan odioso como yo, alguien a quien nunca verás más. Muera o no en el empeño, ¡Francia y yo partimos para siempre!

-Eso sería tremendo, si fuera cierto -dijo Constanza-. Pero el rey Enrique nunca perdería así a su caballero favorito. El trono que le ayudaste a edificar, todavía debes protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez influí en tus pensamientos, no irás a Palestina.

-Una sola palabra tuya, Constanza, podría detenerme... una sonrisa... -Y el joven amante se arrodilló ante ella.

La intención más cruel de la dama fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.

-¡No te demores más aquí! -gritó-. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para ti. ¿Por qué estás aquí, donde vagan los espíritus de los muertos reclamando esas sombras como propias? ¡Maldita sea la falsa doncella que permita que el asesino disturbe el sagrado reposo de sus víctimas.

-Cuando nuestro amor era reciente y tú amable -replicó el caballero- me enseñabas a penetrar las intrincaciones de estos bosques, y me dabas la bienvenida a este querido lugar donde una vez te juré que serías mía bajo estos mismos árboles vetustos.

-¡Fue un nefando pecado -dijo Constanza- abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!

El joven caballero recuperaba su valor al hablar; todavía no se atrevía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, lo sorprendiera pese a su momentánea tranquilidad. Pero le replicó despacio.

-Aquellos fueron días felices, Constanza, llenos de terror y de profunda alegría cuando la tarde me traía a tus pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquel torvo castillo, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.

-¿Felices? ¡Días miserables! -repitió Constanza-, cuando pienso en el bien que podría reportar que faltara a mi deber, y en que esta desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me hables de amor, Gaspar! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No te acerques! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.

-¡Yo no soy eso! -exclamó el joven-. Mira, Constanza, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas estirpes. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera; cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre la casa de Villeneuve, y yo la bendecía a pesar de todo. Te veía, adorable Constanza, y bendecía tu casa. El Dios de paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y con misterio en los valles bañados por la luz de la luna; y cuando llegaba el amanecer, en este dulce escondrijo eludíamos su escrutinio, y aquí, incluso aquí, donde ahora te suplico de rodillas, nos arrodillábamos juntos y nos hacíamos promesas. ¿Debemos romperlas?

Constanza lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.

-¡Nunca! -exclamó-. ¡Oh, nunca! Ya conoces, o pronto las conocerás, la fe y la resolución de alguien que se atreve a no ser tuya. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor en torno! Las efímeras flores que nuestras jóvenes manos esparcían eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía a manos de tu padre; y poco importa saber si, como juró mi hermano, y tú negaste, tu mano fue o no la que asestó el golpe que lo destruyó. Tú ibas con los que lo mataron. No digas más, no más palabras: escucharte es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Vete, Gaspar; olvídame. A las órdenes del caballeresco y valiente Enrique tu carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas doncellas escucharán, como yo hice una vez, tus promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós! ¡Que la Virgen te bendiga! En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto cristiano: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Gaspar!

Constanza se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió al castillo. Una vez en la soledad de su propio aposento, se entregó al brote de pesar que desgarraba su gentil corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en una tan terrible asociación, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su doncella.

-Manon -dijo-, ¿has dormido alguna vez en el lecho de santa Catalina?

-¡Que el Cielo no lo permita! -contestó Manon, persignándose-. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al Loira y se ahogó; la otra, únicamente contempló la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y si el devoto no llevaba una vida piadosa y de provecho, ¡la calamidad acontece cuando su cabeza reposa sobre la sagrada piedra!

Constanza se persignó a su vez, añadiendo:

-En cuanto a nuestras vidas, solamente del Señor y de los benditos santos podremos esperar la virtud. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!

-¡Mi querida señora! Y el Rey llega mañana.

-Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, el Cielo me dirigirá. Mañana por la noche descansaré en el lecho de santa Catalina: y si, como he oído, los santos se dignan dirigir a sus devotos en sueños, ella me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del Cielo, me resignaré a lo peor.

El Rey venía de París hacia Nantes, y durmió esa noche en un castillo, distante solamente unas pocas millas, Antes del amanecer, un joven caballero fue introducido en su cámara. Tenía un aspecto serio, o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento Permaneció silencioso en presencia de Enrique, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos hacia su huésped, diciendo gentilmente:

-¿Así que tropezaste con su obstinación, no Gaspar?

-La encontré resuelta sobre nuestro mutuo sufrimiento. ¡Ay, mi señor! ¡No es, créeme, el menor de mis pesares que Constanza sacrifique su propia felicidad, destrozando la mía!

-Y ¿crees que rechazará al gallardo caballero que nosotros le presentemos?

-¡Oh, mi señor! ¡No pienso en eso! No puede ser. Mi corazón te agradece profundamente, muy profundamente, tu generosa condescendencia, Pero si no la ha podido persuadir la voz de su amante a solas, ni sus súplicas, cuando el recuerdo y la reclusión contribuyen al encanto, se resistirá incluso a las órdenes de tu majestad. Está decidida a entrar en un convento; y yo, si te place, me despediré ahora: de aquí en adelante seré un Cruzado.

-Gaspar -dijo el monarca-, conozco a la mujer mejor que tú. No es con sumisión ni con lacrimosos lamentos como se la puede conquistar. La muerte de sus parientes naturalmente sentó muy mal al corazón de la joven Condesa; y, alimentando a solas su pesadumbre y su arrepentimiento, se imagina que el propio Cielo prohíbe vuestra unión. Deja que le llegue la voz del mundo, la voz del poder y la bondad terrenales, una ordenando y la otra suplicando, pero ambas encontrando respuesta en su propio corazón; y, por mí palabra y la Santa Cruz, ella será tuya. Deja nuestro plan tranquilo. Y ahora al caballo: la mañana se agota y el sol está alto.

El Rey llegó al palacio del Obispo, y se dirigió sin dilación a la misa de la catedral. Siguió un suntuoso almuerzo, y era ya por la tarde cuando el monarca atravesó la ciudad del Loira en dirección al lugar en donde estaba situado, un poco más alto que Nantes, el Castillo de Villeneuve. La joven Condesa lo recibió en la puerta. Enrique buscó en vano sus mejillas pálidas por el sufrimiento, o el aspecto de desesperación y abatimiento que esperaba encontrar. En su lugar, sus mejillas estaban encendidas, sus modales eran animados, y su voz casi trémula. «No lo ama - pensó Enrique -o su corazón ya ha dado su consentimiento.»

Se preparó una colación para el monarca; y, después de algunas pequeñas vacilaciones a causa de la alegría de su semblante, le mencionó el nombre de Gaspar. Constanza se sonrojó en lugar de palidecer, y replicó velozmente:

-Mañana, mi buen señor. Te pido un respiro sólo hasta mañana; entonces todo estará decidido. Mañana me consagraré a Dios o...

Parecía confusa, y el Rey, a la vez sorprendido y complacido, dijo:

-Entonces no odias al joven de Vaudemont; le perdonaste la sangre enemiga que corre por sus venas.

-Nos han enseñado que debemos perdonar, que debemos amar a nuestros enemigos -replicó la Condesa, ligeramente temblorosa.

-Por san Dionisio, que es una respuesta de la novicia favorablemente acogida -dijo el Rey, riendo-. ¿Qué? ¡Mi fiel servidor, don Apolo, disfrazado! Adelántate y agradece a tu señora por su amor.

Disfrazado de manera que nadie le reconociera, el caballero había estado observando a sus espaldas, y contempló con infinita sorpresa el comportamiento y el semblante tranquilo de la dama. No pudo oír sus palabras, pero ¿era la misma que había visto temblando y sollozando la tarde anterior?, ¿la misma cuyo corazón estaba destrozado por la conflictiva pasión?, ¿la misma que vio los pálidos fantasmas de su padre y de su pariente interponerse entre ella y el amante a quien más adoraba en este mundo? Era un enigma difícil de resolver. La visita del Rey llegó al unísono con su impaciencia, y se precipitó. Estaba a sus pies, mientras ella, todavía abrumada por la pasión pese a la tranquilidad que asumía, profirió un grito al reconocerlo, y se desplomó al suelo sin sentido.

Todo era inimaginable. Incluso cuando sus doncellas la devolvieron a la vida, siguió otro ataque y luego apasionados torrentes de lágrimas. El monarca, mientras, esperaba en el vestíbulo, mirando de reojo la medio consumida colación, y tarareando algún romance en celebración de la tozudez de la mujer; no sabía cómo responder a la mirada de amarga desilusión y ansiedad de Vaudemont. Finalmente, el mayordomo de la Condesa vino con una justificación.

-La dama está enferma, muy enferma. Mañana se postrará a los pies del Rey, a la vez para solicitar su perdón y revelar su propósito.

-¡Mañana, otra vez mañana! ¿Hay previsto algún encanto para mañana, doncella? -dijo el Rey-. ¿Puedes explicarnos el enigma, preciosa? ¿Qué extraño enredo ocurrirá mañana, que todo depende de su advenimiento?

Manon se sonrojó, miró hacia abajo, y vaciló. Pero Enrique no era un novicio en el arte de atraerse con halagos a las doncellas de las damas para descubrir sus propósitos. Manon estaba además asustada por el plan de la Condesa, quien todavía se obstinaba en llevarlo adelante; así que era muy fácil inducirla a traicionarlo. Dormir en el lecho de santa Catalina, descansar en un estrecho saliente por encima de los profundos rápidos del Loira, y, si como era lo más probable, el soñador sin suerte escapaba a todo eso, soportar las inquietantes visiones que ese turbador sueño pudiera producir al dictado del Cielo, era una locura de la que, incluso Enrique, apenas podía creer capaz a ninguna mujer. Pero, ¿podía Constanza, cuya belleza era tan sumamente espiritual, y a la cual él había oído constantemente elogiar su fortaleza de ánimo y sus talentos, podía ser tan extrañamente apasionada? ¿Puede tener la pasión semejantes caprichos? Como la muerte, nivelando incluso la aristocracia de las almas, y trayendo al noble y al campesino, al listo y al tonto, bajo la misma servidumbre. Era extraño. Sí, debía salirse con la suya. Que vacilase en su decisión era excesivo; y era de esperar que santa Catalina no tuviese una mala actuación. Podría ser, de otra manera, que su intención, disuadida mediante un sueño, estuviera influenciada por pensamientos despiertos. Alguna defensa habrá que oponer al más material de los peligros.

No hay sentimiento más atroz que el que invade a un débil corazón humano, inclinado a satisfacer sus ingobernables impulsos en contradicción con los dictados de la conciencia. Está dicho que los placeres prohibidos son los más agradables; así debe ser para las naturalezas rudas, para aquellos que aman la lucha, el combate y la contienda, que encuentran la felicidad en una riña y gozan con los conflictos pasionales. Pero el gentil temple de Constanza era más suave y más dulce; y el amor y el deber contendían, abrumando y torturando su pobre corazón. Confiar su conducta a las inspiraciones de la religión, o de la superstición, si así se la puede llamar, es un bendito alivio. Los mismos peligros que amenazan su empresa le dan más sabor. Atreverse por su propio bien fue una bendición; la misma dificultad del camino que conducía al cumplimiento de sus deseos, complació su amor y, a la vez, distrajo sus pensamientos de la desesperación. Si se decretara que ella debería sacrificarlo todo, el riesgo de peligro, y aun de muerte, sería de insignificante importancia en comparación con la congoja, de la que siempre tendría su ración.

La noche amenaza tormenta; el violento viento sacudía los marcos de las ventanas, y los árboles agitaban sus descomunales y umbríos brazos, cual gigantes en fantástica danza y mortal pendencia. Constanza y Manon, sin comitiva, abandonaron el castillo por la poterna y comenzaron a descender la colina. La luna no había salido todavía; y aunque el camino le era familiar a ambas, Manon se tambaleaba y temblaba, mientras que la Condesa bajaba con paso firme la empinada pendiente, arrastrando su capa de seda. Llegaron a orillas del río, donde una pequeña barca estaba amarrada, y, esperaba un hombre. Constanza se introdujo en ella, y ayudó a su temerosa compañera, En pocos segundos estuvieron en mitad de la corriente. El cálido y tempestuoso viento equinoccial las arrastraba. Por primera vez desde que se puso de luto, un escalofrío de placer llenó el pecho de Constanza; y ella acogió la emoción con doble regocijo. No puede ser, pensó, que el Cielo me prohíba amar a alguien tan valiente, tan generoso y tan bueno como el noble Gaspar. Nunca podría amar a otro; moriré si me separan de él; y este corazón, estos miembros tan radiantemente vivos, ¿están ya predestinados a una tumba prematura? ¡Oh, no! La vida clama dentro de ellos. Viviré para amar. ¿No aman todas las cosas? Los vientos cuando susurran a las impetuosas aguas; las aguas cuando besan los márgenes floridos y se apresuran a mezclarse con el mar. El cielo y la tierra se sostienen y viven por y para el amor. Si su corazón había sido siempre un profundo, efusivo y desbordante manantial de verdaderos afectos, ¿se vería obligada Constanza a taponarlo y cerrarlo definitivamente?

Estos pensamientos prometían sueños placenteros; y quizá por eso la Ccondesa, adepta a la creencia popular en el dios ciego, se entregó a ellos con más facilidad. Pero mientras estaba absorbida por suaves emociones, Manon la agarró del brazo.

-¡Señora, mira! -gritó-. Viene, aunque todavía no se oyen los remos. ¡Ahora que la Virgen nos ampare! ¡Ojalá estuviéramos en casa!

Un oscuro bote se deslizó junto a ellas. Cuatro remeros, cubiertos con capas negras, manejaban los remos, que, como dijo Manon, no hacían ruido; otro iba sentado junto al timón: como el resto, iba cubierto con un manto oscuro, pero no llevaba gorra; y aunque ocultó su rostro, Constanza reconoció a su amante.

-Gaspar -gritó en voz alta-. ¿Vives todavía?

Pero la figura del bote ni volvía la cabeza ni contestó, y rápidamente se perdió en las sombrías aguas.

¡Cómo cambió ahora el ensueño de la bella Condesa! El Cielo había iniciado ya su prodigio, y formas sobrenaturales la rodeaban, mientras forzaba la vista por entre las tinieblas. Primero vio, y luego perdió, a la barca que la había asustado; y le pareció que iba en ella otra persona, portadora de los espíritus de los muertos; y su padre le hacía señales desde la orilla, y sus hermanos la desaprobaban.

Mientras tanto se acercaron al embarcadero. Su barca fue amarrada en una pequeña ensenada, y Constanza tomó pie en la orilla. Temblaba, y casi se rindió a los ruegos de Manon por su regreso; hasta que la indiscreta suivanté mencionó los nombres del Rey y de Vaudemont, y habló de la respuesta que mañana se les daría. ¿Qué respuesta si ella se volvía atrás en su intento?

Constanza corrió a lo largo del quebrado terreno que bordeaba el río hasta llegar a una colina que abruptamente surgía de. la corriente. Cerca había una pequeña capilla. Con dedos temblorosos, la Condesa extrajo la llave y abrió la puerta. Entraron. Estaba a oscuras, salvo una pequeña lámpara, tremulante al viento, que ofrecía una incierta luz frente a la imagen de santa Catalina. Las dos mujeres se arrodillaron y oraron; luego, se levantaron y la Condesa, con acento complaciente, dio las buenas noches a su doncella. Luego abrió una pequeña y baja puerta de acero. Conducía a una angosta caverna. Más allá se oía el rugido de las aguas.

-No debes seguirme, mí pobre Manon -dijo Constanza-. Ni siquiera con el deseo: es una aventura para mí sola.

Fue extremadamente difícil dejar sola en la capilla a la temblorosa sirvienta, que no tenía esperanza, ni miedo, ni amor, ni pena que la entretuviera. Pero en aquellos días los escuderos y las criadas hacían, a menudo, de subalternos en el ejército, ganando golpes en lugar de fama. A su lado, Manon estaba segura en un recinto sagrado. Mientras tanto, la Condesa seguía su camino a tientas en la oscuridad por el estrecho y tortuoso pasadizo. Finalmente, lo que parecía una luz oscureció por largo tiempo el juicio que se había manifestado en ella. Alcanzó una caverna abierta en la pendiente de la colina mirando hacia la impetuosa corriente de abajo. Contempló la noche. Las aguas del Loira se daban prisa (como desde ese día se han apresurado siempre), cambiantes pero siempre lo mismo; los cielos estaban densamente velados por nubes, y el viento en los árboles era tan lúgubre y de tan mal agüero como si soplara alrededor de la tumba de un asesino. Constanza se estremeció un poco, y miró por encima de su lecho, una estrecha repisa de tierra y una musgosa piedra al borde mismo del precipicio. Se quitó el manto (era una de las condiciones del prodigio); inclinó la cabeza, y se soltó las trenzas de su cabello oscuro; se descalzó; y así, completamente preparada para sufrir a lo sumo la escalofriante influencia de la fría noche, se extendió a lo largo sobre la estrecha cama, que apenas le proporcionaba espacio para el descanso, y por tanto, si se movía en sueños, podía precipitarse a las frías aguas de abajo.

Al principio creyó que ya nunca más volvería a dormirse. No sería muy extraño que la exposición al soplo del viento y su peligrosa posición le impidieran cerrar los párpados. Por fin, cayó en una ensoñación tan delicada y sosegante, que deseó velar; y luego, sus sentidos se aturdieron gradualmente. Estaba en el lecho de santa Catalina; el Loira se precipitaba debajo, y el salvaje viento arrasaba. ¿Qué tipo de sueños le enviaría la santa? ¿La conduciría a la desesperación o le ofrecería su amparo para siempre?

Bajo la escarpada colina, sobre la oscura corriente, vigilaba otra persona, que temía a un millar de cosas y apenas se atrevía a tener esperanza. Su intención había sido preceder a la dama en su trayecto, pero cuando descubrió que se había demorado demasiado tiempo, con los remos silenciados y jadeante premura, se precipitó hacia la barca que contenía a su Constanza; y ni siquiera volvió la cabeza a su llamada, temeroso de incurrir en culpa ante ella, así como de sus órdenes de regresar. La había visto surgir del corredor, y se estremeció cuando ella se arrimó al precipicio. La vio seguir adelante, vestida de blanco como iba, y pudo advertir cómo se tumbaba en la repisa que sobresalía arriba. ¡Qué vigilia guardaron los amantes! Ella, entregada a pensamientos visionarios; y él, sabiendo -y el conocimiento conmovía su corazón con extraña emoción- que el amor, el amor por él, la había conducido a ese peligroso lecho; y que, mientras la rodeaban peligros del tipo que fueran, ella sólo vivía para la vocecita callada que susurraría a su corazón el sueño que iba a decidir su destino. Quizá ella durmiese, pero él veló y vigiló; y pasó la noche ora rezando, ora arrebatado por la esperanza y el miedo alternativamente, sentado en su, bote, con los ojos fijos en la vestidura blanca de la durmiente de arriba.

La mañana. ¿Está la mañana forcejeando con las nubes? ¿Vendrá la mañana a despertarla? ¿Se habrá dormido? Y ¿qué sueños de bienestar o de infortunio habrán poblado su dormir? Gaspar se impacientaba cada vez más. Ordenó a sus remeros que continuaran esperando, y él se arrojó al agua, intentando escalar el precipicio. En vano le advirtieron del peligro, y más aún, de la imposibilidad del empeño. Se pegó a la abrupta faz de la colina, y encontró puntos de apoyo donde parecía que no había. La ascensión no era, verdaderamente, muy elevada; los peligros de la cama de santa Catalina provienen de la posibilidad que tiene cualquiera que duerma en un lecho tan estrecho, de precipitarse a las aguas de abajo. Gaspar continuó afanándose en la ascensión de la pendiente, y finalmente alcanzó las raíces de un árbol que crecía cerca de la cima. Ayudado por sus ramas, consiguió posarse en el mismo borde de la repisa, cerca de la almohada sobre la que yacía la descubierta cabeza de su amada. Sus manos estaban recogidas sobre el pecho; su cabello oscuro le caía alrededor de la garganta y soportaba su mejilla; su rostro estaba sereno: dormía con toda su inocencia y todo su desamparo; sus más frenéticas emociones estaban silenciadas, y su corazón palpitaba regularmente. Podía verle latir por la elevación de sus hermosas manos cruzadas sobre él. Ninguna estatua labrada en mármol de efigie monumental fue nunca la mitad de hermosa; y dentro de esta incomparable forma moraba un alma verdadera, tierna, sacrificada y afectuosa, como jamás templó pecho humano.

¡Con qué profunda pasión miraba fijamente Gaspar, concibiendo esperanzas de la placidez de su angelical semblante! Una sonrisa ceñía sus labios; y él también sonrió involuntariamente al percibir el feliz presagio. Súbitamente, sus mejillas se encendieron, su pecho palpitó, una lágrima se escabulló de sus oscuras pestañas, y entonces cayó un verdadero aguacero.

-¡No! -comenzó a gritar Constanza-. ¡No morirá! ¡Desataré sus cadenas! ¡Lo salvaré!

La mano de Gaspar estaba allí. Cogió su ligera figura a punto de caerse de su peligroso lecho. Constanza abrió los ojos y contempló a su amante, que había velado su fatal sueño, y la había salvado.

Manon también durmió bien, soñando o no poco importa, y se sobrecogió por la mañana al descubrir que había despertado rodeada por una multitud. La pequeña y lúgubre capilla estaba adornada con tapices; el altar tenía cálices de oro; el sacerdote cantaba misa a una considerable formación de caballeros arrodillados. Manon vio que el rey Enrique estaba también; y buscó con la mirada a otro, que no pudo encontrar, cuando la puerta de acero del corredor de la caverna se abrió, y salió de él Gaspar de Vaudemont, delante de la hermosa Constanza, que, con sus ropas blancas y su oscuro cabello desgreñado, y un rostro en el que sonrisas y rubores contendían con emociones más profundas, se acercó al altar, y, arrodillándose con su amante, profirió los votos que los unirían para siempre.

Pasó mucho tiempo hasta que Gaspar consiguiera de su dama el secreto de su sueño. Pese a la felicidad de que ahora gozaba, Constanza había sufrido mucho al recordar con terror aquellos días en que pensó que el amor era un crimen, y que cada suceso conectado con ellos mostraba un aspecto atroz.

-Muchas visiones -dijo- tuvo ella aquella terrible noche. Vio en el Paraíso a los espíritus de su padre y de sus hermanos; contempló a Gaspar combatiendo victoriosamente entre los infieles; lo volvió a contemplar en la corte del rey Enrique, querido y favorecido; y a ella misma, ora lánguida en un claustro, ora de novia, ora agradecida al Cielo por haberla colmado de felicidad, ora llorando en sus días tristes, hasta que, súbitamente, pensó en tierra pagana; y a la misma santa, santa Catalina, guiándola invisible a través de la ciudad de los infieles. Entró en un palacio y contempló a los herejes celebrando su victoria. Luego, descendiendo a las mazmorras de abajo, tantearon su camino a través de húmedas bóvedas, y corredores bajos y enmohecidos, hasta una celda más oscura y espantosa que el resto. Sobre el suelo yacía una forma humana vestida con sucios harapos, el pelo en desorden y una barba salvaje y enmarañada. Sus mejillas estaban consumidas; sus ojos habían perdido el brillo; su figura era un simple esqueleto; sus descarnados huesos pendían flojamente de unas cadenas

-Y ¿fue mi aspecto en aquella atractiva situación, y mi vestimenta victoriosa lo que ablandó el duro corazón de Constanza? -preguntó Gaspar, sonriendo por esta pintura de lo que nunca será.

-De veras -replicó Constanza-. Pues mi corazón me susurró que debía hacer eso. ¿Quién podría hacer volver la vida que mengua en tu pulso, restaurarla, sino la persona que la destruyó? Mi corazón nunca se apasionó tanto con el caballero, cuando estaba vivo y feliz, como lo hizo con su consumida imagen yaciendo, en sus visiones nocturnas, a mis pies. Un velo cayó de mis ojos, la oscuridad se desvaneció ante mí. Me pareció entonces que sabía por vez primera lo que era la vida y la muerte. Me ordenaron creer que una vida feliz consistía en no ofender a los muertos; y sentí cuán inicua y cuán vana era esa falsa filosofía que colocaba a la virtud y al bien al lado del odio y la crueldad. Tú no morirías; rompería tus cadenas y te liberaría, y te ofrecería una vida consagrada al amor. Me precipité, y la muerte que desaprobaba en ti, presumiblemente habría sido mía (justo cuando por vez primera sentía el verdadero valor de la vida), pero tu brazo estaba allí para salvarme, y tu querida voz para rogarme que sea feliz por siempre jamás.