jueves, 24 de diciembre de 2015

Cicatrices - Marcelo Birmajer

 

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Hace mucho tiempo vivía en una aldea que no conocemos un muchacho de 20 años, justo y valiente. Pretendía a una doncella de su edad, blanca como la leche, y tan bella como vanidosa.

El muchacho tenía el rostro cruzado de cicatrices. La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.

El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus más estrafalarios deseos. Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.

El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en cómo satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando.

¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Más misterio!

En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacía imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago.

El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo. Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.

Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre. El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acercó impávido al prodigioso dúo.

· ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó.

-Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar.

Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo.

-Ahora ya tengo con quien conversar- dijo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a él.

-¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho.

-A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago.

El muchacho, que tenía un solo tema en su mente, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir:

-¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro!

-Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad.

-Pues, adelante-dijo el muchacho.

-¿Estás seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago.

-De nada he estado más seguro-dijo el muchacho.

El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presentó una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regresó con un espejo. Lo limpió con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho.

-Mírate-le dijo.

El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba.

-¡Prodigioso! – exclamó el muchacho.

-No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras?

-¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo:

-Momento-agregó-. ¡Sí he peleado contra los cosacos!

-No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.

-Sólo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-No el momento en que me la hicieron.

-Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás?

-No- dijo el muchacho

Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente.

Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba.

Corrió a ver a la doncella.

-Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.

El muchacho no respondió a su insulto. Se señaló una cicatriz y le contó su historia. Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida. Terminó de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...

de Marcelo Birmajer (periodista y escritor)

 

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martes, 22 de diciembre de 2015

Ya se encuentra en línea la biblioteca digital Libros y Casas

Se trata de una colección de libros de ficción. Una de las publicaciones, basada en una leyenda del Noroeste, incluye una aplicación

Ya se encuentra en línea la biblioteca digital Libros y Casas

Luego de entregar cien mil bibliotecas a las familias que reciben viviendas sociales en todo el país (un millón ochocientos mil libros) y de realizar más de mil talleres de lectura, el programa Libros y Casas lanza su biblioteca digital e interactiva con libros de ficción para grandes y chicos, libros ilustrados, de historietas, manuales, libros históricos y periodísticos para toda la familia.

La propuesta incluye también un libro interactivo, "La Vieja Diabla", basado en una leyenda del noroeste argentino, que incluye ilustraciones, animaciones y sonido. La aplicación puede descargarse desde la web del programa y también desde Google Play.

Los 14 títulos que integran la colección son:

  • 90 minutos (Relatos de fútbol)
  • Amores argentinos (Historietas sobre cuentos y novelas de amor)
  • Animales rimados y no tanto (Poesía infantil)
  • Bajo sospecha (Relatos policiales)
  • Brujas, princesas y pícaros (Cuentos clásicos infantiles)
  • Constitución de la Nación Argentina
  • Cosas Imposibles (Cuentos fantásticos y de terror)
  • El Nunca Más y los crímenes de la Dictadura. (Adaptación del informe de CONADEP, con información actualizada y fotos aportadas por el Archivo Nacional de la Memoria y ARGRA)
  • Hubo una vez en este lugar (Mitos y leyendas de este lado del mundo)
  • Manual de las Mujeres (Guía de derechos, salud sexual y reproductiva, familia y trabajo para adolescentes y familias adultas).
  • Manual del Hogar (Guía para el mantenimiento de la casa y la prevención de accidentes domésticos).
  • Mucha, mucha poesía. (Tres siglos de poesías y canciones argentinas)
  • Palabra de mujer (Crónicas sobre mujeres argentinas. Realizado conjuntamente con Revista Anfibia)
  • Todo queda en familia (Textos de humor)

Entre los autores de la biblioteca se encuentran Hebe Uhart, Eduardo Sacheri, Claudia Piñeiro, Sergio Bizzio, Mariana Enriquez, Rodolfo Fogwill, Selva Almada, Beatriz Vignoli María Elena Walsh, Silvina Ocampo, Laura Devetach, Roberto Arlt, Mariano Blatt, Oliverio Girondo, Hernán Casciari, Isidoro Blaisten, Santiago Varela, Ruth Kaufman y Ricardo Mariño entre otros.

También participaron de la biblioteca los ilustradores: Pablo Bernasconi, Luis Grane, Mariano Epelbaum, Alex Dukal, Matías Trillo, Eva Mastrogiulio, María Elina Méndez, Pablo Picyck, Fernanda Cohen y Cynthia Orensztajn.

Sobre Libros y Casas

Libros y Casas es un programa que se lleva adelante desde 2007 con el objetivo de democratizar el acceso a los libros y promover la lectura tanto en el ámbito privado como en los espacios comunitarios a través de distintas actividades.

Hasta el momento ha entregado cien mil bibliotecas -un millón ochocientos mil libros- a cada una de las familias que reciben las viviendas de los Programas Federales de Construcción de Viviendas, a lo largo de todo el país, y ha llevado adelante más de mil talleres de lectura. Se estima que el total de beneficiarios del programa alcanza el millón de personas.

Los textos fueron especialmente editados y seleccionados para que las familias cuenten con una biblioteca básica que incluye libros de ficción para grandes y chicos, libros ilustrados, de historieta, manuales, libros históricos y periodísticos.

El programa Libros y Casas  ha sido tomado como modelo  y fue replicado en Cuba (Bibliotecas Familiares) y en Chile (Maletín Literario). Su impacto en las prácticas de lectura fue evaluado en el año 2008 a través de encuestas en 13 provincias. De la información recolectada se concluyó que  la llegada de los libros impactó de manera positiva en los hogares, además de que gran parte de las familias contaban con menos de diez libros antes de recibir la biblioteca.

En 2015, de acuerdo con las nuevas prácticas surgidas a partir de los cambios en el acceso a las nuevas tecnologías y a su uso,  el programa complementa sus acciones a través de una plataforma web y libros interactivos explorando nuevas herramientas para promocionar la lectura

jueves, 17 de diciembre de 2015

Cómo se salvó Wang-Fô (Cuentos Orientales) - Marguerite Yourcenar

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo 

Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se

detenía durante la noche a contemplar los astros y

durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados,

ya que Wang-Fô amaba la imagen de las

cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del

mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser

pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de

arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus

pinturas por una ración de mijo y despreciaba las

monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose

bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba

respetuosamente la espalda, como si llevara encima

la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de

Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve,

de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos

al lado de un anciano que se apoderaba de la

aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era

cambista de oro; su madre era la hija única de un

comerciante de jade, que le había legado sus

bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había

crecido en una casa donde la riqueza abolía las

inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente

resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo

de los insectos, de la tormenta y del rostro de los

muertos. Cuando cumplió quince años, su padre

le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues

la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo

lo consolaba de haber llegado a la edad en que la

noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling

era frágil como un junco, infantil como la leche,

dulce como la saliva, salada como las lágrimas.

Después de la boda, los padres de Ling llevaron

su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo

se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en

compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar,

y de un ciruelo que daba flores rosas cada

primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón

límpido igual que se ama a un espejo que no se

empaña nunca, o a un talismán que siempre nos

protege. Acudía a las casas de té para seguir la

moda, y favorecía moderadamente a bailarinas

y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero

de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido,

para ponerse en un estado que le permitiera

pintar con realismo a un borracho; su cabeza se

inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por

medir la distancia que separaba su mano de la

taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de

aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang

hablaba como si el silencio fuera una pared y las

palabras unos colores destinados a embadurnarla.

Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban

las caras de los bebedores, difuminadas por

el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado

de las carnes lamidas de una forma desigual

por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color

de rosa de las manchas de vino esparcidas por los

manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de

viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la

habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling

admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado,

dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como

Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció

humildemente un refugio. Hicieron juntos el

camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba

en los charcos inesperados destellos. Aquella noche,

Ling se enteró con sorpresa de que los muros

de su casa no eran rojos, como él creía, sino

que tenían el color de una naranja que se empieza

a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma

delicada de un arbusto, en el que nadie se había

fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer

joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo,

siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga

a lo largo de las grietas de la pared, y el

horror que Ling sentía por aquellos bichitos se

desvaneció. Entonces, comprendiendo que

Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una

percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente

al anciano en la habitación donde habían muerto

sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer

el retrato de una princesa de antaño tocando el

laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo

bastante irreal para servirle de modelo, pero

Ling podía serlo, puesto que no era una mujer.

Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven

príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro.

Ningún joven de la época actual era lo bastante

irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó

posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después,

Wang-Fô la pintó vestida de hada entre

las nubes de poniente, y la joven lloró, pues

aquello era un presagio de muerte. Desde que

Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô

a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor

que lucha con el viento o con las lluvias de verano.

Una mañana la encontraron colgada de las ramas

del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda

que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas

con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de

costumbre, y tan pura como las beldades que cantan

los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la

pintó por última vez, pues le gustaba ese color

verdoso que adquiere el rostro de los muertos.

Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo

exigía tanta aplicación que se olvidó de verter

unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus

jades y los peces de su estanque para proporcionar

al maestro tarros de tinta púrpura que venían

de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se

marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su

pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad

en donde ya las caras no podían enseñarle ningún

secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos,

maestro y discípulo, vagaron por los caminos del

reino de Han.

Su reputación los precedía por los pueblos,

en el umbral de los castillos fortificados y bajo el

pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos

inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía

que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas

gracias a un último toque de color que añadía

a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle

que les pintase un perro guardián, y los señores

querían que les hiciera imágenes de soldados.

Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un

sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang

se alegraba de estas diferencias de opiniones que

le permitían estudiar a su alrededor las expresiones

de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de

su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle

masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el

anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes

tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos

de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado,

tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía.

Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su

avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el

tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô

estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía

escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales

de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-

Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano

se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto

a él para darle calor, pues la primavera acababa

de llegar y el suelo de barro estaba helado aún.

Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron

por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros

amedrentados del posadero y unos gritos de

mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció,

recordando que el día anterior había

robado un pastel de arroz para la comida del

maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo

y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô

a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de faroles.

La llama, que se filtraba a través del papel de colores,

ponía luces rojas y azules en sus cascos de

cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus hombros,

y, de repente, los más feroces rugían sin

razón alguna. Pusieron su pesada mano en la

nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse

en que sus mangas no hacían juego con el color

de sus abrigos.

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Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió

a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales.

Los transeúntes, agrupados, se mofaban

de aquellos dos criminales a quienes probablemente

iban a decapitar. A todas las preguntas que

hacía Wang, los soldados contestaban con una

mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling,

desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo

que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos

muros color violeta se erguían en pleno día

como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron

a Wang-Fô a franquear innumerables salas

cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba

las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino

y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del

poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras

emitían una nota de música, y su disposición

era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar

el palacio de Levante a Poniente. Todo se

concertaba para dar idea de un poder y de una

sutileza sobrehumanas y se percibía que las más

ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían

de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de

los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el

silencio se hizo tan profundo que ni un torturado

se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una

cortina; los soldados temblaron como mujeres,

y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el

Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida

por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía

un jardín al otro lado de los fustes de mármol

y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos

pertenecía a una exótica especie traída de

allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume,

por temor a que la meditación del Dragón

Celeste se viera turbada por los buenos olores.

Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos,

ningún pájaro había sido admitido en el

interior del recinto y hasta se había expulsado de

allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín

del resto del mundo, con el fin de que el viento, que

pasa sobre los perros reventados y los cadáveres

de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni

rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un

trono de jade y sus manos estaban arrugadas como

las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte

años. Su traje era azul, para simular el invierno, y

verde, para recordar la primavera. Su rostro era

hermoso, pero impasible como un espejo colocado

a demasiada altura y que no reflejara más que los

astros o y el implacable cielo. A su derecha tenía al

Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda

al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus

cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban

el oído para recoger la menor palabra que

de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre

de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—,

soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres

como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes

Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto

acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos

que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has

hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de

llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos

del suelo de jade transformaban en glauca como

una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por

aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar

en sus recuerdos si alguna vez había hecho del

Emperador o de sus ascendientes un retrato tan

mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco

probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento,

apenas había pisado la corte de los Emperadores,

prefiriendo siempre las chozas de los granjeros

o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas

y las tabernas del muelle en las que disputan los

estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo

Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando

su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—.

Voy a decírtelo. Pero como el veneno

ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras

nueve aberturas, para ponerte en presencia

de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi

memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había

reunido una colección de tus pinturas en la estancia

más escondida de palacio, pues sustentaba

la opinión de que los personajes de los cuadros

deben ser sustraídos a las miradas de los profanos,

en cuya presencia no pueden bajar los ojos.

En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-

Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a

mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto

de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas,

habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros

subditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi

puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre

o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y

viejos servidores que se me habían concedido se

mostraban lo menos posible; las horas daban

vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se

reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo.

Por las noches, yo los contemplaba

cuando no podía dormir, y durante diez años

consecutivos estuve mirándolos todas las noches.

Durante el día, sentado en una alfombra cuyo

dibujo me sabía de memoria, reposando la palma

de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla

seda, soñaba con los goces que me proporcionaría

el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país

de Han en medio, semejante al llano monótono

y hueco de la mano surcada por las líneas fatales

de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde

nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas

que sostienen el cielo. Y para ayudarme a

imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas.

Me hiciste creer que el mar se parecía a la

vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul

que una piedra al caer no puede por menos de

convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían

y se cerraban como las flores, semejantes a las

criaturas que avanzan, empujadas por el viento,

por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes

guerreros de delgada cintura que velan en las

fortalezas de las fronteras eran como flechas que

podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis

años, vi abrirse las puertas que me separaban del

mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las

nubes, pero eran menos hermosas que las de tus

crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos,

cuyo barro y piedras yo no había previsto,

recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus

jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas,

aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo

es como un jardín. Los guijarros de las orillas

me asquearon de los océanos; la sangre de los

ajusticiados es menos roja que la granada que se

ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los

pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales;

la carne de las mujeres vivas me repugna tanto

como la carne muerta que cuelga de los ganchos

en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados

me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo

impostor: el mundo no es más que un amasijo de

manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor

insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas.

El reino de Han no es el más hermoso de los

reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio

sobre el que vale la pena reinar es aquel donde

tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las

Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú

reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por

una nieve que no puede derretirse y sobre unos

campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por

eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a

reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que

me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear

lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte

en el único calabozo de donde no vas a poder salir,

he decidido que te quemen los ojos, ya que tus

ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que

abren tu reino. Y puesto que tus manos son los

dos caminos, divididos en diez bifurcaciones,

que te llevan al corazón de tu imperio, he dispuesto

que te corten las manos. ¿Me has entendido,

viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling

se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se

precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo

apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con

un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque

has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre

manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados

levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió

de su nuca, semejante a una flor tronchada.

Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô,

desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata

que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento

de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos

limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—,

y seca tus lágrimas, pues no es el momento

de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con

el fin de que la poca luz que aún les queda no se

empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte

sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte

sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô.

Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura

admirable en donde se reflejan las montañas,

el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos,

es verdad, pero con una evidencia que

sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras

que se miran a través de una esfera. Pero

esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu

obra maestra no es más que un esbozo. Probablemente,

en el momento en que la estabas pintando,

sentado en un valle solitario, te fijaste en un

pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al

pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño

te hicieron olvidar los párpados azules de las olas.

No has terminado las franjas del manto del mar,

ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô,

quiero que dediques las horas de luz que aún te

quedan a terminar esta pintura, que encerrará de

esta suerte los últimos secretos acumulados durante

tu larga vida. No me cabe duda de que tus

manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la

seda y el infinito penetrará en tu obra por esos

cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que

tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán

unas relaciones al límite de los sentidos humanos.

Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte

a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte

quemaré todas tus obras y entonces serás como

un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y

destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa

más bien, si quieres, que esta última orden es

una consecuencia de mi bondad, pues sé que la

tela es la única amante a quien tú has acariciado.

Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta

para ocupar tus últimas horas es lo mismo que

darle una ramera como limosna a un hombre

que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Emperador,

dos eunucos trajeron respetuosamente la

pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado

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la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó

las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba

su juventud. Todo en él atestiguaba una

frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía

aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en

la época en que la había pintado Wang, todavía

no había contemplado lo bastante las montañas,

ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos,

ni tampoco se había empapado lo suficiente

de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô

eligió uno de los pinceles que le presentaba un

esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado,

amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en

cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta

tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô

echó de menos a su discípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del

ala de una nube posada en una montaña. Luego

añadió a la superficie del mar unas pequeñas

arrugas que no hacían sino acentuar la impresión

de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo

singularmente húmedo, pero Wang-Fô,

absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando

sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas

del pintor, ocupaba ahora todo el primer

plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los

remos se elevó de repente en la distancia, rápido

y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando,

llenó suavemente toda la sala y luego cesó;

unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de

los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el

hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de

Wang se había apagado en el brasero del verdugo.

Con el agua hasta los hombros, los cortesanos,

inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la

punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del

corazón imperial. El silencio era tan profundo que

hubiera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje

viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la

huella de un enganchón que no había tenido

tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada

de los soldados. Pero lucía alrededor del

cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba

pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosamente

Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo

de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling

parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas

de los cortesanos sumergidos ondulaban en la

superficie como serpientes, y la cabeza pálida del

Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente

Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer,

si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había

bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador.

¿Qué podemos hacer?

—No temas nada, Maestro —murmuró el

discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni

siquiera recordarán haberse mojado las mangas.

Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un

poco de amargor marino. Estas gentes no están

hechas para perderse por el interior de una pintura.

Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable.

Los pájaros marinos están haciendo sus nidos.

Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó

sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó

de nuevo toda la estancia, firme y regular como el

latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo

insensiblemente en torno a las grandes

rocas verticales que volvían a ser columnas.

Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron

en las depresiones del pavimento de jade.

Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el

Emperador conservaba algunos copos de espuma

en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía

sobre una mesita baja. Una barca ocupaba

todo el primer término. Se alejaba poco a poco,

dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse

sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el

rostro de los dos hombres sentados en la barca,

pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la

barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debilitándose y

luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador,

inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera

delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca

de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha

imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho

de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente,

la barca viró en derredor a una roca que cerraba

la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra

del acantilado; borróse el surco de la desierta

superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling

desaparecieron para siempre en aquel mar de jade

azul que Wang-Fô acababa de inventar.

jueves, 8 de octubre de 2015

Audioteca Cultura de la Nación–Selección "Lugares" con 30 cuentos argentinos interpretados por actores.



La colección Lugares reúne cuentos de escritores argentinos contemporáneos que visitan sitios, parajes, ciudades, villas o aldeas de nuestra geografía, con la libertad de la imaginación narrativa y el tono propio del que cuenta en primera persona.

Un proyecto de la cineasta Lucrecia Martel. Son clásicos y modernos de la literatura argentina. Se podrá acceder a ellos en la tablet, en la computadora o el teléfono.

Descargar


As De Espada
de Juan Filloy
por Alejandro Awada
Asiático
de Federico Falco
por Alberto Ajaka
Ay Enrique!
de Elvira Orphee
por Verónica Llinas
Bajo Cero
de Damián Ríos
por Claudia Cantero
Caballo En El Salitral
de Antonio Di Benedetto
por Marco Antonio Caponi
Como Una Cabeza Enloquecida
de Patricio Pron
por Maximiliano Gallo
Diario De Un Explorador
de Jorge Accame
por Capullo Medina
El Cerebro Musical
de Cesar Aira
por Fernando Noy
El Diario
de Ana Basualdo
por Stella Galazzi
El Pianista
de Ricardo Piglia
por Iván Moshner
El Rescate
de Daniel Moyano
por Norma Argentina
Ferrocarriles Argentinos
de Elvio Gandolfo
por Osvaldo Santoro
Final De Juego
de Julio Cortázar
por Erica Rivas
Funes El Memorioso
de Jorge Luis Borges
por Guillermo Arengo
Habrá Que Matar A Los Perros
de Miguel Briante
por Manuel Callau
Japonés
de Rodolfo Fogwill
por Luis Ziembrovsky
La Casa De Azúcar
de Silvina Ocampo
por Cristina Banegas
La Gata
de Hector Tizón
por Jaime Torres
La Gran Bola De Pelusa
de Marcelo Cohen
por Humberto Tortonese
La Gran Noche De Los Trenes
de Sara Gallardo
por Adriana Aizemberg
La Tardecita
de Juan José Saer
por Mario Alarcón
Las Doce A Bragado
de Haroldo Conti
por Tata Cedrón
Los Bultos
de Carlos Hugo Aparicio
por Roly Serrano
Nada Que Ver Conmigo
de Carolina Bruck
por Alejandra Flechner
Oficina
de Leticia Obeid
por Eva Bianco
Pirovano
de Matilde Sanchez
por Marta Lubos
Tratado De Fitolingüística
de Mario Ortiz
por Esteban Bigliardi
Un Día Cualquiera
de Hebe Uhart
por Mónica Cabrera
Una Mañana Con El Hombre Del Casco Azul
de Washington Cucurto
por Erasmo Olivera

Velcro Y Yo
de Martín Rejtman
por Fabián Arenillas

 


sábado, 19 de septiembre de 2015

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz– Jorge Luis Borges, El Aleph (1949)

 

cruzyfierro

I’m looking for the face I had

before the world was made.

Yeats: The winding stair.

 

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desem-peñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció…

Martin Fierro y Cruz

El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

5 enseñanzas vitales que obtendrás al leer “El guardián entre el centeno”

AUNQUE “EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO“, LA EMBLEMÁTICA NOVELA DE J.D. SALINGER, SE CONSIDERA UN RELATO PARA ADOLESCENTES, SU VALOR LITERARIO TRASCIENDE ESTA CIRCUNSTANCIA PARA ENFRENTARNOS A ALGUNAS DE LAS PREGUNTAS MÁS VITALES DE LA EXISTENCA HUMANA.
POR: PIJAMASURF - 12/01/2014 A LAS 03:01:35

ARTE-CULTURA / LITERATURA-CONTEMPORANEA

guard

J. D. Salinger tiene fama de ser uno de los escritores más enigmáticos en la historia de la literatura. Su introversión es legendaria, lo mismo que su reticencia a publicar. Toda proporción guardada, el caso del escritor estadounidense es un tanto parecido al del mexicano Juan Rulfo, quien luego de dar a la imprenta un par de libros —los bien conocidos El llano en llamas y Pedro Páramo, en 1953 y 1955, respectivamente— jamás publicó por el resto de su vida, a pesar de la insistencia tanto de editores como de colegas escritores y aun del público lector, quienes echaban en falta otra muestra del genio y el talento del jalisciense. Sin embargo, como escribe Augusto Monterroso en la “fábula” inspirada en esta decisión de Rulfo, el zorro fue más sabio y no cedió al deseo de sus detractores secretos.

En el caso de Salinger ese ocultamiento voluntario obedece a causas no del todo aclaradas aunque, por otro lado, tampoco muy importantes. En efecto: ¿por qué tendría que interesarnos la vida de un escritor cuando ahí está su obra? ¿Qué nos importa su misantropía cuando ahí está, por ejemplo, El guardián entre el centeno?

Recientemente, con motivo del 95° aniversario de su nacimiento, el pasado 1° de enero el sitioThe Huffington Post publicó una nota sobre 5 cosas que esta emblemática novela nos puede enseñar sobre la vida, lo cual podría parecer poco factible por la tendencia que existe a considerar El guardián… un relato propio para la adolescencia, una suerte de Bildungsroman o novela de formación que, por la situación en que se encuentra su protagonista ―un joven que inesperadamente tiene que abandonar la infancia para adentrarse en el mundo de las responsabilidades―, parece adecuada sólo para aquellos que comparten esa circunstancia de vida, que tienen más o menos la misma edad y viven más o menos en el mismo entorno.

Sin embargo, como sucede con las grandes obras literarias o artísticas en general, la coyuntura se trasciende en favor de los grandes asuntos de la naturaleza humana. Del mismo modo que la biografía de un artista debe tener un lugar secundario al momento de enfrentarnos con su obra, así también puede decirse que con la obra en sí, hay un punto en el que poco o nada importa que nos hable de una sociedad aristocrática de inicios del siglo XX o de un enamoramiento frustrado en la Alemania del siglo XVIII si, a fin de cuentas, aquello que consigna, aquello que se conserva a través de los años y las geografías, es un intento de respuesta ante las interrogantes que todas las personas, en todas las latitudes, en todas las épocas, en algún momento se hacen, aquellas concernientes al enigma del amor, el dolor de la soledad, la impotencia de crecer y envejecer y estar siempre ante el abismo de lo desconocido que nos espera y más, mucho más.

Así con El guardián entre el centeno. Porque aquello que puede descubrirse entre sus páginas no es exclusivo de un adolescente de clase media en los suburbios estadounidenses de los ’50. Eso es accidental. Pero quizá no lo que al final permanece.

1. No estás solo en tus frustraciones

Una de las emociones más presente en El guardián… es la frustración. Su protagonista parece desear más de lo que puede conseguir y, en este desequilibrio, la frustración surge. Con todo, este sentimiento podría ser más común de lo que se cree y, de cierto modo, generar un tipo de lazo con otros.

Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado y hasta  asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.

2. Las convenciones sociales a veces son útiles

Holden es huraño y, entre otros rasgos, desconfía de las formas sociales, a las cuales, como tantos de nosotros, asocia con la hipocresía y la banalidad. Sólo que, después de todo, esas convenciones tienen su razón de existencia y en más de una ocasión pueden ser útiles, por más que nos desagrade ponerlas en nuestra boca.

El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.

3. La literatura puede sacarte de donde estás

A pesar de todo, Holden es un gran lector. Probablemente no tenga buenas calificaciones y su relación con las escuelas y la autoridad es, por decirlo de alguna manera, accidentada, pero su amor por la literatura lo distingue y, lo que es aún más notable, le permite no evadirse de su realidad, sino considerar su realidad desde otros puntos de vista ―lo cual es una de las grandes ganancias de tener la literatura como un hábito.

Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos.

4. Crecer conlleva el desafío de convertir las frustraciones en otra cosa

Probablemente el verdadero reto de vivir sea eso que en el psicoanálisis lacaniano se conoce como el “pasar a otra cosa”, hacer de la vida un continuo aprendizaje en el que tanto las alegrías como los momentos de dolor (y todo lo que se encuentra en ese amplio arco emocional) son la materia prima con la que eventualmente transformamos nuestra existencia.

—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un psicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que… ¿Me sigues?

—Sí, claro que sí.

—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»

5. Encontrar la belleza es difícil y, todavía más, conservarla.

Es posible que el sentido de la vida sea esencialmente estético, que vivir vale la pena cuando descubrimos, en un momento epifánico, de iluminación fugaz, que la vida es sencillamente hermosa. Pero alcanzar este conocimiento y, además, sostenerlo como una cantante sostiene una nota, es, paradójicamente, no tan sencillo ―aunque no imposible.

Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.

El guardián entre el centeno - Texto completo - pdf

martes, 18 de agosto de 2015

Cómo ser un escritor conocido: manual para recién llegados - Joaquín Sánchez Mariño

En un mundo pleno de aspirantes a la escena literaria, leer y escribir bien no parece suficiente; la búsqueda de un público y la autopromoción asoman como inevitables

Por Joaquín Sánchez Mariño | Para LA NACION

El señor M tiene una pequeña gema entre las manos, pero carga con la lepra: no lo conoce nadie. Ergo, nadie leyó su pequeña gema. ¿Cómo puede hacer el señor M para que alguien repare en su trabajo? En el siglo XV, pongamos que habla mal de Dios hasta quedar encadenado y recitar sus versos finales al calor de la hoguera. En el XIX escribe una profunda novela sobre alguno de los grandes temas y la gente de Londres corre a comprarla. En el XX se hace amigo de algún literato con campo y se deja llevar por la gracia de su mecenas. Pero hoy, año 2015, sus posibilidades parecen ser infinitas. ¿Cómo se hace, entonces, para ser un escritor conocido?

Mercedes Romero tiene 25 años. Empezó en el género preliterario por excelencia: el posteo de Facebook. Después entró en un taller literario con Luis Mey y su estilo fue adquiriendo likes, ese bien de cambio de la contemporaneidad. Hoy, a menos de un año de ese primer texto replicado en las redes, a Mercedes acaban de confirmarle que la editorial Notanpüan va a publicar su primer libro.

Julieta Habif, de 24 años, por estos días se está preguntando qué hacer. Tiene un blog (estoesunapipa.blogspot.com), donde escribe historias de amor. Con el tiempo fue logrando una comunidad de seguidores y le dieron ganas de tener un libro propio, pero no sabe si autopublicarlo o esperar a que alguna editorial le acepte el manuscrito. "Me gusta mucho escribir, cada vez más, y publicar me parece el siguiente paso lógico para seguir haciéndolo. Como irse a vivir con la pareja después de un tiempo de noviazgo", dice. Guillermo, librero de Eterna Cadencia desde hace 5 años, no recomienda ir por el camino de la autoedición si se pretende alcanzar el gran público: "Llegan muchas ediciones de autor a la librería, y la verdad es que muy difícilmente se les hace un lugar si no vienen con una recomendación determinada o al amparo de una editorial respetada".

Juan Sklar es un caso distinto. El año pasado publicó Los catorce cuadernos (Beatriz Viterbo), y aun siendo su primera novela, ya vendió más de mil ejemplares. Por supuesto, su libro no llega de la nada a los anaqueles. Sus notas web, "Sexo Turista" primero (publicada en la revista La única) y el más reciente "Hecho en Bangkok", donde cuenta que va a ser padre, le valieron miles y miles de lectores. Para cuando salió su libro ya había mucha gente esperándolo.

"Mi mejor herramienta de difusión fueron los textos, ellos me valieron el contagio que se generó con lo que escribo. Con la literatura no hice, en términos de difusión, nada que no haya hecho antes en otros mundos: la tele, la radio, el teatro. Pero sólo acá pasó lo que pasó. Quiero decir: la difusión sola no logra nada. Pero tampoco podemos escribir y nada más. Hay que salir a defender la obra. Tal vez me haya quedado del teatro la falta de pudor por el autobombo. El under teatral se desespera por conseguir público. Pero ojo, tiene que estar claro que la prioridad es escribir, no postear. Por otro lado, no entiendo la fantasía que se formó alrededor de los escritores: es un mundo en el que hay muy poca plata, no hay muchas mujeres ni hombres, y no hay grandes fiestas? Y sin embargo, todo el mundo quiere ser un escritor famoso. Qué sé yo".

¿Realmente la literatura -o la defensa de ella- nos muestra mejores de lo que somos? No, nos muestra solos y desesperados por saciar la vanidad de nuestro ego. Si ya sabemos que el éxito como escritor no nos deparará dinero, ni amores y aventuras, ¿por qué buscar tan desesperadamente que nos lean? Es la respuesta incómoda que nadie acepta y que Don Draper, el genial antihéroe de Mad Men, confiesa con total liviandad cuando una chica le pregunta qué hace bañado y perfumado a las tres de la mañana: "Soy vanidoso".

 

ESCRIBIR NO ES PARA TÍMIDOS

"El camino más noble y efectivo para hacerse un lugar en la literatura es leer y escribir bien. El resto son variaciones de la falta de pudor o cierto goce exhibicionista por el ridículo, cuestiones que siempre están ocultando una falta de verdadera voluntad creativa", dice Nicolás Mavrakis, periodista cultural free lance y escritor.

En esa línea está la obra de Cocó Muro. Su libro, Diez razones por las cuales usted debe tener este libro, saldrá el próximo mes por editorial Llanto de Mudo. "La estrategia de difusión es la clásica: comunicarlo por redes, generar cierta intriga y expectativa, enviarlo a los medios de comunicación que más me gustan y contarles en una gacetilla de prensa a los periodistas de qué se trata lo que les estoy enviando", explica. El suyo es un libro de listas ("literatura en potencia"), que surgió de su voluntad experimental y del buen recibimiento que tuvieron esos textos cuando los publicó en Facebook. Otra vez, el posteo como disparador, como género de acercamiento. Si de Borges se dice que además de su obra escrita está su obra oral, ¿cuántas obras hechas de posteos habrá de acá a cincuenta años?

"Todo el mundo deje de hablar ahora mismo. Presten atención. Se los dije a ustedes, se los dije a mis críticos: yo soy el más grande de todos los tiempos." Habla Muhammad Ali al comienzo de documental Facing Ali. Tiene razón el hombre: fue el mejor de todos los tiempos. ¿Pero sólo por su manera de pelear? Según Eduardo Bejuk, periodista especialista en boxeo, la revolución que causó en el mundo gracias a sus dichos, sus polémicas y su figura lo elevaron a la categoría de mito, iniciando la era moderna del deporte. Dice que Alí, sin lo que él inventó para sí, nunca hubiera sido Alí.

Y algo parecido pasa en el mundo de la nueva literatura: ya no gana el que domina el ring de la escritura sino el que mejor se inventa a sí mismo. Hay algo positivo después de todo: la ficción nunca tuvo tan buen pulso. "Pero nadie se sostiene sólo de posteos. Tiene que haber una obra detrás que lo sustente. Si no, la gente se siente estafada", dice Juan Sklar. En ese aspecto, Facebook permite ver en cámara lenta cómo van llegando esos 15 minutos de Warhol y cómo cada uno intenta retenerlos, estirarlos, reciclarlos, y finalmente dejarlos ir.

Facundo García Valverde sabe bien de qué se trata la fama. Escribió varios libros de famosos como ghost writer, y en este año la editorial Galerna publicará su novela Fama, sobre la vida de un extraño ex participante de Gran Hermano. "Cuando era más complejo publicar, había pocos puntos en común entre el mundo editorial y el de Gran Hermano. Hoy todo parece seguir una misma lógica, la de un mercado que te exige autopromocionarte: las lecturas son las presentaciones en discotecas de los ex participantes, las reseñas son los videos de tu paso por la casa, los lectores son los fans que agitan por Twitter y te votan por SMS, las roscas con otros escritores son los complots que se arman en la casa; las solicitudes de amistad en Facebook son los canjes publicitarios. Todo eso, sin embargo, no es nada; es al sexo lo que la ropa de tu pareja: lo que tenés que sacar para tener sexo. Lo único verdadero es que te lean y que los otros te reconozcan como alguien que vale la pena leer", dice.

En su mirada, un escritor que busca ser leído no lo hace por acariciar su ego: "Uno enfrenta el trabajo creativo y literario con tantas expectativas como inseguridades -explica-. Uno cree estar hablando de la soledad y, en realidad, está hablando del miedo; otro cree estar hablando de sus amigos y, en realidad, está describiendo la tragedia política de haber nacido en América Latina. Ese 'en realidad' es todo; ese 'en realidad' es por lo que la gente te lee y no tiene nada que ver con tu ambición o vanidad. En el fondo, es similar a lo que dice Hannah Arendt para el dominio político: 'Uno participa para mostrarse único en un ámbito donde nada es previsible y nada está bajo tu control'".

Adriana Amado, doctora en Ciencias Sociales de Flacso y especialista en medios, dice: "Los escritores no están lejos de los nuevos parámetros de celebridad: un escritor puede ser conocido, célebre o respetado. Son muy pocos los que tienen las tres condiciones. Las dos primeras son producto de la maquinaria de prensa de la industria editorial: entre periodistas que no leen, lo que se difunde es la solapa del libro. Además, sucede que somos más los que escribimos que los que leemos. Sobre todo porque cada vez tenemos menos tiempo de leer de tanto que nos lleva escribir. Por eso viene Amazon como justiciero universal y amenaza con pagar regalías por páginas efectivamente leídas. Yo creo que además debería descontar lo que leímos de falsas reseñas, falsas entrevistas al autor y demás delicias de la maquinaria de difusión".

Y sea por fama u oscuridad, de pronto todos queremos ser escritores. Queremos viajar a la Feria del Libro de Guadalajara y codearnos con nuestros cuates latinoamericanos mientras planeamos la revolución de la literatura, una vez más, pero para siempre. Queremos hacer frases que rompan la moda y poder descansar en lo que ya dijimos. Pero nos falta el corazón latente de nuestro sueño: nos falta haber escrito.

 

POR UN LUGAR EN LA LITERATURA

"Ser conocido puede ser un efecto secundario de trabajar mucho, moverte siempre en un ambiente determinado o ser muy bueno en Twitter. Mi táctica, que es producto de discapacidad publicitaria, es recitar en vivo y llevar los libros. Es un trabajo de hormiga pero es súper satisfactorio -cuenta Mariana Bugallo, que el miércoles que viene en Casa Brandon presentará el libro Muchacho-. Supongo, por otro lado, que los nuevos medios de difusión ayudan a que nos conozcamos entre nosotros más que a que se nos conozca".

Por su parte, Nora Galia, directora de la editorial Letras del Sur, profesora de la carrera de Edición de la UBA y especialista en Gestión cultural, dice: "En el marco de la hipermodernidad, no estamos frente a lectores sino a consumidores omnívoros. Es una tarea conjunta del editor y del autor batallar contra una constante oferta de 'entretenimiento' y de nuevos star systems. Hoy, el escritor tiene que tomar un rol activo para construirse como tal".

¿Pero qué es construirse como escritor? Primero, asumir el deseo de ser escritor, tenga sentido o no. Después, comunicar. Y comunicar es ser un escritor que postea. Intentar, claro, mantenerse en los reinos del buen gusto. Y si la competencia es feroz, bajar cada tanto al barro de la confesión y contar, por ejemplo, que uno va a estar leyendo textos en tal o cual evento palermitano. ¿Le importa a alguien? Imposible saberlo, pero la consigna es clara: el que quiere escribir, labure su perfil de escritor. Ya no más postear felices cumpleaños a la vieja ni fotos del partido: ahora sólo referencias a la literatura. Empezar a ir a encuentros a levantar la copa con extraños. Seguir escritores en Twitter, lograr en lo posible una mención de alguien respetado. Salir a la caza de notas y artículos sobre la propia novela. Y olvidar el lastre moral de la humildad. Después de todo, ¿qué es un escritor hoy en día sino alguien que proclama que sus palabras tienen un valor?

Gonzalo Garcés, director editorial de Galerna y escritor, dice: "Yo creo que los mejores artistas logran un equilibrio existencial muy delicado. Ellos saben que son boludos como todos tratando de ganarse el pan, pero saben también que la imagen mágica que proyectan no por ser falsa carece de valor. Es como la imagen de Dios para un ateo o la idealización que vos podés hacer de alguien a quien amás. Es un fantasma, sí, pero un fantasma que te eleva un poco más alto y te sirve de guía. George Clooney dijo que él no tenía Twitter porque si tenés Twitter sos accesible, y si sos accesible, no sos una estrella. No conozco a George, pero tengo el pálpito de que no cree que es una estrella inalcanzable, pero sabe que tiene que proyectar esa imagen. Es como ser padre. Ser padre, en presencia de tus hijos, es claramente ser mejor de lo que sos, porque ellos lo necesitan". Igual que la literatura, que necesita de la máquina de humo para seguir estando viva.

lunes, 17 de agosto de 2015

martes, 28 de julio de 2015

La creación de los cuentos - Clarissa Pinkola Estés


¿Cómo nacieron los cuentos? Ah, los cuentos vinieron al mundo porque Dios se sentía solo.
¿Que Dios se sentía solo? Pues sí, veréis, el vacío en el principio de los tiempos era muy oscuro.


Él vacío era oscuro porque estaba tan abarrotado de cuentos que ni siquiera uno solo de ellos sobresalía entre los demás.
Los cuentos, por lo tanto, no tenían forma, y el rostro de Dios se desplazaba sobre el abismo, buscando y buscando... un cuento. Y la soledad de Dios era muy grande.


Al final, surgió una gran idea, y Dios murmuró: «Hágase la luz.»

Y se hizo una luz tan grande que Dios pudo entonces adentrarse en el vacío y separar los cuentos oscuros de los cuentos de la luz. Como consecuencia de ello, nacieron los claros cuentos del amanecer y también los hermosos cuentos del atardecer. Y Dios vio que eso era bueno.


Ahora Dios estaba ya más animado y, a continuación, separó los cuentos celestiales de los cuentos terrenales, y éstos de los cuentos sobre el agua. Después Dios se complació en crear los árboles pequeños y los grandes y las semillas y plantas de brillantes colores, para que también pudiera haber cuentos acerca de los árboles y las semillas y las plantas.


Dios se rió con satisfacción y su risa hizo que las estrellas y el cielo se colocaran en su sitio. Dios puso en el cielo la luz dorada, el sol, para que gobernara el día, y la luz plateada, la luna, para que gobernara la noche. Y Dios creó todo eso para que hubiera cuentos de las estrellas y la luna, cuentos acerca del sol y cuentos sobre todos los misterios de la noche.


Tan satisfecho estaba Dios de lo que había hecho que se dedicó a crear los pájaros, los monstruos marinos y todas las criaturas vivientes que se mueven, todos los peces y las plantas que hay bajo el mar, y todas las criaturas aladas, todo el ganado y las cosas que se arrastran, y todas las bestias de la tierra según su especie. Y de todo ello surgieron cuentos sobre los mensajeros alados de Dios, y cuentos de fantasmas y monstruos, y cuentos de ballenas y peces, y otras historias sobre la vida antes de que la vida supiera de sí misma, sobre todo lo que ahora tiene vida y todo lo que algún día cobrará vida.
Y, sin embargo, a pesar de todas estas prodigiosas criaturas y todos estos soberbios cuentos y de todos los placeres de la creación, Dios seguía sintiéndose solo.


Entonces Dios se echó a andar y a pensar, a pensar y a andar y, ¡por fin!, a nuestro gran Creador se le ocurrió la idea. «Ya está. Hagamos a los seres humanos a nuestra imagen y semejanza. Dejemos que cuiden de todas las criaturas de los mares y del aire y de la tierra, y que éstas cuiden a su vez de ellos.»


Así pues, Dios creó a los seres humanos a partir del polvo de la tierra y les insufló el aliento de la vida, y los seres humanos se convirtieron en almas vivientes: Dios los creó hombre y mujer. Y, en cuanto los hubo creado, cobraron vida de repente todos los cuentos relativos a la existencia humana, millones y millones de cuentos. Y Dios los bendijo a todos y los puso en un jardín llamado Edén.


Ahora Dios paseaba por los cielos todo sonrisas, porque ya no estaba solo. No eran cuentos lo que faltaba en la creación, sino más bien, y muy especialmente, los seres humanos emotivos que pudieran contarlos.

sábado, 20 de junio de 2015

A novel oasis: why Argentina is the bookshop capital of the world

[De: http://www.theguardian.com/world/2015/jun/19/argentina-books-bookstores-reading]

A novel oasis: why Argentina is the bookshop capital of the world

Buenos Aires alone has more bookstores per person than any other city in the world – just enough for inquisitive Argentinians to indulge their literary cravings

 

el ateneo argentina

El Ateneo Grand Splendid mega bookstore in Buenos Aires is an old theatre converted into a modern bookshop.

Their country has endured military dictatorship, economic collapse and a particularly vituperative brand of politics, so perhaps it is not surprising that Argentinians should still find solace in the oldest of pleasures: curling up with a good book.

The country’s capital Buenos Aires has more bookshops per inhabitant than any other city in the world, according to a recent study by the World Cities Culture Forum.

With a population of around 2.8 million, Buenos Aires has at least 734 bookstores – roughly 25 bookshops for every 100,000 inhabitants. Worldwide, only Hong Kong comes close, with 22 bookshops per 100,000, followed by Madrid in a distant third with just 16 and compared to a mere 10 bookshops for every 100,000 for London.

Gabriela Adamo, who until recently was the president of the city’s annual book fair – an event which draws over 1 million visitors each year – says Argentina’s love affair with the book is related to the wave of mass immigration in the late 19th and early 20th centuries.

A century ago, Buenos Aires was the shining capital of one of the wealthiest countries of the world. European immigrants poured into Buenos Aires, creating a multicultural environment in which culture and the arts thrived.

At one stage Buenos Aires boasted two English-language newspapers, various German-language papers (including at one stage a pro-Nazi paper, an anti-Nazi one and a Jewish newspaper) along with a plethora of Spanish-language newspapers, magazines and literary and arts publications. “The book as an object became a cultural symbol back then. It’s something that persists today,” said Adamo.

But contemporary economics also plays a role: books are exempt from Argentina’s standard sales tax – a whopping 21% on most goods – and internet sales and electronic book readers have yet to make inroads on the local publishing market.

Amazon does not have an Argentinian site and import restrictions make it a bureaucratic nightmare to purchase books from international internet sellers.

“Argentinians still prefer to come in and browse for books,” said Antonio Dalto, business manager of the Ateneo Grand Splendid bookshop. “We have a websitefor selling books, but it only draws a small percentage of readers. As a matter of fact, they seem to use it more to select titles online, but then they come to buy the actual book here at the shop.”

El Ateneo in Buenos Aires

El Ateneo in Buenos Aires

That is perhaps unsurprising, considering the grandeur of the shop’s setting: opened as a theatre in 1919 and converted into a giant bookstore 15 years ago, the Grand Splendid still boasts the beautiful ceiling frescoes painted by an Italian artist almost a century ago. Around 1 million customers visit it each year to browse through its gargantuan 21,000 square feet showroom, or withdraw into one of the old theatre boxes perched for a leisurely read.

“Culture is very important to the people of Buenos Aires. Even young kids read books, we see them here every day. Books for teenagers are one of our biggest sellers,” said Dalto.
Publishers and booksellers say that the city’s book market is distinctly catholic in taste, immune to fads or fashion. “There’s a very particular kind of reader here, with wide and varied demand,” said Adamo.

Argentina is one of the most prolific book publishers in Latin America, and the number of titles published has grown steadily each year, from 16,092 in 2004 to 28,010 last year. The total number of books printed in 2014 was 123m.

Publishing experts have also linked the country’s love for reading to its obsession with psychoanalysis: Argentina has more psychologists per inhabitant than any other country in the world, and according to Virginia Ungar, a member of the Buenos Aires Psychoanalytical Association, the habitual introspection of therapy makes Argentinians ideal readers.

“Psychoanalysis, reading and the arts in general are all linked because they are all an inquiry into the depths of personality. Both literature and psychoanalysis work with the word,” said Ungar, who is president-elect of the International Psychoanalytical Association founded by Sigmund Freud in 1910.

It is not only the market for new books which is thriving: Buenos Aires also has a total of 102 rare and secondhand bookshops, far outranking London with only 68 or Berlin, with only six, and only third in terms of secondhand bookshops per inhabitant after Johannesburg and Tokyo, most of them congregated along Avenida Corrientes.

bookshops books Argentina

A man reads in a book shop in Plaza Dorrego, San Telmo, Buenos Aires

The city’s unusual hours – people often meet for dinner at 11pm, and shops stay open until after midnight – also play a role, said Ignacio Iraola, general manager of the Argentinian branch of the Spanish publishing behemoth Planeta.

“Buenos Aires is a city that wakes up late and the day stretches out into the early hours,” he said. “Avenida Corrientes is like a long, open bookshop that never sleeps.”

Away from the city centre, local bookshops also thrive. Tucked away in the bohemian neighbourhood of Villa Crespo is La Internacional Argentina, an independent store which specialises in first editions of Latin American authors.

On a recent evening, its owners Francisco Garamona and Nicolás Moguilevsky, both thirtysomething, were ending the day with some bottles of red Argentinian wine in the back room where they run Mansalva, a speciality press that publishes many first-time novelists and poets, as well as art books by Argentinian painters.

“If this was a job we would have got bored by now and quit – our existence is a miracle,” says Garamona. Although the bookshop and Mansalva press barely scrape by, they have been in business for 15 years now, a testament to the unquenchable thirst of the city for books.

“We hold a fair every two months on a Saturday on the sidewalk here,” says Moguilevsky. “It’s really surprising, sometimes up to 500 people come, many of them young kids. And they usually walk away with two or three books that they get here for the price they would pay for just one at one of the big bookshops downtown.”

miércoles, 10 de junio de 2015

La casa de Adela - Mariana Henríquez

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus botitas de gamuza— siempre regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.

Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, sus habitantes los señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del barrio todavía penaba con televisores blanco y negro.

Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la evitaba, a pesar de su casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo. Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo más preciso sea decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas.

Nuestra madre decía que Adela tenía un caracter único, era valiente y fuerte, un ejemplo, una dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela contaba que sus padres mentían. Sobre el brazo. No nací así. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella daba su versión. La había atacado su perro, un Doberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco como a veces les pasa a los Doberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro, entonces les dolía siempre la cabeza y se enloquecían. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba, el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto, mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé entre los dientes.

Mi hermano no creía esta versión.

—A ver, y la cicatriz donde está.

—Se curó re bien. No se ve.

—Imposible. Siempre se ven.

—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.

—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.

Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.

—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de capital.

—Bla bla bla —le decía mi hermano y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y sin embargo nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.

No sé cuál fue la primera película. A mi no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan: vos no, decía mi mamá y era imposible discutir con ella.

—¿Y por qué a Pablo lo dejás?

—Porque es más grande.

—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.

—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.

Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me contaran las películas. Y cuando terminaban de contarlas, contaban más historias. Cuando Adela hablaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban burlonas. Yo las veía cuando ella se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él podía ocultar mejor que nosotras.

Supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta que solamente quedó de él ese costillar a la vista, ese cráneo destrozado y, sobre todo, ese brazo izquierdo en el medio de las vías, tan separado de su cuerpo y del tren que no parecía producto del accidente –del suicidio, le sigo diciendo accidente a su suicidio—; parecía que alguien lo había centrado entre dos rieles para exponerlo, como un saludo, un mensaje.

La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas. Nunca pude ver una película de terror. Después de lo que pasó en la casa les tengo fobia. Si veo una escena por casualidad o error en la televisión, esa noche tengo que tomar pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada en el sillón, con los ojos quietos y sin su brazo, y mi hermano mirándola con adoración. Algunas de las historias que recuerdo: un perro poseído por el demonio —Adela tenía debilidad por las historias de animales, otra sobre un hombre que había descuartizado a su mujer y ocultado sus miembros en una heladera; esos miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora mata al asesino, apretándole el cuello –Adela tenía debilidad, también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.

Solamente me acuerdo en detalle de las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuando comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde después de la escuela mi hermano y yo la acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa abandonada que estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, lo joven que era esa tarde de verano, el olor a champú de limón de su pelo y la carcajada de chicle de menta.

—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.

Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.

—Por qué –dijo Pablo.

—Por nada, porque está abandonada.

—¿Y?

—No hagas caso hijo.

—¡Decime, dale!

—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.

Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía argumentos, solamente su aprehensión. La casa había estado abandonada desde que mis padres llegaron al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que, apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?, quiso saber Pablo. Qué morboso estás hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere el otro se apaga enseguida. Y desde entonces los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando a ver quién se queda con la casa. Pero es una casa bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá lo retó por usar una mala palabra.

—¿Qué mala palabra?

—Sabés perfectamente: no voy a repetir.

—Chota no es una mala palabra.

—Pablo, te reviento eh.

—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.

—Qué se yo hijo, querrán el terreno, es un problema de la familia.

—Para mi que tiene fantasmas.

—¡A vos te están haciendo mal las películas!

Yo creí que se las iban a prohibir, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella. Salimos corriendo. Bajamos las escaleras de madera del chalet, muy hermosas, tenían de un lado ventanas con vidrios de colores, verdes, amarillos y rojos y estaban alfombradas. Adela corría más lento que nosotros y un poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.

La casa no tenía nada especial a primera vista, pero si se le prestaba atención, había detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre seca, dijo Adela.

Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso sí me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes; y además era muy pálida y la piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como pasa en los rostros de las geishas o de los mimos. Entró al jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el camino de baldosas que llevaba a la puerta, se dio vuelta y dijo:

—¿Se dieron cuenta?

No esperó nuestra respuesta.

—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?

Mi hermano la siguió, entró al jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el sendero de baldosas que llevaba de la vereda a la puerta de entrada.

—Es verdad –dijo. —Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení.

Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy segura de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado. Era amarillo, corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un mosquito gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mis hermano y Adela se burlaran de mi, pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle tenés razón, esa casa es mala y no se esconden ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene que salir.

Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban por el barrio sobre la casa. Preguntaban al quiosquero y en el club; a Don Justo, que esperaba el atardecer sentado en una silla sobre la vereda, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables, muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la herencia. Otros que nunca visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los conocía. Los hijos, si existían, eran un misterio.

—Alguien tuvo que tapiar las ventanas –le dijo mi hermano a Don Justo.

—Vos sabés que sí, ahora que decís. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.

—A lo mejor los albañiles eran los hijos.

—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles y los viejitos eran rubios, transparentes. Como vos, Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser.

La idea de entrar a la casa fue de mi hermano. Estaba fanatizado. Tenía que saber que había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a Adela.

Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín reseco. El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda no les prestaba atención. No les parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.

O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.

Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora Pablo y Adela –pero sobre todo Adela— contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.

—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?

—Pobre –dijo Pablo. —No escucha la voz de la casa.

—No importa –dijo Adela. —Nosotros te contamos.

Y me contaban.

Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.

Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el patio de atrás.

Sobre el patio de atrás, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como madrigueras de ratas.

Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.

A Pablo le costó un poco convencer a Adela de entrar. Fue extraño. Ella parecía tener miedo. Ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único brazo y hasta la sacudía. Decidieron entrar a la casa el último día del verano. Fueron las exactas palabras de Adela, una tarde de discusión en el living de su casa.

—El último día del verano, Pablo –dijo. —Dentro de una semana.

Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. Yo tenía 9 años. Era más chica que ellos pero sentía que debía cuidarlos. Que no podían entrar solos a la oscuridad.

Decidimos entrar de noche, después de cenar. Teníamos que escaparnos pero salir de casa de noche, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora ya no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que los roben, tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las sombras.

Un grupo de chicas jugaba al elástico en el medio de la calle; cuando pasaba un auto paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo, más liso, algunas adolescentes patinaban. Caminamos entre ellas, desapercibidos. Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila.

Conectada, pienso ahora.

Nos señaló a puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.

—¿Cómo? —preguntó Pablo.

—La encontré así.

Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herramientas de mi papá, que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando la linterna.

—No hace falta –dijo Adela.

La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro de la casa había luz.

Recuerdo que caminamos de la mano, bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el techo, donde debía haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como ramas secas. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.

La casa no parecía rara, al principio. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono, un teléfono negro, como el de nuestros abuelos.

Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo que recé, que repetí en voz baja, con los ojos cerrados. Y no sonó.

Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía desde afuera. Y zumbaba, como si detrás de las paredes vivieran colonias de bichos ocultos bajo la pintura.

Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía “esperá, esperá” cada tres pasos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía “sí, sí”, pero yo sentí que ya no nos hablaba a nosotros. Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.

La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos, empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo.

Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.

—Son uñas –dijo Pablo.

Sentí que el zumbido me ensordecía. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En el siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar el aparato de ortodoncia; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba adelante mío en la escuela; le decíamos Coneja

Cuando levanté la cabeza para mirar el tercer estante, se apagó la luz.

Adela gritó en la oscuridad. Yo solamente escuchaba mi corazón: latía tan fuerte que me dejaba sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto vi un redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije “salgamos, salgamos”. Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la salida, siguió entrando en la casa. Lo acompañé. Quería irme, pero no sola.

La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se detuvo: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación no terminaba nunca o su límites estaban demasiado lejos para ser alcanzados por la luz de una linterna.

—Salgamos –volví a decirle y recuerdo que pensé en irme sola, en dejarlo, en escapar.

—¡Adela! —gritó Pablo. No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa habitación eterna.

—Acá.

Era su voz, muy baja, cercana. Estaba detrás nuestro. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de donde venía la voz y entonces la vimos.

Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada junto a una puerta. Después se dio vuelta, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás suyo. Mi hermano corrió pero cuando alcanzó la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.

Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería rescatarla: solamente quería salir y lo seguí, corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas, brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.

La casa dejó de zumbar.

No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrir la puerta. En algún momento escuchó mis gritos. Y me hizo caso.

Mis padres llamaron a la policía.

Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres de Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.

Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Estuvieron dentro de la casa durante horas, toda esa noche y hasta la madrugada. Adela no estaba. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. Se la dimos. La repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. “¡La casa está llena de escombros, mentirosa!”, me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía por favor dónde está mi hija.

En la casa, le dijimos. Abrió una habitación de la casa, entró y ahí debe estar todavía.

Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera ser considerado una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.

Recuerdo que lo escuché decir “máscara”, no “cáscara”. La casa es una máscara, escuché.

Creían que mentíamos. O que estábamos shockeados. No querían creer, siquiera, que habíamos entrado a la casa. Mi madre no nos creyó nunca. La policía rastrilló el barrio entero, allanó cada casa. Incluso detuvieron a algunos vecinos por sospechosos, pero tuvieron que dejarlos libres muy pronto: nada los relacionaba con un supuesto secuestro. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los noticieros y leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias veces y siempre decía: “A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan”.

Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la convencí, yo la hice entrar, decía.

Una noche, mi papá se despertó en medio de la noche, escuchó que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó de la cama, agazapado, pensando que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la cerradura –esa cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una linterna en la mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por favor, que quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.

Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los 22 años. Yo reconocí el cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se arrojó frente al tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban sus manos.

Desde que Pablo se mató yo vuelvo a la casa. Entro al jardín, que sigue quemado y amarillo. Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace quince años y así quedaron, abiertas. Adentro, cuando el sol la ilumina, se ven vigas, el techo agujereado, y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí dentro. Los chicos creen nuestra versión. Nunca se pudo probar un secuestro. Nunca hubo pistas. Durante una época cambiaban al equipo de investigadores, echaban a policías, temblaba el gobernador. Ahora el caso está cerrado. Adentro de la casa, en el piso, los chicos del barrio pintaron con aerosol el nombre de Adela. En las paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña, escrita en fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.

Mi hermano, que también visitaba la casa, vio estas indicaciones e hizo este viejo ritual, una noche. No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital.

No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. “Acá vive Adela, ¡cuidado!”, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste, o en desafío, para asustar. Pero yo sé que tiene razón. Que esta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.