sábado, 19 de septiembre de 2015

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz– Jorge Luis Borges, El Aleph (1949)

 

cruzyfierro

I’m looking for the face I had

before the world was made.

Yeats: The winding stair.

 

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desem-peñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció…

Martin Fierro y Cruz

El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

5 enseñanzas vitales que obtendrás al leer “El guardián entre el centeno”

AUNQUE “EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO“, LA EMBLEMÁTICA NOVELA DE J.D. SALINGER, SE CONSIDERA UN RELATO PARA ADOLESCENTES, SU VALOR LITERARIO TRASCIENDE ESTA CIRCUNSTANCIA PARA ENFRENTARNOS A ALGUNAS DE LAS PREGUNTAS MÁS VITALES DE LA EXISTENCA HUMANA.
POR: PIJAMASURF - 12/01/2014 A LAS 03:01:35

ARTE-CULTURA / LITERATURA-CONTEMPORANEA

guard

J. D. Salinger tiene fama de ser uno de los escritores más enigmáticos en la historia de la literatura. Su introversión es legendaria, lo mismo que su reticencia a publicar. Toda proporción guardada, el caso del escritor estadounidense es un tanto parecido al del mexicano Juan Rulfo, quien luego de dar a la imprenta un par de libros —los bien conocidos El llano en llamas y Pedro Páramo, en 1953 y 1955, respectivamente— jamás publicó por el resto de su vida, a pesar de la insistencia tanto de editores como de colegas escritores y aun del público lector, quienes echaban en falta otra muestra del genio y el talento del jalisciense. Sin embargo, como escribe Augusto Monterroso en la “fábula” inspirada en esta decisión de Rulfo, el zorro fue más sabio y no cedió al deseo de sus detractores secretos.

En el caso de Salinger ese ocultamiento voluntario obedece a causas no del todo aclaradas aunque, por otro lado, tampoco muy importantes. En efecto: ¿por qué tendría que interesarnos la vida de un escritor cuando ahí está su obra? ¿Qué nos importa su misantropía cuando ahí está, por ejemplo, El guardián entre el centeno?

Recientemente, con motivo del 95° aniversario de su nacimiento, el pasado 1° de enero el sitioThe Huffington Post publicó una nota sobre 5 cosas que esta emblemática novela nos puede enseñar sobre la vida, lo cual podría parecer poco factible por la tendencia que existe a considerar El guardián… un relato propio para la adolescencia, una suerte de Bildungsroman o novela de formación que, por la situación en que se encuentra su protagonista ―un joven que inesperadamente tiene que abandonar la infancia para adentrarse en el mundo de las responsabilidades―, parece adecuada sólo para aquellos que comparten esa circunstancia de vida, que tienen más o menos la misma edad y viven más o menos en el mismo entorno.

Sin embargo, como sucede con las grandes obras literarias o artísticas en general, la coyuntura se trasciende en favor de los grandes asuntos de la naturaleza humana. Del mismo modo que la biografía de un artista debe tener un lugar secundario al momento de enfrentarnos con su obra, así también puede decirse que con la obra en sí, hay un punto en el que poco o nada importa que nos hable de una sociedad aristocrática de inicios del siglo XX o de un enamoramiento frustrado en la Alemania del siglo XVIII si, a fin de cuentas, aquello que consigna, aquello que se conserva a través de los años y las geografías, es un intento de respuesta ante las interrogantes que todas las personas, en todas las latitudes, en todas las épocas, en algún momento se hacen, aquellas concernientes al enigma del amor, el dolor de la soledad, la impotencia de crecer y envejecer y estar siempre ante el abismo de lo desconocido que nos espera y más, mucho más.

Así con El guardián entre el centeno. Porque aquello que puede descubrirse entre sus páginas no es exclusivo de un adolescente de clase media en los suburbios estadounidenses de los ’50. Eso es accidental. Pero quizá no lo que al final permanece.

1. No estás solo en tus frustraciones

Una de las emociones más presente en El guardián… es la frustración. Su protagonista parece desear más de lo que puede conseguir y, en este desequilibrio, la frustración surge. Con todo, este sentimiento podría ser más común de lo que se cree y, de cierto modo, generar un tipo de lazo con otros.

Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado y hasta  asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.

2. Las convenciones sociales a veces son útiles

Holden es huraño y, entre otros rasgos, desconfía de las formas sociales, a las cuales, como tantos de nosotros, asocia con la hipocresía y la banalidad. Sólo que, después de todo, esas convenciones tienen su razón de existencia y en más de una ocasión pueden ser útiles, por más que nos desagrade ponerlas en nuestra boca.

El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.

3. La literatura puede sacarte de donde estás

A pesar de todo, Holden es un gran lector. Probablemente no tenga buenas calificaciones y su relación con las escuelas y la autoridad es, por decirlo de alguna manera, accidentada, pero su amor por la literatura lo distingue y, lo que es aún más notable, le permite no evadirse de su realidad, sino considerar su realidad desde otros puntos de vista ―lo cual es una de las grandes ganancias de tener la literatura como un hábito.

Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos.

4. Crecer conlleva el desafío de convertir las frustraciones en otra cosa

Probablemente el verdadero reto de vivir sea eso que en el psicoanálisis lacaniano se conoce como el “pasar a otra cosa”, hacer de la vida un continuo aprendizaje en el que tanto las alegrías como los momentos de dolor (y todo lo que se encuentra en ese amplio arco emocional) son la materia prima con la que eventualmente transformamos nuestra existencia.

—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un psicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que… ¿Me sigues?

—Sí, claro que sí.

—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»

5. Encontrar la belleza es difícil y, todavía más, conservarla.

Es posible que el sentido de la vida sea esencialmente estético, que vivir vale la pena cuando descubrimos, en un momento epifánico, de iluminación fugaz, que la vida es sencillamente hermosa. Pero alcanzar este conocimiento y, además, sostenerlo como una cantante sostiene una nota, es, paradójicamente, no tan sencillo ―aunque no imposible.

Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.

El guardián entre el centeno - Texto completo - pdf