jueves, 27 de marzo de 2014

Las dulzuras del hogar–Flannery O’Connor

Thomas se retiró a un lado de la ventana y con la cabeza entre la pared y la cortina miró el camino que llevaba a la casa, donde el coche se había detenido. Su madre y la pequeña zorra bajaban de él. La madre apareció lentamente, impasible y torpe, y después las piernas largas y un tanto arqueadas de la pequeña zorra se deslizaron, con el vestido por encima de las rodillas. Lanzando un grito de alegría corrió al encuentro del perro que, a saltos, desbordante de felicidad, tembloroso de placer, había salido a darle la bienvenida. La ira fue invadiendo el corpachón de Thomas con una intensidad alarmante, como una turba amenazadora. Ahora solo tenía que hacer la maleta, irse a un hotel y quedarse allí hasta que la casa volviera a la normalidad.

No sabía dónde había una maleta, le fastidiaba hacer el equipaje, necesitaba sus libros, su máquina de escribir no era portátil, estaba acostumbrado a la manta eléctrica, no soportaba comer en un restaurante. Su madre, con su caridad temeraria, estaba a punto de destrozar la paz del hogar. La puerta trasera se cerró de golpe; la risa de la muchacha salió precipitadamente desde la cocina, atravesó el pasillo trasero y el hueco de la escalera, para entrar finalmente en su habitación y abalanzarse sobre él como una descarga eléctrica. Thomas dio un salto y miró furioso a su alrededor. Las palabras que había dicho aquella mañana fueron inequívocas: «Si vuelves a traer a esa chica a esta casa, me voy. Elige: ella o yo».

Había escogido. Un dolor intenso le atenazó la garganta. Era la primera vez en sus treinta y cinco años... Sintió una humedad repentina y abrasadora detrás de los ojos. Entonces se apaciguó, vencido por la ira. Todo lo contrario: no había escogido. Confiaba en su apego a la manta eléctrica. Se merecía una lección. La risa de la chica subió por segunda vez hasta él, y Thomas hizo una mueca. Volvió a ver su mirada de la noche anterior. Ella había invadido su habitación. Thomas se había despertado y se había encontrado con la puerta abierta y con ella dentro. Entraba suficiente luz desde el pasillo para verla cuando se volvió hacia él. Su rostro era como el de una cómica en una comedia musical: barbilla puntiaguda, mejillas como manzanas y ojos felinos y vacíos. Se levantó de la cama de un salto, agarró una silla de respaldo recto y la obligó a retroceder de espaldas hasta la puerta, manteniendo la silla delante de él como un domador que echara fuera a un gato peligroso. En silencio la obligó a recorrer el pasillo y se paró para llamar a la puerta de su madre. La muchacha, con un grito ahogado, dio media vuelta y huyó a la habitación de los invitados.

Un momento después su madre había abierto la puerta y había asomado la cabeza con cierta aprensión. La cara, grasienta por el potingue que se ponía por las noches, estaba enmarcada por unos rulos de goma rosa. Miró hacia el lugar por donde había desaparecido la chica. Thomas se quedó delante de ella, con la silla todavía levantada como si estuviera a punto de domar a otro animal.

—Ha intentado meterse en mi cuarto —masculló al tiempo que se colaba en la habitación—. Me he despertado y estaba intentando meterse en mi habitación. —Cerró la puerta tras de sí y su voz se elevó indignada—. ¡No voy a aguantar esto! ¡No lo aguantaré ni un solo día más!

La madre, obligada a retroceder hasta la cama, se sentó en el borde. Tenía un cuerpo pesado sobre el que descansaba una cabeza delgada, misteriosamente enjuta e incongruente.

—Es la última vez que te lo digo —siguió Thomas—, no lo aguantaré ni un solo día más.

Había una clara tendencia en todas las acciones de su madre: con las mejores intenciones del mundo, convertía la virtud en algo grotesco, la perseguía con una intensidad tan insensata que todo aquel que se veía envuelto en esa persecución quedaba en evidencia y la misma virtud se volvía algo ridículo.

—Ni un día más —repitió él.

La madre meneó la cabeza enérgicamente, con los ojos todavía fijos en la puerta. Thomas dejó la silla en el suelo delante de ella y se sentó. Se inclinó como si estuviera a punto de explicarle algo a un niño retrasado.

—Es una más de sus desgracias —dijo la madre—. Horrible, horrible. Me dijo el nombre, pero lo he olvidao. Es algo que no puede evitar. Es algo con lo que nació.

Thomas —añadió poniéndole la mano en la mejilla—, ¿y si fueras tú?

La exasperación cerró la tráquea de Thomas.

-¿No puedo hacerte comprender —rugió— que si no puede de ayudarse a sí misma tampoco tú puedes ayudarla?

Los ojos de la madre, íntimos pero inconmovibles, tenían el azul de las grandes distancias después de la puesta de sol.

—Niperómana —murmuró.

—Ninfómana —graznó él, iracundo—. No tiene por qué decirte esas palabrejas. Es una deficiente moral. Eso es todo lo que necesitas saber. Nació sin sentido de la moral... Como otros nacen sin un riñón o sin una pierna. ¿Comprendes?

—Es que no dejo de pensar que podrías ser tú —repuso ella, con la mano todavía en su mejilla—. Si fueras tú, ¿cómo crees que iba sentirme si no hubiera nadie que te recogiera? ¿Y si fueras un nipermaniático, en lugar de una persona inteligente y brillante, hicieras cosas que no pudieras evitar y...?

Thomas sintió un asco profundo e insoportable hacia sí mismo, como si se estuviera convirtiendo lentamente en la muchacha.

— ¿Qué llevaba puesto? —preguntó la madre de repente, con los ojos entrecerrados.

— ¡Nada! —rugió él—. ¿Quieres sacarla de aquí?

— ¿Cómo voy a echarla a la calle? Esta mañana ha vuelto a amenazar con matarse.

—Mándala de nuevo a la cárcel.

—A ti no te mandaría de nuevo a la cárcel, Thomas.

Él se levantó, agarró la silla y salió de la habitación antes de perder por completo el control de sí mismo.

Thomas quería a su madre. La quería porque estaba en su naturaleza quererla, pero había ocasiones en que no soportaba el amor que ella le profesaba. Había ocasiones en que ese amor se convertía en un misterio estúpido y Thomas se sentía rodeado por unas fuerzas, unas corrientes invisibles que escapaban a su control. Ella partía siempre de la idea más trillada —era algo que «estaba bien hacer»— para llegar a los compromisos más temerarios con el diablo, al que, naturalmente, nunca reconocía.

Para Thomas el diablo solo era un modo de hablar, pero un modo apropiado a las situaciones en que su madre se metía. Si la mujer hubiera tenido un ápice de inteligencia, él habría podido demostrarle que, desde los primeros tiempos del cristianismo, ningún exceso de virtud está justificado, que la moderación en el bien trae consigo la moderación en el mal, que si san Antonio se hubiera quedado en casa cuidando de su hermana ningún diablo le habría acosado.

Thomas no era cínico y estaba lejos de oponerse a la virtud, que consideraba el principio del orden y lo único que hacía la vida soportable. Su propia vida era soportable gracias a los frutos de las virtudes más sensatas de su madre: una casa bien administrada y unas comidas excelentes. Pero cuando a su madre se le iba la mano en la virtud, como ahora, se apoderaba del hijo la extraña sensación de que le rondaban los demonios, y estos no eran una excentricidad mental ni en él ni en la vieja; eran criaturas con personalidad, presentes aunque no visibles, que en cualquier momento podían lanzar un aullido o mover un cacharro.

La chica había aterrizado en la cárcel del condado hacía un mes, acusada de pasar un cheque falso, y su madre había visto la fotografía en el periódico. Mientras desayunaban, la había mirado largo rato y luego se lo había pasado por encima de la cafetera

—Imagínate, solo tiene diecinueve años y está en esa cárcel asquerosa. Y no parece mala chica.

Thomas echó una ojeada a la fotografía. Tenía la cara de una pilluela astuta. Pensó que la edad media de los delincuentes descendía sin cesar.

—Parece una chica sana —añadió la madre.

—La gente sana no hace circular cheques falsos.

—No sabes lo que harías tú si estuvieras en un apuro.

—No haría circular un cheque falso.

—Creo que le llevaré una cajita de bombones.

Si en aquel momento se hubiera mantenido firme, no habría ocurrido nada. Su padre, de haber estado vivo, se habría mantenido firme en aquel momento. Llevar bombones era la cosa «que estaba bien hacer» que más le gustaba. Cuando alguien de su misma categoría social se trasladaba al pueblo, le visitaba y le llevaba una caja de bombones. Cuando alguno de los hijos de sus amigas tenía un bebé o ganaba una beca, le visitaba y le llevaba una caja de bombones. Cuando un viejo se rompía la cadera, ella estaba a la cabecera de su cama con una caja de bombones. A él le había hecho gracia la idea de que llevara una caja de bombones a la cárcel. Ahora, plantado en su habitación, mientras las carcajadas de la chica le estallaban en la cabeza, maldijo la gracia que le había hecho. Cuando su madre volvió de la visita a la cárcel, había entrado en tromba en su estudio, sin siquiera llamar, y se había desmoronado cuan larga era en el sofá, sobre cuyo brazo apoyó los pies, pequeños e hinchados. Al cabo de unos segundos se recuperó lo suficiente para incorporarse y colocar un periódico bajo ellos. Después volvió a recostarse.

—No sabemos cómo vive la otra mitá —dijo.

Thomas sabía que, aunque su conversación iba de cliché en cliché, detrás había experiencias reales. Sentía menos que la chica estuviera en la cárcel que el hecho de que su madre la hubiera visto allí. Hubiera querido evitarle todas las cosas desagradables.

—Bueno —dijo él dejando el periódico—, será mejor que lo olvides. Hay razones más que suficientes para que la chica esté en la cárcel.

—No puedes imaginar por lo que ha pasao —afirmó ella mientras volvía a sentarse—.

Escucha.

La pobre chica, Star, se había criado con una madrastra que tenía tres hijos propios, uno de los cuales era casi adulto y había abusado de ella de un modo tan terrible que se había visto obligada a escapar para encontrar a su verdadera madre. Cuando la encontró, su verdadera madre la mandó a varios internados para sacársela de encima. Tuvo que huir de todos ellos por la presencia de pervertidos y sádicos tan monstruosos que no había palabras para describir sus actos. Thomas se daba cuenta de que su madre no se había librado de ciertos detalles de los que él se estaba librando. De vez en cuando, divagaba, le temblaba la voz y Thomas comprendía que estaba recordando alguna atrocidad que le había sido descrita gráficamente. Tuvo la esperanza de que el recuerdo de todo aquello se borraría en unos días, pero no fue así. Al día siguiente la madre había vuelto a la cárcel con unos kleenex y una crema facial, y unos días más tarde anunció que había consultado a un abogado.

En ocasiones como esa, Thomas lloraba de corazón la muerte de su padre aunque en vida no lo soportara. El viejo no habría aguantado esas tonterías. Insensible a la compasión inútil, habría tocado las teclas necesarias (a espaldas de ella) con su amigote el sheriff, y la muchacha habría acabado en el penal del estado para cumplir allí su condena. Solía estar siempre ocupado en una actividad rabiosa, hasta que una mañana —con una mirada de enfado a su mujer, como si ella fuera la única responsable— se desplomó muerto sobre la mesa del desayuno. Thomas había heredado la sensatez de su padre sin su crueldad, y el amor de su madre hacia el bien sin su tendencia a perseguirlo. Su estrategia ante cualquier hecho práctico consistía en esperar y ver qué pasaba.

El abogado descubrió que la historia de las repetidas atrocidades era falsa en su mayor parte, pero cuando le explicó que la muchacha tenía una personalidad psicopática, sin estar lo bastante loca para ir a un manicomio, ni ser lo bastante criminal para estar en la cárcel, ni lo bastante estable para vivir en sociedad, la madre quedó más profundamente afectada que nunca. La muchacha confesó enseguida que su historia no era verdad y argumentó que era una mentirosa nata; mentía, dijo, porque se sentía insegura. Había pasado por las manos de varios psiquiatras que habían dado los últimos toques a su educación.Sabía que no había esperanza para ella. Ante tal desgracia, su madre parecía abrumada por un penoso misterio que solo sería soportable si se redoblaban los esfuerzos. Con gran disgusto de Thomas, parecía mirarlo a él con compasión, como si su confuso sentido de la caridad ya no estableciera distinciones.

Unos días más tarde, entró en tromba y dijo que el abogado había logrado la libertad condicional para la chica y que sería confiada en custodia... a ella. Thomas se levantó de la tumbona y dejó caer la revista literaria que había estado leyendo. Su rostro, grande y blando, se contrajo a la espera de más dolor.

— ¡No vas a traer a esa chica aquí!

— No, no, tranquilízate, Thomas.

Con grandes dificultades había logrado que emplearan a la chica en una tienda de animales y le había encontrado también un sitio donde vivir, con una anciana maniática que conocía. La gente no era generosa. No se ponían en el lugar de una persona como Star, que lo tenía todo en contra. Thomas volvió a sentarse y cogió la revista. Le parecía que acababa de escapar de algún peligro que no deseaba determinar.

— Ya sé que es inútil decirte nada —comentó—, pero dentro de unos días esa chica se habrá ido del pueblo, después de sacarte todo lo que haya podido. No volverás a saber de ella.

Dos días más tarde, cuando llegó por la noche a casa y abrió la puerta de la sala, una carcajada aguda y superficial lo traspasó como una lanza. Su madre y la chica estaban sentadas junto a la chimenea, donde ardían los leños de gas. La primera impresión que daba enseguida la muchacha era la de ser físicamente una delincuente. Llevaba el pelo cortado como el de un perro o el de un duende, e iba vestida a la última moda. Fijó en él una mirada larga, familiar y centelleante, que al cabo de unos segundos dio paso a una sonrisa íntima.

— ¡Thomas! —dijo su madre, y en la firmeza de su voz se incluía el mandato de que no saliera corriendo—. Esta es Star, de la que tanto te he hablao. Va cenar con nosotros.

La chica se hacía llamar Star Drake. El abogado había descubierto que su verdadero nombre era Sarah Ham. Thomas no se movió ni habló. Se quedó vacilante en el umbral, embargado por lo que parecía una perplejidad salvaje.

— Hola, Sarah —dijo por fin, con tal tono de asco que él mismo enrojeció al oírlo, pues no le parecía digno de él demostrar desprecio hacia una criatura tan patética.

Entró en la sala, resuelto a demostrar al menos un mínimo de educación, y se dejó caer con pesadez en una silla de respaldo recto.

— Thomas escribe sobre historia —explicó la madre lanzándole una mirada amenazadora—. Este año es presidente de la Sociedad Histórica local.

La muchacha se inclinó hacia delante y dedicó a Thomas una atención todavía más descarada.

— ¡Fabuloso! —dijo con voz gutural.

— En estos momentos Thomas está escribiendo sobre los primeros colonizadores d'este

condao.

— ¡Fabuloso! —repitió la muchacha.

Con un esfuerzo de voluntad, Thomas consiguió comportarse como si estuviera solo en la habitación.

— Oiga, ¿sabe a quién se parece? —preguntó Star, con la cabeza ladeada y mirándolo de soslayo.

— ¡Oh, a alguien muy importante! —dijo la madre, ufana.

— Al poli de la película que vi anoche —dijo Star.

— Star —observó la madre—, creo que deberías tener más cuidao con las películas que ves. Creo que solo deberías ver las mejores. Me parece que las historias policíacas no pueden hacerte ningún bien.

— Oh, era una de esas del delito no sale a cuenta, y le juro que el poli era su vivo retrato. No hacían más que tomarle el pelo. Parecía que no iba a aguantarlo un minuto más y que iba a explotar. Era la monda. Y no era feo del to —añadió con una sonrisa aduladora.

— Star —dijo la madre—, creo que sería estupendo que te aficionaras a la música.

Thomas suspiró. La madre siguió parloteando y la chica, sin hacerle el menor caso, no apartaba los ojos de él. Su mirada era de tal naturaleza que era como si fueran sus manos, que descansaban en sus rodillas, en su cuello. Sus ojos tenían un brillo burlón y él se daba cuenta de que sabía muy bien que no soportaba verla. A Thomas no le hacía falta más para comprender que estaba en presencia de la corrupción misma, pero una corrupción libre de culpa, ya que tras ella no había una facultad responsable. Tenía ante sus ojos la forma más intolerable de la inocencia. Se preguntó, distraídamente, cuál sería la actitud de Dios ante una cosa así, con la intención de adoptarla si era posible.

El comportamiento de su madre durante toda la cena fue tan idiota que se le hacía insoportable mirarla pero, como aún soportaba menos mirar a Sarah Ham, fijó en el aparador que había al otro lado de la habitación una mirada de desaprobación y de asco. La madre escuchaba todos los comentarios de la chica como si merecieran una seria atención. Expuso varios planes para que Star empleara de un modo saludable el tiempo libre. Sarah Ham prestaba tan poca atención a estos consejos como si procedieran de un loro. Una vez, cuando Thomas miró sin querer hacia ella, le guiñó un ojo. En cuanto terminó con la última cucharada del postre, Thomas se levantó.

— Tengo que irme. Tengo una reunión.

— Thomas —dijo su madre—, quiero que de paso lleves a Star a casa. No quiero que vaya sola en taxi por la noche.

Por unos segundos, Thomas permaneció callado y furioso. Después dio media vuelta y salió de la habitación. Volvió enseguida con una oscura determinación impresa en el rostro. La chica estaba ya a punto y le esperaba sumisa en la puerta de la sala. Le brindó una mirada pletórica de admiración y de confianza. Thomas no le ofreció el brazo, pero ella lo cogió de todos modos y salió de la casa y bajó por las escaleras enlazada a lo que hubiera podido ser un milagroso monumento andante.

— ¡Sé buena! —gritó la madre.

Sarah Ham soltó una risita burlona y hundió el codo en las costillas de Thomas. Mientras se ponía el abrigo, Thomas había decidido que esta era su oportunidad de explicar a la muchacha que, a menos que dejara de ser un parásito de su madre, él se aseguraría personalmente de que volviera a la cárcel. Le haría saber que conocía su juego, que no era un inocentón y que había ciertas cosas que no estaba dispuesto a aguantar. Sentado ante su mesa, pluma en mano, nadie se expresaba mejor que Thomas. En cuanto estuvo encerrado en el coche con Sarah Ham, el terror le atenazó la lengua. Ella dobló las piernas bajo el trasero y dijo con una risita:

— Por fin solos.

Thomas alejó el coche de la casa y se dirigió rápidamente hacia la verja. Ya en la autopista, pisó el acelerador como si lo persiguieran.

— Caray —dijo Sarah Ham bajando los pies del asiento—. ¿Dónde está el fuego?

Thomas no respondió. A los pocos segundos notó que ella se acercaba, se estiraba, se escurría hacia él, y por último colocó la mano flácida sobre su hombro.

— Tomsee no me quiere, pero a mí me parece monísimo.

Thomas recorrió los seis kilómetros que lo separaban del pueblo en poco más de cuatro minutos. El semáforo del primer cruce estaba en rojo, pero no hizo caso. La anciana vivía tres manzanas más allá. Cuando el coche paró con un frenazo delante de la casa, él bajó de un salto y corrió a abrirle la portezuela a la muchacha. Ella no se movió y Thomas no tuvo otro remedio que esperar. Al cabo de un minuto apareció por fin una pierna, y luego una carita pálida desvergonzada lo miró fijamente. Había algo en aquella mirada que hacía pensar en la ceguera, pero era la ceguera de los que no saben que no pueden ver. Thomas se sintió extrañamente asqueado. Aquellos ojos vacíos lo escudriñaban.

— A mí nadie me quiere —dijo la muchacha con tono de amargura—. ¿Y si tú fueras yo y yo no soportara llevarte en mi coche ni siquiera un kilómetro?

— Mi madre te tiene afecto —masculló él.

— ¡Vaya! ¡Una mujer que vive más o menos con setenta y cinco años de atraso!

Thomas dijo sin aliento:

— Si te veo otra vez molestándola, haré que te vuelvan a meter en la cárcel. —Había una fuerza sorda detrás de su voz, aunque esta fuera apenas un susurro.

— ¿Tú y quién más? —replicó ella, y volvió a meterse en el coche como si no tuviera la menor intención de salir.

Thomas se inclinó, la agarró a ciegas por la solapa del abrigo, la sacó a rastras y la dejó en la calle. Después se apresuró a subir al coche y salió a todo gas. La otra portezuela había quedado abierta y la risa de la muchacha, sin cuerpo pero real, lo siguió por la calle como si estuviera a punto de precipitarse de un salto dentro del vehículo e irse con él. Thomas se inclinó, la cerró de un portazo y se dirigió hacia su casa, demasiado iracundo para asistir a la reunión. Tenía la intención de hacerle ver a su madre su disgusto. Tenía la intención de no dejar la menor duda sobre este punto. La voz de su padre resonaba desapacible en su cabeza. «Zoquete —decía el viejo—; plántate. Demuéstrale quien manda antes de que te lo demuestre ella.» Pero cuando Thomas llegó a casa su madre, sabiamente, ya se había acostado. A la mañana siguiente Thomas apareció en la mesa del desayuno; el ceño fruncido y la posición de su mandíbula indicaban que estaba de un humor peligroso. Cuando se proponía mostrarse enérgico, Thomas empezaba como un toro que, antes de embestir, retrocede con la cabeza baja y rasca el suelo.

— Ahora escúchame —empezó tras sacar la silla de un tirón y sentarse—, tengo algo que decirte sobre esa chica y no voy a repetirlo. —Tomó aliento—. No es más que una fulana. Se burla de ti a tus espaldas. Tiene la intención de sacarte todo lo que pueda y no significas nada para ella.

Su madre parecía haber pasado también mala noche. Por la mañana no solía vestirse, llevaba albornoz y un turbante gris en la cabeza que daba a su rostro un aspecto omnisciente que resultaba desconcertante. Era como estar desayunando con una sibila.

— Tendrás que tomar leche condensada esta mañana —dijo mientras le servía el café—. M'olvidé de comprar de la otra.

— Está bien, ¿me has oído? —gruñó Thomas.

— No estoy sorda —dijo su madre, y dejó la cafetera sobre el salvamanteles—. Ya sé que pa ella no soy más que una vieja bruja charlatana.

— Entonces, ¿por qué te empeñas en esta insensata...?

— Thomas —le interrumpió la madre, y apoyó la mejilla en la palma de la mano—, podrías ser...

— ¡Pero no soy yo! —replicó Thomas, asiéndose a la pata de la mesa a la altura de sus rodillas.

La madre, todavía con la cara apoyada en la mano, meneó levemente la cabeza.

— Piensa en to lo que tienes. Todas las dulzuras del hogar. Y una moral, Thomas. No tienes malas inclinaciones, no has nacío con cosas malas.

Thomas empezó a respirar como si tuviera un ataque de asma.

— No eres razonable —dijo con voz queda—. Él hubiera puesto las cosas en su sitio.

La vieja se puso rígida.

— Tú no eres como él.

Thomas abrió la boca sin decir nada.

— Sin embargo —prosiguió la madre, con un tono de sutil acusación, como si se arrepintiera del cumplido—, no la volveré a invitar, puesto qu'estás tan en contra d'ella.

— No estoy en contra de ella. Estoy en contra de que hagas el ridículo.

En cuanto abandonó la mesa y cerró la puerta de su estudio, su padre se acuclilló en su mente. El viejo había tenido la habilidad de un campesino para hablar en cuclillas, aunque no era un campesino, ya que había nacido y se había criado en la ciudad y se había trasladado a un lugar más pequeño solo para aprovechar su talento. Con una destreza constante los había convencido de que era uno de ellos. En medio de una conversación sobre el césped delante del juzgado, se ponía en cuclillas y sus dos o tres compañeros lo imitaban, sin interrumpir la conversación. Había vivido su mentira a base de gestos; nunca se había dignado contar una. «Deja que te pisotee —le decía—; tú no eres como yo. No eres lo bastante hombre.» Thomas se puso a leer vigorosamente y poco a poco la imagen desapareció. La chica había causado una perturbación en las profundidades de su ser, en algún lugar adonde no llegaba su capacidad de análisis. Se sentía como si hubiera visto pasar un tornado a cien metros de distancia y tuviera la intuición de que va a dar media vuelta y a embestirlo. No consiguió concentrarse en su trabajo hasta media mañana. Dos noches más tarde, después de la cena, su madre y él estaban sentados en el cuarto de estar, leyendo cada uno una sección del diario vespertino, cuando empezó a sonar el teléfono con la intensidad metálica de una alarma de incendios. Thomas alargó la mano para cogerlo. En cuanto tuvo el auricular en la mano, una estridente voz femenina penetró en la habitación:

— ¡Vengan a buscar a esta muchacha! ¡Vengan a buscarla! ¡Borracha! ¡Borracha en mi sala y no voy a tolerarlo! ¡Ha perdío el empleo y ha vuelto borracha! ¡No lo aguantaré!

La madre se puso en pie de un salto y cogió el auricular. El fantasma del padre de Thomas se irguió ante él. «Llama al sheriff», le apuntó el viejo.

— Llama al sheriff —dijo Thomas con voz firme—. Llama al sheriff para que vaya allí y la recoja.

— Estaremos allí dentro d'un minuto —decía su madre—. Iremos enseguida a buscarla.

Dígale que recoja sus cosas.

— No está en condiciones de recoger na —gritaba la voz—. No debieron haberme metío en casa a esta mujer! ¡La mía es una casa respetable!

— Dile que llame al sheriff —exclamó Thomas.

Su madre colgó el auricular y lo miró.

— A ese hombre no l'entregaría ni un perro.

Thomas, sentado en la silla con los brazos cruzados, miró fijamente la pared.

— Piensa en la pobre chica —le dijo su madre—. No tiene na. Na. Y nosotros lo tenemos to.

Cuando llegaron, Sarah Ham estaba apoyada contra la barandilla de la escalera, con las piernas bien abiertas y el cuerpo desmadejado. Tenía la boina calada hasta los ojos, como se la había encasquetado la anciana, y la ropa se le salía de la maleta, donde también la había metido la anciana. Mantenía una conversación de borracha consigo misma en un tono apagado e íntimo. Una mancha de carmín le subía por un lado de la cara. Dejó que la madre la guiara hasta el coche y la colocara en el asiento trasero sin que pareciera darse cuenta de quién era su salvadora.

— Nadie con quien hablar en to el día, solo un montón de malditos periquitos —dijo en un susurro furioso.

Thomas, que no había bajado del coche ni había vuelto a mirarla después de una primera mirada de asco, dijo:

— Te digo de una vez para siempre que a donde hay que llevarla es a la cárcel.

Su madre, sentada en el asiento trasero, con una mano de la chica entre las suyas, no respondió.

— Está bien, llévala al hotel —indicó Thomas.

— No puedo llevar una chica borracha a un hotel, y tú lo sabes.

— Pues llévala al hospital.

— Lo que necesita no es una cárcel ni un hotel ni un hospital, necesita un hogar.

— No necesita el mío.

— Solo por esta noche, Thomas —musitó la vieja—, solo por esta noche.

Desde entonces habían pasado ocho días. La pequeña zorra se había instalado en el cuarto de los huéspedes. Todos los días su madre salía a buscarle un empleo y un lugar para alojarse, pero fracasaba, pues la anciana había dado la alarma. Thomas estaba siempre en su habitación o en el estudio. Su hogar era para él casa, lugar de trabajo, iglesia, algo tan personal como el caparazón de una tortuga e igual de necesario. No podía creer que hubiera sido violado de ese modo. En su rostro encendido había una expresión de indignación y asombro. En cuanto la chica se levantaba por las mañanas, su voz sonaba como un blues palpitante que se elevaba y se estremecía, para bajar después precipitadamente insinuando pasiones a punto de ser satisfechas; Thomas, sentado ante su mesa de trabajo, se ponía en pie como movido por un resorte y, frenético, empezaba a taparse los oídos con pañuelos de papel. Cada vez que iba de una habitación a otra, de una planta a otra, ella aparecía de modo infalible. Cada vez que subía o bajaba por las escaleras, la chica se cruzaba con él y se apartaba con coquetería, o bien subía o bajaba con él, lanzando pequeños y trágicos suspiros con sabor a menta. A la muchacha parecía encantarle la repugnancia que Thomas sentía hacia ella y aprovechar todas las oportunidades para conseguir que diera muestras de ella, como si añadiera deleite a su martirio.

El viejo —pequeño, inquieto, con su sombrero amarillo de panamá, su traje de algodón, su camisa rosa cuidadosamente manchada, su pequeña corbata de lazo— parecía haberse aposentado en la mente de Thomas y desde allí, generalmente en cuclillas, soltaba, incansable, el mismo consejo desapacible cada vez que el muchacho hacía una pausa en su trabajo. «Pon las cosas en su sitio. Vete a ver al sheriff.»

El sheriff era otra versión del padre de Thomas, pero con camisa de cuadros y sombrero tejano, y diez años más joven. Era igualmente deshonesto y había admirado de verdad al viejo. Thomas, al igual que su madre, habría hecho cualquier cosa para evitar la mirada azul, pálida y vidriosa del sheriff. Esperaba encontrar otra solución, esperaba un milagro.

Con Sarah Ham en casa las comidas eran insufribles.

— A Tomsee no le caigo bien —dijo la tercera o cuarta noche a la hora de cenar, y lanzó una mirada mohína hacia la figura grande y rígida de Thomas, cuya expresión era la de un hombre atrapado por olores insoportables—. No me quiere aquí. Nadie me quiere en ninguna parte.

— El nombre de Thomas es Thomas —la interrumpió la madre—, no Tomsee.

— Lo de Tomsee me lo he inventao. Me parece un nombre muy mono. Me odia.

— No te odia —repuso la madre—. No somos la clase de personas que odian —añadió, como si eso de odiar fuera una especie de imperfección que ellos hubieran eliminado desde hacía generaciones.

— Sé muy bien cuando no se me quiere —continuó Sarah Ham—. Ni siquiera me quisieron en la cárcel. Me pregunto si Dios me querría si me matara.

— ¿Por qué no lo pruebas? —masculló Thomas.

La chica se deshizo en carcajadas. Luego paró bruscamente, hizo un puchero y empezó a temblar.

— Lo mejor que puedo hacer —dijo, con los dientes castañeteando— es matarme. Así no seré una molestia pa nadie. M'iré al infierno y tampoco molestaré a Dios. Ni siquiera el demonio me querrá. M'echará del infierno, ni siquiera en el infierno... —gimoteó.

Thomas se levantó, cogió el plato y los cubiertos y se fue al estudio a terminar su cena. Desde entonces, no había vuelto a comer en la mesa, su madre le servía en el escritorio. Durante esas comidas, la presencia del viejo se hacía más intensa. Parecía estar inclinado hacia atrás en su silla, con los pulgares metidos en los tirantes, mientras decía cosas como: «Ella nunca me sacó de mi propia mesa». Unas noches después, Sarah Ham se cortó las venas con un cuchillo de mondar patatas y tuvo un ataque de histeria. Desde el estudio, donde se había encerrado después de la cena, Thomas oyó un grito agudo, seguido de una serie de chillidos, y después los pasos rápidos de su madre. No se movió. La esperanza de que la chica se hubiera cortado la garganta desapareció al comprender que no podía haberlo hecho y seguir gritando como gritaba. Reanudó la lectura del periódico y los gritos fueron calmándose. Un minuto más tarde, su madre entró precipitadamente con el abrigo y el sombrero de Thomas.

— Tenemos que llevarla al hospital, ha intentao quitarse la vida. Le he puesto un torniquete. Dios mío, Thomas, ¡imagina que tú estuvieras tan deprimido pa hacer una cosa así!

Thomas se levantó mecánicamente y se puso el sombrero y el abrigo.http://biblioteca.d2g.com

— La llevaremos al hospital y la dejaremos allí.

— Pa que vuelva a ser presa de la desesperación —gritó la vieja—. ¡Thomas!

De pie en el centro de la habitación, consciente de que había llegado el momento en que la acción era inevitable, de que tenía que hacer las maletas, de que tenía que marcharse, de que tenía que irse, Thomas permaneció inmóvil. Su ira no iba dirigida contra aquella golfa, sino contra su madre. Aunque el médico comprobó que apenas se había hecho daño y enfureció a la muchacha riéndose del torniquete y aplicando solo un poco de yodo sobre el corte, la madre no logró recuperarse del incidente. Parecía haberle caído sobre los hombros un nuevo pesar, y no solo Thomas sino también Sarah Ham estaban furiosos por eso, pues parecía ser una especie de pesar general que hubiera encontrado otro objeto y no cesaría aunque ellos dos tuvieran la mejor de las suertes. El incidente de Sarah Ham había sumido a la vieja en una especie de luto por el mundo entero.

La noche que siguió al intento de suicidio, la madre recogió todos los cuchillos y tijeras de la casa y los guardó en un cajón. Vació una botella de veneno para las ratas en el inodoro y quitó todas las pastillas contra las cucarachas del suelo de la cocina. Entonces fue al estudio de Thomas y dijo en un susurro:

— ¿Dónde está la pistola de tu padre? Quiero encerrarla bajo llave.

— Está en mi cajón —rugió Thomas—, y no la voy a encerrar bajo llave. ¡Si se mata, mejor!

— Thomas, ¡te va a oír!

— ¡Que me oiga! ¿No comprendes que no tiene ni la más mínima intención de matarse?

¿No comprendes que las de su clase nunca se matan? ¿No comprendes...?La madre salió sigilosamente por la puerta y la cerró para que la chica no oyera a Thomas; la risa de Sarah Ham, próxima en el pasillo, entró retumbando en la habitación.

— Ya verá Tomsee. Me mataré y entonces lamentará no haber sido bueno conmigo.

Usaré su propia pistola, ¡su propia pistolita con la culata de nácar! —exclamó, y soltó una carcajada estridente y atormentada que pretendía imitar la de un monstruo del cine. Thomas rechinó los dientes. Abrió de golpe el cajón de la mesa y buscó la pistola. Era una herencia del viejo, que era de la opinión de que en cada casa debía haber una pistola cargada. El viejo había descerrajado una noche dos balas en el costado de un maleante, pero Thomas jamás la había disparado. No tenía el menor temor a que la chica la usara contra sí misma y cerró el cajón. Las de su clase se aferraban tenazmente a la vida y eran capaces de sacar un histriónico provecho de cada momento de ella.

Le habían pasado por la cabeza varias ideas para deshacerse de la muchacha, pero eran pensamientos cuya índole moral indicaba que procedían de una mente parecida a la de su padre, y Thomas los había rechazado. No lograría que volvieran a encerrar a la chica hasta que esta hiciera algo ilegal. El viejo no hubiera vacilado en emborracharla y llevarla hasta la autopista en el coche e informar a la policía de su presencia allí, pero Thomas consideraba que esto iba en contra de sus principios morales. Sin embargo, las ideas se abalanzaban sobre él, a cual más extravagante. No tenía la más remota esperanza de que la chica cogiera la pistola y se pegara un tiro, pero aquella tarde, cuando miró dentro del cajón, el arma había desaparecido. El estudio se cerraba desde dentro, no desde fuera. No le importaba lo de la pistola pero pensar en las manos de Sarah Ham sobre sus papeles lo sacaba de quicio. Ahora incluso su estudio estaba contaminado. El único sitio que ella no había tocado era su dormitorio.

Aquella noche entró en él.

Por la mañana, a la hora del desayuno, Thomas no probó bocado y ni siquiera se sentó. Se quedó al lado de la silla y planteó el ultimátum mientras la madre bebía el café a sorbitos como si estuviera sola en la habitación y fuera presa de terribles dolores.

— He aguantado esto todo lo que he podido. Como está claro que no te importo en absoluto, que no te importan mi tranquilidad, mi comodidad ni mis condiciones de trabajo, estoy dispuesto a dar el único paso que me queda. Te concedo un día más. Si esta tarde vuelves a traer a esa chica a casa, yo me voy. Elige: ella o yo. —Tenía más cosas que decir, pero al llegar a este punto la voz se le quebró y se fue.

A las diez su madre y Sarah Ham salieron de casa. A las cuatro oyó las ruedas del coche sobre la gravilla y corrió hacia la ventana. Cuando el coche paró, el perro se levanto, alerta, temblando. Thomas parecía incapaz de dar el primero de los pasos que debían llevarlo al armario del pasillo a buscar una maleta. Era como un hombre al que hubieran entregado un cuchillo y le hubieran dicho que tenía que operarse a sí mismo si quería seguir viviendo. Cerró sus enormes manos en un gesto de impotencia. Su semblante era un torbellino de indecisión y cólera. Sus pálidos ojos azules parecían sudar en el rostro encendido. Los cerró un momento y detrás de los párpados apareció la imagen burlona de su padre. «¡Idiota! —masculló el viejo—. ¡Idiota! ¡Esa golfa delincuente te ha robado la pistola! ¡Vete a ver al sheriff! ¡Vete a ver al sheriff!»

Pasó un momento antes de que Thomas volviera a abrir los ojos. Parecía aturdido. Se quedó plantado allí al menos tres minutos; luego giró lentamente como un enorme buque que cambiara de rumbo y se detuvo frente a la puerta. Permaneció allí unos segundos más y salió de la casa, escrita en el rostro la determinación de terminar de una vez por todas con aquel suplicio. No sabía dónde buscar al sheriff. Aquel hombre fijaba sus propias reglas y su propio horario. Thomas fue primero a la cárcel, donde el sheriff tenía su despacho, pero no estaba allí. Después fue al juzgado y un oficinista le dijo que el sheriff se había ido a la barbería, que estaba al otro lado de la calle.

— Allí está el ayudante —dijo el oficinista, y señaló por la ventana a un hombre corpulento con una camisa de cuadros que estaba apoyado en un coche de la policía y miraba al vacío.

— Tiene que ser el sheriff —dijo Thomas, y se encaminó hacia la barbería.

Aunque no quería tener nada que ver con el sheriff, sabía que el hombre era por lo menos inteligente y no solo una montaña de carne sudorosa. El barbero le dijo que el sheriff acababa de marcharse. Thomas inició el regreso hacia el juzgado, y al subir a la acera vio una figura enjuta y un poco encorvada que gesticulaba iracunda ante el ayudante.

Thomas se acercó con una determinación que era consecuencia de su agitación nerviosa. Se paró bruscamente a un paso de distancia y dijo con voz demasiado alta:

— ¿Podría hablar con usted un momento? —No añadió el nombre del sheriff, que era

Farebrother.

Farebrother volvió el rostro afilado y apergaminado justo lo suficiente para mirar a Thomas, y el ayudante hizo lo mismo, pero ninguno habló. El sheriff se quitó un cigarrillo muy corto de los labios y lo dejó caer a sus pies.

— Ya t'he dicho lo que debes hacer —dijo al ayudante.

A continuación echó a andar con una ligera inclinación de la cabeza para indicar a Thomas que le siguiera si deseaba hablar con él. El ayudante se escurrió al otro lado del coche de policía y entró en él.

Farebrother, seguido de Thomas, cruzó la plaza del juzgado y se detuvo bajo un árbol que daba sombra. Esperó, ligeramente inclinado, y encendió otro cigarrillo.Thomas soltó de forma atropellada lo que tenía que decir. Como no había tenido tiempo de preparar sus palabras, el discurso apenas si resultaba coherente. A base de repetir lo mismo varias veces, logró decir por fin lo que quería. Cuando hubo terminado, el sheriff seguía aún inclinado hacia delante, formando un ángulo con él, sin fijar la vista en ningún punto en especial, permaneció así sin hablar.

Thomas empezó de nuevo, más despacio y con voz más queda, y Farebrother lo dejó continuar durante un rato antes de decirle:

— Nosotros la tuvimos una vez. —Y entonces se permitió esbozar lentamente una media sonrisa, torcida y resabida.

— Yo no tuve nada que ver con eso —repuso Thomas—. Fue cosa de mi madre.

Farebrother se puso en cuclillas.

— Ella intentaba ayudar a la chica —siguió Thomas—. No sabía que era imposible ayudarla.

— La tarea le venía grande, me parece —musitó la voz desde abajo.

— Mi madre no tiene nada que ver con esto. Ni siquiera sabe que estoy aquí. La chica es peligrosa con esa pistola.

— Él no permitió nunca que nadie sacara los pies del tiesto. Y mucho menos una mujer.

— Puede matar a alguien con la pistola —dijo débilmente Thomas, con los ojos fijos en la copa redonda del sombrero tejano.

Hubo un largo silencio.

— ¿Dónde la tiene? —preguntó Farebrother.

— No lo sé. Duerme en la habitación de los huéspedes. Debe de estar allí, en su maleta probablemente.

Farebrother se quedó en silencio de nuevo.

— Podría venir usted a registrar su habitación —propuso Thomas con voz tensa—. Yo me iré a casa y dejaré el cerrojo de la puerta abierto para que pueda entrar sin que lo vean, subir y registrar su habitación.

Farebrother volvió la cabeza; sus ojos miraban ahora con descaro las rodillas de Thomas.

— Usté parece saber muy bien lo qu'hay que hacer. ¿Quiere que intercambiemos nuestros trabajos?

Thomas no dijo nada porque no se le ocurrió nada que decir pero esperó pacientemente. Farebrother se quitó la colilla de los labios y la arrojó al suelo. Más allá, en el porche del juzgado, un grupo de ociosos, que habían estado apoyados a la izquierda de la puerta, se movieron hacia la derecha, donde quedaba un trozo de sol. Desde una de las ventanas altas bajó despacio una bolita de papel arrugado.

— Iré alrededor de las seis —dijo Farebrother—. Deje el cerrojo sin echar y no se meta en mi camino... ni usté ni las dos mujeres.

Thomas soltó una especie de sonido gutural de alivio que quería decir «gracias» y cruzó el césped como alguien al que acaban de liberar. La frase «las dos mujeres» se le clavó como un erizo en la mente; lo sutil del insulto a su madre le dolía mucho más que cualquiera de las referencias de Farebrother a su propia incompetencia. Al entrar en el coche, su rostro enrojeció de repente. ¿Había entregado su madre al sheriff... para que fuera el blanco de la lengua venenosa de aquel hombre? ¿Estaba traicionándola para deshacerse de la zorra? Comprendió enseguida que no se trataba de eso. Lo que hacía era por su bien, para librarla de un parásito que iba a destruir la tranquilidad de ambos. Puso el coche en marcha y volvió rápidamente a casa, pero cuando enfiló el camino de grava decidió que sería mejor aparcar a cierta distancia y entrar sigilosamente por la puerta de atrás. Aparcó sobre el césped y sobre el césped anduvo describiendo un círculo hasta llegar a la parte trasera de la casa. El cielo estaba cubierto de líneas color mostaza. El perro dormía sobre el felpudo. Al oír los pasos de su amo, abrió un ojo amarillo, lo miró de arriba abajo y volvió a cerrarlo.Thomas entró en la cocina. Se encontraba vacía y la casa estaba lo bastante silenciosa para que oyera con toda claridad el tictac del reloj. Eran las seis menos cuarto. De puntillas recorrió el pasillo hasta la puerta de delante y desechó el cerrojo. Se quedó un momento escuchando. Desde el otro lado de la puerta cerrada del salón llegaban los suaves ronquidos de su madre, y supuso que se había quedado dormida mientras leía. En la otra punta del pasillo, a dos pasos de su estudio, el abrigo negro y el bolso rojo de la golfa yacían sobre una silla. Arriba se oían unos grifos abiertos y dedujo que estaría dándose un baño.

Entró en el estudio y se sentó al escritorio a esperar y observó con desagrado que cada pocos minutos le recorría un temblor. Se quedó un momento allí sentado sin hacer nada. Luego cogió una pluma y empezó a dibujar cuadrados en un sobre que tenía ante él. Miró el reloj. Eran las seis menos once minutos. A continuación abrió distraídamente el cajón central de la mesa y lo colocó sobre sus rodillas. Estuvo un minuto entero mirando con atención la pistola sin comprender. Después lanzó un grito y se puso en pie de un salto. ¡La había devuelto! «¡Idiota! —masculló su padre—. ¡Idiota! Ve y métesela en el bolso. No te quedes ahí parado. Ve y métesela en el bolso.» Thomas se quedó mirando el cajón fijamente. «Zoquete —se indignó el viejo—. ¡Corre mientras todavía estés a tiempo! Métesela en el bolso.» Thomas no se movió. «¡Imbécil!», le gritó su padre. Thomas cogió la pistola. «Date prisa», ordenó el viejo.Thomas echó a andar manteniendo la pistola lo más lejos posible de su cuerpo. Abrió la puerta y miró la silla. El abrigo negro y el bolso rojo estaban casi a su alcance.«¡Date prisa, tonto!», dijo su padre. Detrás de la puerta del salón, los ronquidos casi inaudibles de su madre subían y bajaban. Parecían medir un tiempo que no tenía nada que ver con los segundos que le quedaban a Thomas. No se oía ningún otro ruido. « ¡Deprisa, imbécil! ¡Antes de que despierte!», le acució el viejo. Los ronquidos cesaron y Thomas oyó chirriar los muelles del sofá. Cogió el bolso rojo. Tenía un tacto parecido a la piel humana y al abrirlo le llegó el olor inconfundible de la muchacha. Haciendo una mueca metió en él la pistola y se retiró. Tenía el rostro encendido.

— ¿Qué está metiendo Tomsee en mi bolso? —gritó ella, y su risa complacida descendió brincando por las escaleras.

Thomas dio media vuelta. Ella estaba en lo alto de la escalera y empezó a bajar como una modelo, una pierna al aire y después la otra surgiendo de la abertura del quimono con un ritmo bien definido.

— Tomsee es un niño malo —dijo ella con voz gutural. Llegó al pie de la escalera y lanzó una mirada lasciva de posesión a Thomas, cuyo rostro había pasado del rojo al gris. Estiró el brazo, cogió con un dedo el bolso abierto y vio la pistola. La madre abrió la puerta de la sala y asomó la cabeza.

— ¡Tomsee m'ha metío la pistola en el bolso! —chilló la muchacha.

— ¡Tonterías! —dijo la madre con un bostezo—. ¿Por qué iba hacer Thomas una cosa así?

Thomas estaba ligeramente encorvado y las manos le colgaban flácidas de las muñecas como si acabara de sacarlas de un charco de sangre.

— Yo qué sé —respondió la chica—, pero desde luego lo ha hecho.

Se puso a dar vueltas alrededor de Thomas, con las manos en las caderas, el cuello estirado y una sonrisa burlona e íntima dirigida a él con fiereza. De repente, su expresión pareció abrirse, como se había abierto el bolso cuando Thomas lo había tocado. Ladeó la cabeza en actitud de incredulidad.

— Madre mía —dijo lentamente—, eres un caso.

En aquel momento Thomas maldijo no solo a la chica, sino a todo el orden del universo que la había hecho posible.

— Thomas no te metería una pistola en el bolso —aseguró la madre—. Thomas es un caballero.

La muchacha soltó una risita alegre.

— Pues usté misma puede verlo —dijo, y señaló el bolso «¡Tú la has encontrado en el bolso, imbécil!», siseó el viejo.

— ¡Yo la he encontrado en el bolso! ¡Esa golfa inmunda y delincuente me robó la pistola!

La madre se quedó sin aliento al reconocer la presencia del otro en la voz de su hijo. El rostro de sibila de la vieja palideció

— ¡Qué narices! —chilló Sarah Ham, e intentó coger el bolso.

Pero Thomas, como si su brazo estuviera guiado por su padre, lo cogió primero y sacó la pistola. La chica, fuera de sí, se lanzó a la garganta de Thomas, y lo hubiera aferrado por el cuello si la madre no se hubiera interpuesto entre ellos. « ¡Fuego!», gritó el viejo. Thomas disparó. La explosión fue como un sonido cuya intención fuera poner fin al mal en el mundo. Thomas la oyó como un sonido que haría añicos la risa de todas las zorras hasta que todos los chillidos cesaran y no quedara nada que alterara la paz de un orden perfecto. El eco se fue desvaneciendo en ondas.

Antes de desaparecer la última, Farebrother abrió la puerta y asomó la cabeza. Arrugó la nariz. Por unos segundos, su expresión fue la de un hombre que se niega a admitir su sorpresa. En sus ojos, claros como el cristal, se reflejaba la escena. La vieja yacía en el suelo entre la chica y Thomas. El cerebro del sheriff funcionó como una máquina calculadora. Vio los hechos como si ya estuvieran impresos: el tipo había tenido siempre la intención de matar a su madre y de que la chica cargara con el mochuelo. Pero Farebrother había sido demasiado rápido para él. Todavía no se habían dado cuenta de su presencia en la puerta. Mientras él escudriñaba la escena, aumentaba su comprensión de los hechos. Por encima del cuerpo de la madre, el asesino y la golfa estaban a punto de caer uno en brazos del otro. El sheriff sabía reconocer una escena sucia en cuanto la veía. Estaba acostumbrado a interrumpir escenas que nunca eran tan subidas de tono como a él le hubiera gustado, pero esta cumplía todas sus expectativas.